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Para una presentación del ambiente histórico en el que se escribió esta bula, se puede ver el artículo de la Enciclopedia Católica sobre los fraticelli nombre con el que se conocen a los franciscanos -y también varios grupos no franciscanos- entre los cuales la idea de la pobreza se volvió loca, hasta el punto de negar el derecho a los clérigos de poseer algún bien.

El asunto concreto que nos interesa aquí es la doctrina de aquellos pseudo-franciscanos según la cual sólo en ellos se cumplía el evangelio de Cristo en su pureza original, evangelio que hasta entonces habría estado escondido y hasta totalmente extinguido. En contraposición con ese evangelio "puro" que ellos encarnaban, los fraticelli se esmeraban en señalar las numerosas carencias morales que podían observarse en aquel tiempo en más de un miembro de la clerecía, sin exceptuar al papa.
Y nos interesa este tema en particular porque podemos notar puntos de contacto con algunos movimientos y comunidades evangélicas actuales. Entre otras cosas, una de las armas usadas por los modernos fraticelli es sin duda la de señalar repetida y obstinadamente los defectos de papas, obispos, sacerdotes y fieles católicos, tácitamente -a veces hasta de un modo explícito- mostrándose a sí mismos como los que realmente predican el evangelio auténtico y lo viven.1

 

Ya hemos tratado el tema en otros artículos, por ejemplo:

 

Lo que presentamos a continuación es una perla más en el enorme tesoro de la sabiduría de la Iglesia. Lo que tiene de particular es que a pesar de ser un texto escrito hace casi 700 años, no ha perdido ni un ápice de verdad y frescura.

He aquí un trozo de la respuesta que Juan XXII dio a los fraticelli en 1318, y que tan acertadamente describe la realidad de la Iglesia.
Si el lector ha tenido que vérselas ya con los modernos acusadores, esta respuesta de Juan XXII le vendrá como anillo al dedo.

§ 15. Así, pues, el primer error que sale del tenebroso taller de esos hombres fantasea dos Iglesias, una carnal, repleta de riquezas, que nada en placeres, manchada de crímenes, sobre la que afirman dominar el Romano Pontífice y los otros prelados inferiores; otra espiritual, limpia por su sobriedad, hermosa por la virtud, ceñida de pobreza, en la que se hallan ellos solos y sus cómplices, y sobre la que ellos también mandan por merecimiento de la vida espiritual, si es que podemos dar alguna fe a sus mentiras.

 

Esta impiedad propia de estos pobres malvados es tal, que no puede verse en ella nada que no pertenezca a la herejía. Por cierto todos los impíos, mientras razonan torcidamente sobre las cuestiones de la fe y se separan por su contumacia de la unidad de la Iglesia y de la obediencia, pretenden con frívolas afirmaciones que la generalidad de los fieles sirve a la carne mientras ellos -al espíritu. A semejante demencia poco puede agregarse: ellos saben perfectamente que así como predican a un solo Cristo, así también confiesan que hay una sola Iglesia, según aquello del Maestro de los Gentiles: y todo sometió bajo sus pies, y a Él lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, que es su cuerpo (Efesios 1,22-23).

Una sola es, por cierto, la Iglesia santa, universal, apostólica y romana, que resplandece en autoridad no por presunción humana, sino porque está fundada por la divina e inconmutable autoridad; quien al enseñar impíamente negase su egregio primado no solo se hace reo de crimen y cisma, sino que es tenido, en mérito de su impiedad, como hereje, declarado así tanto por la razón y autoridad divinas como humanas. Porque cualquiera que, teniéndose por cristiano, renuncia a obedecer a esta Sede Apostólica, incurre en el pecado de paganismo.

En efecto, entre otros dones, le ha sido concedida a esta Sede de modo excepcional la particularidad de que la fe salvífica que el Bienaventurado Pedro conoció por revelación del Padre Celestial, y la enorme autoridad que Cristo otorgó al Príncipe de los Apóstoles, por la legítima sucesión apostólica romana se transmita sin corrupción alguna, de tal modo que hasta el fin de los tiempos ni la traición pueda ensuciar aquella fe inmaculada, ni los pastores adúlteros puedan interrumpir aquella sucesión.

 

Porque a la manera de una fortísima nave, compacta bajo el mando del gobierno divino, ni las tormentas de las distintas opiniones y herejías pueden desatar su estructura de unidad, ni las intervenciones de los poderes tiránicos pueden hundirla en los abismos; por el contrario, a aquellas superan por medio de la verdad y del ejercicio de la autoridad, mientras que a éstos derriban por la virtud de la paciencia; haciendo así, entre las atracciones de la felicidad terrena y las asperezas del tiempo presente avanza en feliz derrotero hasta que, guiada por el Señor, llegue finalmente al puerto de la felicidad futura.

En esta Iglesia, como en el arca (Génesis 7,8-9), se contienen animales puros e impuros; como en la era se mezclan el grano y la paja (Lucas 3,17); como en las redes del pescador se recogen peces buenos malos (Mateo 13,47-50); como en el campo el trigo crece junto con la cizaña (Mateo 13,24-40). Ni siquiera la inmundicia de los miembros más débiles logra ensuciarla, ni la superficialidad de aquellos envanecerla, ni su necedad corromperla, ni su insolencia dividirla; al contrario, permaneciendo integra y perfecta genera por la fe hijos de adopción, con su palabra los nutre, con su autoridad los defiende, con la penitencia los purifica, con la virtud de la paciencia los acompaña; ni tampoco el cúmulo de riquezas la sofoca, ya que de ellas, como buena creación de Dios que son, hace bueno uso con acción de gracias (1 Timoteo 4,4); y cuando posee oro no es para tenerlo como un fin en sí mismo, sino para socorrer misericordiosamente las penurias de los necesitados."

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