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20. La divina misión confiada por Cristo a los apóstoles ha de durar hasta el fin de los siglos (cf. Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben transmitir es en todo tiempo el principio de toda vida para la Iglesia. Por lo cual los apóstoles, en esta sociedad jerárquicamente organizada, tuvieron cuidado de establecer sucesores. En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio, sino que, a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, los apóstoles, a modo de testamento, confiaron a sus cooperadores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada, encomendándoles que atendieran a toda la grey en medio de la cual el Espíritu Santo los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Act 20,28). Establecieron, pues, tales colaboradores y les dieron la orden de que, a su vez, otros hombres probados, al morir ellos, se hiciesen cargo del ministerio. Entre los varios ministerios que ya desde los primeros tiempos se ejercitan en la Iglesia, según testimonio de la tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, constituidos en el episcopado. Por una sucesión que surge desde el principio, conservan la sucesión de la semilla apostólica primera. Así, según atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron establecidos por los apóstoles como, obispos y como sucesores suyos, hasta nosotros se pregona y se conserva la tradición apostólica en el mundo entero. Así, pues, los obispos, junto con los presbíteros y diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad para presidir en nombre de Dios sobre la grey, de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de autoridad. Y así como permanece el oficio concedido por Dios singularmente a Pedro, el primero entre los apóstoles, y se transmite a sus sucesores, así también permanece el oficio de los apóstoles de apacentar la Iglesia que permanentemente ejercita el orden sacro de los obispos. Enseña, pues, este sagrado Sínodo que los obispos han sucedido por institución divina a los apóstoles como pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a Cristo escucha, y quien los desprecia, a Cristo desprecia y al que le envió (cf. Lc 10,16).

(Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen Gentium N. 20.)

 

PARTE I.—EXPOSICIÓN BÍBLICA
Por Juan Leal, S. I.

El n.20 de la constitución dogmática trata de los obispos como sucesores de los apóstoles. Juzgamos muy útil presentar ante todo una síntesis bíblica de la función y misión episcopal como se contiene en el Nuevo Testamento. Atenderemos a su ser y fundamento teológico, que cimienta nuestra fe y respeto a la autoridad, y dejaremos el aspecto ascético y pastoral, que afecta a los propios pastores en sus relaciones de enorme responsabilidad ante Cristo y ante la Iglesia. Este aspecto ascético y pastoral se resume en aquella sentencia de Cristo: «He venido a servir y no a ser servido» (Mt 20,28), y en la lección que sacó del simbolismo del lavatorio: «Si yo, el Señor y Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavar los pies unos a otros» (Io 13,14). Que era tanto como decir que la misión de enseñar, gobernar y santificar que les confiaba, como a enviados suyos, debía enmarcarse en un corazón auténticamente humilde y caritativo, en un servicio humilde y sacrificado.

 

Dejando, pues, el aspecto pastoral y ascético del número, que es, sobre todo, para ser meditado a la luz de los ejemplos de Cristo y de los dos grandes apóstoles, San Pedro y San Pablo, la panorámica bíblica de nuestro trabajo tendrá las siguientes líneas:

1) La institución y actuación del colegio de los Doce. Hecho bíblicamente bien comprobado y fundamento de toda la jerarquía eclesiástica.

2) La sucesión en general, sin precisar ni su medida horizontal (funciones o poderes que permanecen) ni su línea vertical (personas que suceden). Hecho también bíblicamente claro.

3) La sucesión en particular, concretando tanto la línea horizontal de las funciones y poderes que se transmiten como las personas que suceden a los Doce. La respuesta bíblica es aquí menos precisa, y necesita la luz de la historia eclesiástica.

 

I. La institución y actuación del colegio de los Doce

Como se trata de un hecho histórico suficientemente claro en el N. T., nos contentamos con trazar la línea literaria de la institución y la actuación de los Doce en cuanto colegio.

 

A) Los Evangelios

1) Elección de los Doce apóstoles (Mt 10,2; Lc 6,13). Doce «para que fuesen sus compañeros y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14).

2) Misión de los Doce discípulos (Mt 10,1; Mc 6,7; Lc 9,1).

3) En la crisis galilea, Jesús dice a los Doce: «¿Queréis también vosotros dejarme?» Respondióle Simón Pedro: «¿A quién vemos a ir?... Nosotros hemos creído...» (Io 6,67-68). «Simón Iscariote, uno de los Doce » (Io 6,71).

4) La tercera predicción de la pasión se hace «tomando aparte a los Doce» (Mt 20,17; Mc 10,32; Lc 18,31).

5) Con motivo de la petición de la madre de los Zebedeos, los dos primeros evangelistas hablan de los otros diez (Mt 20,24; Mc 10,41).

6) En la última cena se puso a comer con los Doce (Mt 26, 20; Mc 14,17), con sus apóstoles (Lc 22,14).

7) Judas (Io 6,71; Mt 26,47; Mc 14,43; Lc 22,47) y Tomás (Io 20,24) tienen la particularidad de ser uno de los Doce.

8) Cuando muere Judas, se empieza a hablar de los Once (Lc 24,33; Mc 16,14; Mt 28,16). «Los Once» se distinguen de todos los demás. Es significativa la frase de Lc 24,33: Los Once y sus compañeros. «Los Once» reciben la misma misión de Jesús (Mt 28,16s; Io 20,21-23).

 

 

Los Doce primero y los Once después forman un grupo particular dentro del general de los discípulos. Han sido escogidos especialmente por Jesús para que estuvieran permanentemente con él, para que predicasen y obrasen milagros. Después del tránsito de Jesús, los Doce quedan como vicarios suyos en la tierra, con su misma misión y revestidos de sus poderes mesiánicos:

«Como el Padre me envió, así yo os envío» (Io 20,21).

 

 

B) El libro de los Hechos

La línea de los Doce se mantiene en el libro de los Hechos para ser mejor definida en su esencia y en su actuación:

 

1) Con motivo de la elección de Matías, tenemos las siguientes características:

a) Los apóstoles se siguen distinguiendo de entre el común de los fieles, que son unos ciento veinte (cf. Act 1,15.17. 20-22).

b) El apostolado es definitivo como «ministerium», «diakonia» y «episcopatum» (Act 1,17.20) que debe permanecer y pasar al sucesor de Judas. No de manos de Judas, que ha muerto, sino directamente de manos del Señor, a quien se hace la oración para que él revele aquel a quien él ha elegido para recibir «el ministerio» (diakonia) y «el apostolado» (v.24-25) que abandonó Judas.

Tres nombres definen el cargo de los Doce: apostolado, ministerio y episcopado. A la elección de los primeros precedió la oración personal de Jesús; ahora precede la oración de los propios discípulos. La elección viene del mismo Jesús. Por el rito de las suertes se pretende conocer aquel que Jesús mismo ha elegido.

c) Las cualidades que se exigen para el sucesor corresponden al fin del cargo: debe haber acompañado a Jesús desde el bautismo hasta la Ascensión, porque debe ser «testigo de la resurrección juntamente con los otros once». La función esencial es la de dar testimonio colectivo, colegial, nobiscum. Por esto se dice al final: adnumeratus est Undecim Apostolis (Act 1,26).

Así queda expuesto el carácter colegial del apostolado, no sólo por el nombre (los Once, los Doce), separado del común de los fieles (los ciento veinte hermanos), sino también por el fin y función colegial: dar testimonio a una con nosotros acerca de la resurrección de Jesús.

 

2) La actuación colegial de los Doce adquiere un relieve singular e histórico en el resto del libro de los Hechos:

a) El día de Pentecostés, Pedro se levanta con los Once. El autor del libro le hace hablar en plural y respaldado por la presencia de los Once, que están de pie a su lado para testificar y confirmar cuanto él dice (2,14). Porque el discurso de Pedro es como si lo hubieran pronunciado los Doce, la turba que lo escucha se dirige a Pedro y a los demás apóstoles (2,37). Los convertidos perseveran en la doctrina de los apóstoles y los milagros se hacen por los apóstoles (2,42-43).

b) Toda la escena del paralítico de la puerta Especiosa se desenvuelve «colegialmente» en lo que tiene de hechos y de palabras. Pedro no obra individualmente, sino en nombre de su compañero Juan (3,1.4.5.8.11.12.15). Las consecuencias del milagro también se exponen en la línea colegial (4,1-3.9.13.16. 19.20).

c) A medida que crece el número de los fieles se especifica mejor la actuación de los apóstoles, que es siempre colegial: como testimonio, como gobierno y como realización de milagros (4,12.18.21.25.29.32.33.40.42). La actuación gubernativa se refleja en la administración de los bienes que renuncian los fieles (4,34.36.37; 5,2) y en la elección de los siete. Los Doce convocan a la muchedumbre (5,2) para que ella presente a siete (5,3.5). Los Doce son los que luego constituyen en dignidad, poniendo las manos a los siete presentados (5,3.5).

d) La actuación directiva de los apóstoles se manifiesta con motivo de la conversión de Samaria y Antioquía. La actuación es siempre colegial. Los apóstoles conocen que Samaria ha recibido la fe y envían a Pedro y a Juan (8,14). La actuación de Pedro y de Juan es también común. Los dos hacen oración e imponen las manos; los dos enseñan (8,15.25).

En el caso de la conversión de Antioquía no se habla expresamente de los apóstoles, sino de la Iglesia de Jerusalén. La Iglesia de Jerusalén es la que es informada y ella es la que envía a Bernabé (11,22).

e) Como último caso de actuación colegial de los apóstoles registremos la presentación que hace Bernabé a los apóstoles: Saulo es presentado por él a todos los apóstoles (9,27). Poco después, en casa de Cornelio, Pedro no habla como particular, sino en nombre de los Doce (10,39.41.42). Aunque habla él solo, se apoya en el testimonio colectivo de los Doce, haciendo también memoria de la orden de predicar y dar testimonio que recibieron los Doce. Lo más llamativo de este episodio es que Pedro se siente obligado de explicar su conducta a los apóstoles y a los hermanos de Jerusalén (11,1).

f) Pablo, en sus viajes apostólicos, cuida muy bien de actuar en unión con los apóstoles de Jerusalén. En Antioquía se resuelve de modo colegial que Pablo y Bernabé suban a Jerusalén, «a los apóstoles y a los presbíteros» (15,2). En Jerusalén son recibidos por la Iglesia, los apóstoles y los presbíteros (15,4). Nótese el triple artículo con función enfática. Para resolver el problema que plantean los enviados de la Iglesia de Antioquía se reúnen «los apóstoles y los presbíteros» (15,6). El resultado final fue que pareció bien a los apóstoles, a los presbíteros y a toda la asamblea elegir una comisión que fuera a Antioquía con Pablo y Bernabé (15,22). Llevan una carta que firman «los apóstoles y los presbíteros» (15,23). En ella se afirma que los perturbadores de Antioquía no llevaban misión oficial (15,24). Los de ahora sí la llevan: placuit nobis. Los de ahora van escogidos y enviados por nosotros (15,25.26). Frente a la misión anterior, que no era oficial ni auténtica, ahora se habla de otra misión auténtica y oficial. La misión oficial la componen Judas y Silas, dos miembros beneméritos de la Iglesia de Jerusalén (15,27). Judas y Silas van en nombre de la autoridad central de Jerusalén, que es la que habla en la carta y la que interpreta y ordena (15,28).

Terminada la misión de Judas y de Silas en Antioquía, el primero se vuelve a Jerusalén; el segundo prefiere quedarse en Antioquía, para ser en adelante fiel compañero y colaborador de Pablo (15,34).

Este ejemplo es muy significativo para la historia bíblica del centralismo jerárquico cristiano, de la actuación colegial y de la misión oficial, que se extiende a miembros que ya no pertenecen al grupo de los Doce, como son Judas y Silas. Tenemos también un ejemplo de la que hoy llamamos misión canónica, como contradistinta de la misión no canónica, y que recae sobre dos miembros que no pertenecen al colegio de los Doce, aunque son profetas.

 

En su segundo viaje apostólico, «Pablo y Silas» irán promulgando «los preceptos» de los apóstoles y presbíteros de Jerusalén (16,4).

 

II. La sucesión en general

La idea de sucesión en general está implícita en la elección misma que hace Cristo de los Doce para una misión de proporciones universales y duraderas hasta el fin de los siglos. Si Cristo confía a los Doce una misión que trasciende los límites acortados de la personal e individual existencia, es claro que su intención es que a los Doce sucedan otros indefinidamente hasta el fin de los siglos. La Iglesia debe durar hasta el final, con una misión santificadora y continuadora de la misma misión mesiánica de Jesús. Los sucesores de los Doce, con poderes más o menos recortados o extensos, no deberán faltar nunca. En los Evangelios existen indicios de la sucesión, que se presupone y entrevé latente. En el libro de los Hechos la sucesión es tangible como una realidad viviente. Y lo mismo vale para las cartas de San Pablo.

 

A) Los Evangelios

1) La elección y la misión de los Doce no es exclusiva en los Evangelios. Se habla en ellos también de una elección y misión de más amplias proporciones: la misión de los setenta y dos discípulos (Lc 10,1), operarios de la mies del Señor (Lc 10,2). También ellos deben predicar y curar a los enfermos (10,9). Esta misión, al mismo tiempo que destaca la elección de los Doce, prueba también la variedad de los miembros jerárquicos en el cuerpo de la Iglesia, como la fundó Cristo.

 

2) En la misión final de los Doce hay implícita una sucesión de los mismos, una proyección ilimitada de poderes jerárquicos. La misión de los Doce es universal, con extensión de naciones y de tiempo. «A todas las gentes». «Hasta el fin de los siglos». Ahora bien, los Doce no pueden personalmente abarcar esta extensión ilimitada. Se imponen, pues, otros que, revestidos de sus poderes y de su misión, bauticen, prediquen y enseñen. La sucesión está implícita, pero muy clara.

 

B) Los Hechos de los apóstoles

Aunque se prescinda de la idea y práctica de la sucesión dentro del judaísmo, que es el seno en donde nace la Iglesia, el libro de los Hechos nos da la tesis de la sucesión jerárquica de una manera vital e histórica.

1) El problema de la sucesión se plantea desde el primer día con motivo de la desaparición de Judas (Act 1,15-26). Pedro ha comprendido que la misión y los poderes transmitidos por Jesús a los Doce deben permanecer, aunque las personas individuas vayan desapareciendo. Su primera actuación como cabeza de los Doce es la de proveer a la sucesión de Judas. Lo interesante es que, después de la Ascensión de Cristo, de su actuación directa y visible, una persona nueva entra a formar parte del colegio. El colegio permanecerá, aunque mueran las personas particulares.

La oración y el rito de las suertes sirve para conocer la elección divina. Existe distinción entre «ministerio, episcopado, apostolado» y personas. Ha cesado una persona concreta, pero su ministerio, su episcopado y su apostolado no puede cesar. Debe recaer sobre otra persona. Pasa la persona, pero el cargo y el oficio no pasa, sino que permanece. Pedro considera «la sucesión» como plan de Dios. Este es el valor bíblico que tiene el verbo «conviene»: (Act 1,16.21) «Conviene que otro suceda...». Dios lo quiere. La sucesión pertenece a la economía divina, al derecho divino.

 

2) La historia de Pablo, que se equipara a los Doce (1 Cor 9,1; 15,8.9), abre un gran paso en la historia de la sucesión. Pablo no sucede a ninguno, pero entra en el colegio de los Doce porque el número no es clausus. Pablo viene a hacer el número trece. El número es accidental. Lo esencial es el colegio. Pablo entra en la función apostólica antes de la muerte de Santiago el Mayor y nunca se relaciona su ingreso con la defección de ningún otro apóstol. Pablo ha sido escogido personalmente por el Señor y ha visto al Señor. Es testigo de la resurrección y ha recibido misión de testimoniarla.

 

3) La elección de los siete, conocidos vulgarmente con el nombre de diáconos, es un nuevo paso en la historia de la sucesión. Los Doce no pueden atender a todas las funciones rectoras; porque su función principal es el ministerio de la palabra (Act 6,2). Entonces proponen a la comunidad que señalen siete. Y ellos les imponen las manos y los constituyen delegados suyos, dándoles parte de su ministerio. Sin que haya sucesión propiamente tal, hay aquí comunicación y transmisión de poderes mediante el rito de la imposición. Hay separación del común de los fieles para un determinado cargo a favor de la comunidad. Esta separación se hace por la legítima autoridad apostólica y por un rito determinado (6,2-5).

 

Aunque la elección de los siete parece hacerse en orden al servicio material de las limosnas, de hecho tiene un fin más amplio y espiritual, pues los vemos actuando en el plano de la predicación y de la administración del bautismo. Recuérdese la historia de Esteban y de Felipe (8,36-38). Entre los siete no figura Ananías, cristiano de Damasco, que impone las manos a Pablo, lo cura de la ceguera y lo llena del Espíritu Santo (9,17), para todo lo cual ha recibido encargo especial de Jesús (9,18). Bernabé tampoco figura entre los siete y, sin embargo, está en relación con los Doce. El presenta a Pablo en Jerusalén (9,27), luego es enviado oficialmente por la Iglesia de Jerusalén para visitar a los conversos de Antioquía (11,22). Misión de inspección o episcopal, de predicación. Misión oficial.

 

4) Al lado de los apóstoles encontramos a los presbíteros entre los años 40 y 50. Si al principio vemos que los bienes se entregaban a los apóstoles, ahora vemos que Pablo y Bernabé los entregan a los presbíteros (11,30). En los años 49-50, los presbíteros figuran al lado de los apóstoles, cuando ya Pablo y Bernabé habían vuelto de su primer viaje apostólico y habían puesto «presbíteros» al frente de las Iglesias que iban fundando (14,22).

En Antioquía vemos que hacia el año 44-45, cuando empieza el primer viaje apostólico de Pablo, los profetas y doctores, en un acto litúrgico, reciben orden del Espíritu de «separar a Pablo y a Bernabé». Hacen oración, les imponen las manos y luego los dos elegidos parten para su misión. Estos doctores y profetas de Antioquía no habían nacido por generación espontánea. Recuérdese cómo la Iglesia de Antioquía había sido visitada por una misión oficial de la Iglesia madre de Jerusalén. En Antioquía existía una jerarquía con poderes de gobierno, de santificación y magisterio en comunión y subordinación a los apóstoles de Jerusalén.

 

Pablo, en su último viaje apostólico, convoca en Mileto a los presbíteros de la vecina ciudad de Efeso y les encarga que miren «por todo el rebaño», porque el Espíritu Santo los ha puesto como obispos para regir la Iglesia de Dios (20,29). Su misión es velar por la verdad de la doctrina. Los presbíteros de Efeso son una autoridad episcopal y magisterial, subordinada a Pablo, que existe en vida de él y que debe continuar parte de su misión después de su muerte.

Todos estos casos nos van mostrando de una manera vital y dispersa cómo, a medida que la Iglesia iba creciendo, la autoridad de los apóstoles se iba extendiendo también a determinadas personas, arrancando siempre, en una forma o en otra, de los propios apóstoles. Si mientras ellos viven no existe propiamente la sucesión, sí existe la comunicación de poderes para el gobierno, el magisterio y la administración de los sacramentos. Los apóstoles no podían por sí mismos atender a todos y a todas partes.

 

III. La sucesión en particular

Hemos visto la sucesión de los poderes apostólicos en general. Veamos ahora las personas concretas en quienes los Doce reparten sus poderes, qué clases de poderes comunican y, por último, los vestigios bíblicos del actual obispo monárquico.

1) Los Primeros que entran en la participación de los poderes apostólicos por medio de la imposición de las manos son los siete, que llamamos diáconos (Act 6,2-6). Dos fueron notables evangelistas o predicadores del Evangelio: San Esteban y San Felipe (6,8-10; 8,35).

 

2) Por orden cronológico vienen después los presbíteros de Jerusalén. Figuran al lado de los apóstoles con verdadera autoridad y como centro de unidad y tradición. Pablo y Bernabé entregan las limosnas a los presbíteros (11,30). En este caso no se menciona a los apóstoles. En la controversia de los judaizantes, Pablo y Bernabé son enviados por la comunidad de Antioquía a los apóstoles y a los presbíteros (15,2), que actúan en el Concilio de Jerusalén al lado de los apóstoles (15,4.22.23). ¿Quiénes eran estos presbíteros? Al final del tercer viaje de Pablo acuden todos los presbíteros a casa de Santiago (21,18). Poco antes Pablo había convocado a los presbíteros de Efeso. Es decir, que los presbíteros estaban por debajo de los apóstoles, pero participaban parte de su misión: la de regir, la de enseñar, la de vigilar, como guardianes de la grey (Act 20,28.30). Parece que presbítero es nombre de dignidad y obispo nombre funcional. Los dos se refieren a las mismas personas (cf. Act 21,17.28). Eran los más cercanos a los apóstoles. Muertos ellos, quedan al frente de las Iglesias.

 

3) Los profetas y maestros.—En Antioquía hay cinco profetas y maestros. Entre ellos, Bernabé y Pablo (Act 13,1). No son simples carismáticos, sino ministros investidos de una función litúrgica por lo menos (13,2). La expresión que usa el texto es la misma que emplean los LXX para expresar las funciones sacerdotales en el templo. A ellos se les comunica el Espíritu, y ellos imponen las manos sobre Bernabé y Pablo para renovar o aumentar la gracia recibida en la primera consagración (13,3).

 

En Corinto, los profetas y doctores aparecen después de los apóstoles (1 Cor 12,28). A su lado están también los que gobiernan o dirigen el timón de la nave cristiana, si queremos mantener el matiz del término griego (1 Cor 12,28).

 

En Tesalónica existen los que trabajan, presiden y amonestan a los fieles (I Thess 5,12). Son los pastores y maestros de la Iglesia de Efeso (4,11). «La presidencia» debe decir relación con las asambleas litúrgicas que se mencionan en I Cor.

En Filipos hay una clara distinción entre los simples fieles y los obispos y diáconos (1,1).

En la carta a los Romanos (12,6-8) se habla de los profetas, de los ministros, de los maestros y de los que presiden, como funciones diversas.

 

En suma: los cargos y las funciones eclesiásticas existen claramente en tiempo de los apóstoles y recaen sobre personas determinadas entresacadas del común de los fieles. Los nombres cambian, pero la triple función de magisterio, de gobierno y de santificación es siempre constante, corno participación de la misión y del poder conferido a los apóstoles.

 

4) Los apóstoles.—En la terminología paulina, este nombre tiene una extensión mayor que en los Evangelios. Designa a los Doce (Gal 4,19; 1 Cor 15,1-11), al propio Pablo (1 Cor 1,1; 2 Cor 1,1; Eph 1,1; Col 1,1; Gal 1,1; Rom 1,1) y a Silvano y Timoteo (1 Thess 2,7).

 

En Rom 16,7 se llama apóstol a Andrónico y a Junias: «apóstoles muy señalados». Existen también los «apóstoles de Cristo» (2 Cor 11,13), distintos de los Doce y que se contraponen a los «pseudoapóstoles». Esto quiere decir que el nombre de apóstoles ha ido adquiriendo un sentido amplio, como el de profetas, doctores y taumaturgos. Dios ha constituido primero apóstoles; luego, profetas y doctores (1 Cor 12,28; Eph 4,11).

 

San Pablo se ha ido escogiendo diversos colaboradores con quienes reparte sus poderes, y así se explica que a veces les dé el mismo nombre de apóstoles. Anuncian como él a Jesucristo (2 Cor 1,19), poseen la capacitación divina, que los hace dignos ministros del Nuevo Testamento (2 Cor 3,5-6). Todos son legados de Cristo (2 Cor 5,20).

Al mismo tiempo son delegados del propio Pablo. Por eso los envía a diversas Iglesias en su nombre. Así a Timoteo (1 Thess 3,2; 1 Cor 16,10), a Tito (2 Cor 8,23), a Tíquico (Eph 6,21; Col 4,7). Cuando Pablo se siente cercano a la muerte, el papel de sus delegados toma más importancia. Ellos van a quedar en su lugar con toda la autoridad y responsabilidad necesaria para continuar la obra apostólica y el gobierno de las diversas Iglesias. En las pastorales, los legados de Pablo aparecen fundando y organizando comunidades. Tienen poder incluso sobre los presbíteros y los diáconos. Siempre al dictado de Pablo y con la consigna de mantener «el depósito de la doctrina». Timoteo y Tito poseen los auténticos poderes que hoy ejerce el obispo monárquico. Tienen autoridad de magisterio, de gobierno y pueden hasta ordenar (2 Tim 2,2), como lo ha hecho Pablo (2 Tim 1,6). En vida de Pablo no aparecen adscritos a una determinada Iglesia, sino a disposición del Apóstol. Se podrían llamar obispos auxiliares o coadjutores del propio Pablo.

 

5) Los obispos.—En la Iglesia de Filipos existen «obispos» y «diáconos» (1,1). Los presbíteros de Efeso son también obispos (Act 20,17.28) y tienen como misión ser pastores de la Iglesia (Act 20,28). Esta misma función se relaciona con el magisterio en Eph 4,11, donde los «maestros» son llamados «pastores». Parece, pues, que existe cierta equivalencia entre estos diversos términos: «presbíteros, maestros, obispos y pastores». En todos estos casos, los obispos van en plural. En las cartas pastorales se habla en singular del «obispo» (1 Tim 3,1-7; Tit 1,7-9) y en plural de «los presbíteros y diáconos». Por otra parte, vemos que las cualidades del obispo son las mismas que las de los presbíteros (Tit 1,5-6). En efecto, después de enumerar las cualidades que deben tener «los presbíteros», se resume todo diciendo que «el obispo» debe ser (Tit 1,7). Parece, pues, que los presbíteros se identifican con el obispo.

Con todo, algunos los distinguen: primero, porque el obispo va siempre en singular en las cartas pastorales. Segundo, porque las cualidades y las funciones del obispo parecen sobrepasar a las de los presbíteros. Tercero, porque el obispo representa a toda la Iglesia, especialmente con relación a los de fuera. Así se explica que algunos hayan creído que el obispo era el presidente de todo el cuerpo presbiteral, afirmación que no es fácil demostrar ni refutar. En todo caso es cierto que tanto Timoteo como Tito están siempre por encima de los presbíteros, del obispo y de los diáconos. Ellos encarnan al actual obispo monárquico.

 

6) Santiago, el hermano del Señor.—En Jerusalén aparece siempre como suprema autoridad local Santiago, el hermano del Señor. Es el caso más claro del obispo residencial. No es tan claro que se trate de uno de los Doce, como generalmente se afirma, o de un simple pariente del Señor elevado a la dignidad episcopal. Nosotros creemos que era realmente uno de los Doce. Sólo así se explica la autoridad que ejerce en medio de los mismos Doce. El respeto que le tenía el propio San Pedro. Sin hablar de San Pablo, en cuya psicología e historia apostólica pesa tanto.

La razón que suele alegarse para excluir a Santiago del colegio de los Doce está tomada de Io 7,5 y de Mc 3,21. Los Doce vienen contrapuestos a los parientes del Señor. Los Doce, se dice, creían en Jesús. Los parientes no creían. Preguntamos nosotros: ¿cómo debe entenderse el sujeto de los que creen y de los que no creen? No se puede demostrar que el Evangelio afirme que los Doce creían sin excepción, ni que los parientes no creían sin excepción. Basta para explicar el texto sagrado que la mayor parte de los Doce creyeran y que muchos de los parientes no creyeran.

 

7) El ángel de la Iglesia.—En el libro del Apocalipsis, las siete Iglesias están simbolizadas por los siete candeleros, entre los cuales aparece el Hijo del Hombre. Los ángeles de las Iglesias se simbolizan por las siete estrellas que lleva Cristo en su mano derecha (1,20).

¿Quiénes son estos ángeles? Desde luego, no se trata ni de los mensajeros o legados que envían las Iglesias ni de los que se envían a las Iglesias. Todo hace pensar que se trata de los jefes que presiden y representan a las Iglesias. San Agustín los identifica con el obispo residencial. Le siguen muchos exegetas. El Apocalipsis se inspira en el libro de Daniel, donde los superiores son llamados ángeles (Dan 12,3). En Malaquías 2,7 el sacerdote es llamado «ángel del Señor de los ejércitos».

 

Conclusión

En la Iglesia, como se refleja en la historia bíblica, existen diversidad de nombres para expresar la autoridad sagrada que encarnan determinados miembros entresacados del común de los fieles. Al lado de los Doce, que poseen la plenitud de la autoridad mesiánica, están los otros llamados apóstoles, que controlan a los obispos, presbíteros y diáconos. El que más semejanza tiene con el obispo actual es Santiago, hermano del Señor. Si no pertenecía a los Doce, tenemos aquí un ejemplo claro del obispo residencial. Los ángeles de las siete Iglesias también nos orientan hacia el obispo monárquico. Los Doce han repartido entre sus colaboradores los poderes que no eran puramente personales y que, por su misma naturaleza, debían permanecer en la Iglesia: gobierno, magisterio y santificación.

 

PARTE II.—EXPOSICIÓN TEOLÓGICA
Por Joaquín Salaverri, S. I.

En el número 20 de la constitución Lumen gentium se propone la doctrina de la sucesión apostólica de los obispos; doctrina de capital importancia, dado que en ella se funda la propia y superior autoridad de los obispos en la Iglesia1 .

 

El Concilio de Trento, en la sesión 22 sobre la institución del sacrificio eucarístico, enseña: «Como no se había de extinguir el sacerdocio de Cristo con su muerte, nuestro divino Redentor, en la última cena, para dejar a su amada Esposa, la Iglesia, un sacrificio visible, que representara al suyo en la cruz y perpetuara su memoria hasta el fin de los siglos..., ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino, y los entregó para que los tomaran a sus apóstoles, a quienes constituyó entonces sacerdotes del Nuevo Testamento, mandándoles a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio que los ofrecieran, con estas palabras: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19). Y el mismo Concilio, en la sesión 23, sobre el sacramento del Orden, añade que, «instituyendo el cargo sacerdotal, el divino Salvador dio a los apóstoles y a sus sucesores en el sacerdocio la potestad de consagrar, ofrecer y administrar su cuerpo y sangre» en la Eucaristía 2 .

 

Según estas enseñanzas de Trento, se puede decir que todos los sacerdotes son ciertamente sucesores de los apóstoles en el sacerdocio, y que en esta sucesión apostólica va expresada su excelsa dignidad sacerdotal; dignidad que el Concilio Vaticano II, por su parte, explicó diciendo: «El don espiritual que los presbíteros reciben en su ordenación los prepara no para una limitada y restringida misión, sino para la amplísima y universal misión salvadora hasta los confines de la tierra (Act 1,8), dado que cualquier misión sacerdotal participa de la misma universal amplitud de la misión que Cristo encomendó a los apóstoles» 3 .

 

Sin embargo, el mismo Vaticano II rectamente advierte que los «presbíteros participan del cargo de los apóstoles en la parte que les es propia», o sea como «cooperadores del orden episcopal» 4 . Y la razón es porque en ellos esa sucesión apostólica se refiere al poder de «consagrar, ofrecer y administrar el cuerpo y sangre del Señor» sacramentado, y no es tan plena como la de los obispos, a los que en la consagración episcopal se les confiere la plenitud del sacramento del Orden, como el mismo Vaticano II expresamente enseña5 .

 

De esta más plena sucesión apostólica trata el número 20 de la constitución Lumen gentium, y las cosas que en él enseña se pueden reducir a las siguientes: 1.a De la perennidad e identidad de misión síguese la sucesión. 2.a Por la tradición sabemos que esos sucesores son los obispos. 3.a Indole ministerial de los sucesores. 4.a Como perdura el sucesor de Pedro, así perdura también la sucesión de los apóstoles en el orden episcopal. 5.a Conclusión: Por institución divina, los obispos suceden a los apóstoles como pastores de la Iglesia.

 

1.a De la perennidad e identidad de la misión, síguese la sucesión 6

1) La perennidad.—La voluntad divina de la sucesión apostólica nos la reveló Cristo, más que con frases explícitas, en el sentido eminentemente profético de sus palabras institucionales, con el carácter de perennidad que imprimió a la obra realizada con sus discípulos, pero destinada a la salvación de todos los hombres 7 . La obra de Cristo es aquel pusillus grex formado por cl Maestro con sus discípulos, pero al que Dios se ha dignado confiar su reino universal (Lc 12,22); es como un diminuto grano de mostaza, pero destinado a desarrollarse inmensamente, para acoger en sus ramas a todas las aves del cielo (Mt 13,31); la Iglesia, en fin, es aquella heredad del Padre de familias, tan dilatada como el mundo (ager autem est mundus), en la que el Hijo del hombre, con la ayuda de sus ángeles o enviados, ha de sembrar su buena semilla y ha de cuidar de que el buen trigo de su siembra no perezca, hasta su final recolección en la consumación de los siglos (Mt 13,37-43). Tal es la profunda razón de la perennidad que indica el Concilio diciendo: «El Evangelio, que han de transmitir los apóstoles, es para la Iglesia de todos los tiempos principio de toda vida».

 

La misma perennidad la halla el Concilio expresada explícitamente en las palabras del Salvador en su mandato misional definitivo: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced mis discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándolas a guardar todas las cosas que os he mandado; y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,18-20). La misma intención de perennidad salvadora la manifestó el Señor en otras ocasiones. Así, en la solemne cena pascual con sus discípulos les mandó que en memoria suya hiciesen ellos aquello mismo que acababa de hacer El, hasta su segunda venida al fin de los tiempos; y lo que El había hecho fue ofrecer de presente al Eterno Padre el sacrificio de la «sangre del Nuevo Testamento en remisión de los pecados» de los hombres 8 .

 

Esa perennidad y universalidad salvadora era lo más característico y propio de la misión que Cristo recibió del Padre, como El mismo lo expresó con palabras inequívocas, que el apóstol San Juan nos transmitió en sus escritos: «Porque así amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en El no perezca, sino obtenga la vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para que condene al mundo, sino para que el mundo se salve por El. Porque yo descendí del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió... Ahora bien, la voluntad de mi Padre, que me envió, es ésta: que todo el que ve al Hijo y cree en El obtenga la vida eterna y yo le resucite en el último día» 9 .

 

De esa perennidad y universalidad salvadora hizo Cristo partícipes a sus apóstoles, confiándoles la misión recibida del Padre en beneficio de la humanidad, ya que, según San Pedro, «en ningún otro hay salvación, ni existe debajo del cielo otro nombre dado a los hombres por el cual debamos salvarnos» (Act 4,12). Y de aquí arranca la otra razón de la que también se sigue por necesidad la sucesión.

 

2) La identidad de misión exige la sucesión. El mismo San Juan nos habla de esa identidad de misión, transmitiéndonos las palabras con las que el divino Maestro se dignó revelarla: «Como me envió a mí el Padre, así yo os envío a vosotros» (Io 17,18; 20,21). Y explicando el contenido de esta misión, que confiaba a sus discípulos, les recuerda cómo les comunicó la misma doctrina, el mismo mandato, el mismo oficio que Cristo en cuanto hombre había recibido del Padre, para que después de su Ascensión continuaran ejerciendo la misma misión mesiánica en los aspectos que tiene de humana y sensible 10 . Esta identidad de misión, fundada en su perennidad y deducida de los mismos pasajes de San Juan, la afirmó vigorosamente León XIII, diciendo: «Como era necesario que el cargo divino de Cristo fuese perenne y perpetuo, por eso reunió en torno a sí algunos discípulos de sus enseñanzas y los hizo partícipes de su potestad. Porque en la Iglesia que constituyó y al instituirla, ¿qué es lo que se propuso y quiso Cristo? Se propuso y quiso transmitirla, para que se continuara en ella el mismo cargo, el mismo mandato que El había recibido del Padre. Esto lo prometió primero y después lo realizó» (Io 17,18; 20,21)11 . Como es evidente, esta identidad perenne no puede entenderse de las personas físicas de sus discípulos, porque todos habían de morir, sino que se entiende de la identidad moral y jurídica que se da en la sucesión, que es la sustitución de sujetos en el desempeño de un cargo, sin cambio alguna de los derechos y obligaciones s del mismo cargo. De esta suerte, los discípulos fueron encargados por Cristo, a perpetuidad, de transmitir sus enseñanzas, de urgir sus mandatos y de administrar sus sacramentos, de tal manera que «el que a ellos oyese y recibiese le oiría y recibiría a El, y lo que ellos decidiesen o mandasen sería decisión o mandato del mismo Dios, pues no habían de ser meramente ellos los que hablarían o actuarían, sino que el mismo Espíritu del Padre hablaría y actuaría en ellos» 12 .

 

La misma identidad perenne la expresa el Salvador, revelando a sus discípulos que El mismo y su divino Espíritu habían de continuar en ellos y por ellos ejerciendo sin interrupción esa misión redentora. La perspectiva del Mesías, que hablaba a sus apóstoles, y la autoridad del Hijo de Dios, que daba a sus promesas un valor de verdad definitiva, era una perspectiva eminentemente profética y una autoridad formalmente divina, por las que es imposible dudar de su perfecta realización y continuación hasta el fin de los siglos. «Como me envió el Padre, así yo os envío a vosotros a predicar el perdón de los pecados y la penitencia a todas las naciones. Esperad en la ciudad hasta que seáis revestidos de la virtud de lo alto; porque voy a enviaros el Paráclito, el prometido del Padre, el Espíritu de verdad, para que os enseñe y recuerde todas las cosas que yo os he dicho y para que permanezca con vosotros y more en vosotros para siempre. Y he aquí que también yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos. De suerte que, después de recibir la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaria y hasta en los últimos confines de la tierra» 13 .

 

Estos tan insistentes mandatos y pronósticos del Salvador no sólo expresan su voluntad decisiva de que sus discípulos continuaran ejerciendo hasta el fin del mundo la misión salvadora que El había recibido del Padre, sino que además nos manifiestan que la misión de los apóstoles y sus sucesores es la verdadera continuación y prolongación directa de la misma misión de Cristo, en cuanto que El por sí mismo y por su divino Espíritu la seguirá ejerciendo sin interrupción, aunque invisiblemente, por medio de ellos. De esta suerte, la identidad de la misión perenne se extiende hasta su mismo ejercicio, de modo que el valor y la eficacia de la actuación visible de sus enviados y ministros procederán del influjo real y perenne del Paráclito y del mismo Cristo, autores primarios o principales de la docencia, del sacerdocio y del régimen visibles de sus representantes. De esta suerte y hablando con propiedad, no hay en la Iglesia más que una sola misión, la del Hijo del hombre, que El ejerció invisible y visiblemente por sí mismo durante su vida mortal, y que después de su Ascensión sigue ejerciendo en todo lo que esa misión tiene de divino, principal e invisible, dejando tan sólo a los hombres, sus enviados hasta el fin de los siglos, el ejercicio de lo que la misma misión tiene de humano, ministerial y sensible 14 . En esto hay verdadera sucesión entre los apóstoles y sus legítimos continuadores. Pero el mismo Cristo no tiene ni puede tener sucesión en el ejercicio de sus poderes más excelsos, cuales son su poder de autoridad y su poder de excelencia. No puede tener sucesión en el poder de autoridad, porque le corresponde a El en cuanto Dios y es incomunicable a la criatura. Tampoco tiene sucesión en el poder de excelencia, porque le corresponde a Cristo en cuanto hombre unido hipostáticamente a la divinidad, lo cual sólo y exclusivamente fue concedido a Cristo. Sin embargo, el ejercicio de esos dos excelsos poderes, privativos de Dios y del Hombre-Dios, tienen por fuerza que acompañar el ejercicio visible y humano de las potestades mesiánicas, por los efectos sobrenaturales y de orden divino que producen 15 .

 

3) El misterio en la sucesión apostólica—De lo que acabamos de exponer se deduce que, por institución divina, la sucesión apostólica no es más que la perduración del mismísimo cargo divino-humano de los apóstoles en sus sucesivos y legítimos poseedores hasta el fin de los tiempos, en lo cual se contiene suficientemente expresado el verdadero misterio contenido en la sucesión apostólica. Este misterio consiste sobre todo en la admirable, continuada y perenne inmanencia activa de Cristo, Cabeza del Cuerpo místico, y de su Espíritu, alma de la Iglesia, en los órganos humanos y visibles de su obra redentora. Porque esta obra de salvación de los hombres, en su fase terrena, por disposición de Dios, se ha de iniciar humanamente y perfeccionar en lo posible por la predicación, los sacramentos y la dirección autorizada de los pastores visibles, ministros de Cristo, que sigue ejerciendo continuamente su oficio ineludible del buen Pastor, Príncipe de los pastores y Obispo de nuestras almas 16 . Esa iniciación y perfeccionamiento visibles no serían sobrenaturalmente eficaces si no los consumara invisiblemente la acción santificadora y divina del mismo Cristo y de su santo Espíritu.

 

La misteriosa inmanencia divina en los ministros sagrados, de que venimos hablando, la enseñó inequívocamente el divino Maestro cuando dijo: «En aquel día (después de recibir la efusión del Paráclito en Pentecostés) conoceréis que vosotros estáis en mí y yo en vosotros, y que el Espíritu Santo permanecerá con vosotros y estará también en vosotros». «En aquella hora se os dará lo que habéis de hablar; porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros» 17 .

 

Esta inmanencia real del mitente en el enviado es característica y exclusiva del concepto de misión sobrenatural, ejercida primero por Cristo y transmitida después a sus apóstoles plenipotenciarios. Esta nota singular de inmanencia nos es conocida sólo porque el mismo Jesucristo se ha dignado revelárnosla, insistiendo en ella de varias maneras en las instrucciones a sus discípulos:

 

«El que me envió está conmigo y no me ha abandonado. No estoy solo, sino que soy yo y el que me ha enviado». «Aquel a quien Dios envió, habla las mismas palabras de Dios». «No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros». Y, por eso, «el que os oye a vosotros a mí me oye, y el que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que a mí recibe, recibe al Padre, que me envió» 18 .

 

Aunque el Salvador parece hablar de la misma manera de la inmanencia del Padre en El y de la suya en sus enviados, sin embargo, la analogía de la fe, el dogma y la teología explican la diferencia esencial que existe entre esas inmanencias; porque la del Padre en Cristo es sustancial, no así la de Cristo en sus enviados, que son puros hombres. De esta divina inmanencia activa era consciente también San Pablo cuando escribía: «No me atrevo a hablar de aquellas cosas que no hace por mí Cristo para obtener la obediencia de las gentes, de palabra y obra, en la fuerza de señales y prodigios, en la virtud del Espíritu Santo». «Porque no adulteramos la palabra de Dios, sino que con sinceridad hablamos como (lo recibirnos) de Dios, en presencia de Dios, en Cristo (sed sicut ex Deo, coram Deo, in Christo loquimur)». «Y es que no nos sentimos suficientes para pensar algo por nosotros como nuestro, sino que nuestra suficiencia nos viene de Dios, que nos ha hecho idóneos ministros del Nuevo Testamento, no con la letra, que mata, sino con el Espíritu, que vivifica».

 

«¿Por ventura intentaís conocer por experiencia cómo en mí habla Cristo?» 19 .

Existe, como es sabido, una inmanencia vital y santificadora del Hijo y del Espíritu Santo juntamente con el Padre en las almas en gracia. A ella se refería principalmente Cristo en su bella comparación de la vid y los sarmientos, exhortándonos «a que permanezcamos en El y El en nosotros, porque sin El nada podemos hacer». A la misma inmanencia santificadora aludía, sin duda, el divino Maestro cuando, dirigiéndose al Padre en su oración sacerdotal de la última Cena, decía: «Rogo ut omnes unum sint, sicut tu Pater in me et ego in te, ut et ipsi in nobis unum sint... ut sint unum sicut et nos unum sumus Ego in eis et tu in me ut sint consummati in unum»20 .Esta inmanencia santificante es la que se consuma en la vida de fe principalmente por la Eucaristía, según aquella promesa del Salvador: «El que come mi carne y bebe mi sangre, ése está en mí y yo en él» 21 .

 

La inmanencia que pudiéramos llamar potestativa o ministerial, sin ser de suyo necesariamente santificadora, sin embargo, no es menos real y activa que la de santificación. Es la que se da en los ministros jerárquicos, en virtud de la cual «se les da a conocer lo que han de hablar; porque no son ellos los que hablan, sino el Espíritu del Padre, que habla en ellos», de modo que puedan expresar aun aquellas cosas que exceden su capacidad natural, como excedían la de los apóstoles, los cuales antes de recibir al Paráclito «no podían entender muchas cosas que les quería manifestar el Maestro, pero sí después, porque el mismo Espíritu de verdad les había de enseñar toda la verdad» 22 .

 

De esta suerte, la verdadera naturaleza de la sucesión apostólica no es meramente de índole jurídica y humana, sino más bien teológica, por estar plenamente bajo el influjo principal o asistencial del mismo Dios. Este divino influjo la eleva a un orden muy superior al puramente humano y jurídico, pues hace de la serie de los sucesores cono un órgano visible por medio del cual se continúa ejerciendo en la Iglesia, de un modo permanente y a perpetuidad, la acción invisible y soberana que procede de Cristo, Cabeza del Cuerpo místico. Las fuentes evangélicas y el catolicismo con ellas no quitan nada de lo que tiene de verdad el influjo sobrenatural, que llaman «vertical» y «directo», sobre las almas y las facultades humanas de todos y cada uno de los creyentes «ad obediendum fidei» (Rom 1,5); pero, además, reconoce el influjo no menos verdadero y evangélico, llamado «horizontal» y «mediato», que el mismo Dios ejerce en los mismos fieles por medio de sus ministros jerárquicos.

 

En tiempos anteriores, las iglesias evangélicas tenían dificultad en aceptar esta verdad. Al presente, desde que un sano ecumenismo viene ejerciendo influjo muy saludable en sus mentalidades, ya no faltan autores destacados que en lo sustancial aceptan esta doctrina, como, por ejemplo, el profesor de la Universidad de Upsala y miembro de la Iglesia evangélica de Suecia, Olof Linton, que resume sus investigaciones neotestamentarias sobre esta materia en tres afirmaciones, que son las siguientes: «1.a El cargo (Amt) neotestamentario incluye en sí la participación en el servicio y autoridad de Cristo. 2.a El cargo neotestamentario está condicionado por su consonancia (Zusammenklang) con Cristo y con el Espíritu Santo. 3.a El cargo neotestamentario incluye en sí el servicio (Dienst) a los hermanos» 23 . Como se puede apreciar, estos asertos significan un positivo acercamiento a la doctrina católica.

 

4) El proceder de los apóstoles comprueba la misma doctrina.— Fieles a las exigencias de la institución divina, los apóstoles, por necesidad, habían de proceder, y de hecho procedieron desde el principio, a la designación de sus cooperadores y continuadores en el ejercicio de su cargo pastoral. En las fuentes aparecen en primer lugar designados los siete diáconos como cooperadores de los apóstoles, a fin de que ellos quedasen más libres para dedicarse «a la oración y al ministerio de la predicación». Los nombres de esos siete están consignados en los Hechos de los Apóstoles y a dos de ellos, Esteban y Felipe, los vemos dedicados a la obra importantísima de la propagación del Evangelio, sobre todo entre los gentiles; razón por la cual estos diáconos fueron escogidos de entre «los hermanos de mejor fama y llenos del Espíritu Santo y de sabiduría», pues habían de desempeñar funciones propias de los mismos apóstoles 24 .

 

También en Jerusalén aparecen los llamados presbíteros cooperadores de los apóstoles, y de tan alta categoría que entraron a deliberar con los apóstoles para decidir la cuestión gravísima resuelta en el llamado Concilio de Jerusalén, y entraron no como meros consejeros, sino con autoridad, y por eso encabezaron con los apóstoles ("Apostoli et Seniores") el decreto enviado y promulgado en todas las demás iglesias 25 . No sin fundamento, el probado exegeta Pablo Gaechter ha planteado el problema de saber si esos presbíteros y diáconos, de que hablan los Actos de los Apóstoles, tenían o no las facultades episcopales propiamente dichas, aunque en vida de los apóstoles fuesen en realidad de verdad sus colaboradores 26 .

 

Por su parte, el apóstol San Pablo, en sus correrías apostólicas, dejaba al frente de las iglesias por él fundadas presbíteros, a los que, reunidos en Mileto, en un discurso de despedida antes de partir para Jerusalén, temiendo que las insidias de los judíos no le permitirían volver a verlos, les exhortó encarecidamente a que perseverasen fieles a la obra de predicación y de ministerio pastoral que les había encomendado, diciéndoles: «Sabéis que sin subterfugios os anuncié todos los designios de Dios. Atended, pues, a vosotros y a toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os constituyó obispos para apacentar la Iglesia de Dios, que adquirió con su sangre». Después de anunciarles las insidias y disensiones que habían de sobrevenirles, añade que «por eso sean vigilantes y recuerden cómo durante tres años, de noche y de día, no había cesado de amonestar con lágrimas a cada uno de ellos. Y ahora os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que es poderoso para edificar y dar la herencia a todos los santificados» 27 .

 

En estas palabras aparece el intento de Pablo de encomendar totalmente las iglesias a aquellos presbíteros, que considera como verdaderos pastores «de toda la grey» y como «obispos encargados de apacentar la Iglesia de Dios», después de la desaparición del Apóstol. Por su parte, San Pedro consideraba a los presbíteros como verdaderos pastores, equiparables al apóstol y responsables ante el que llama «Princeps Pastorum» 28 .

 

Correlativamente a estos encargos que los apóstoles hacen a los presbíteros, exhortan a los fieles a que sean dóciles y sumisos a los que «les presiden y trabajan entre ellos en el Señor», a los cuales Pablo llama también «obispos y diáconos», de los cuales da varios nombres, mencionando entre ellos a Marcos, Epafras, Tíquico, Demás, Lucas, Crescente, Tito y otros, a los que además encomendaba sus embajadas a otras iglesias lejanas 29 .

 

Además advierte el Concilio que a estos cooperadores los apóstoles, «a modo de testamento, les encargaban de consolidar la obra por ellos comenzada, a fin de que la misión apostólica, recibida de Cristo, continuase después de su muerte». Este pensamiento ya hemos visto cómo está incluido e inculcado por Pablo en el pasaje citado del discurso de Mileto. La misma preocupación aparece insistentemente en las llamadas «epístolas pastorales» del Apóstol de las Gentes. A Tito le dice que le «dejó en Creta para que supla lo que falta y para que corrija y constituya presbíteros (u obispos) en las distintas ciudades», cosas éstas que eran de las más propias del cargo apostólico. A Timoteo, después de instruirle al detalle de las condiciones que han de tener los que se designen para obispos, diáconos o presbíteros, y de lo que ha de procurar que sean los jóvenes, las viudas y los demás fieles, le dice expresamente: «Todo esto te lo escribo a fin de que, faltando yo, sepas cómo es necesario que procedas y actúes en la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad». Al mismo Timoteo, con el afecto y emoción del que sabe que es inminente su muerte, le dice: «Y tú, hijo mío, afiánzate en la gracia que es de Cristo Jesús, y lo que oíste de mí, comprobado con muchos testimonios, eso mismo encomienda a los hombres fieles, que sean idóneos para enseñar a los demás... Entiende lo que te digo: el Señor te dará en todas las cosas inteligencia...; cuida solícitamente hacerte digno de la aprobación de Dios, un operario que no tenga de qué avergonzarse y que sabe tratar rectamente la palabra de la verdad... Tú has comprendido mi doctrina, mi modo de proceder, el fin que me he propuesto, mi fe, longanimidad, amor y paciencia... Persevera en lo que has aprendido y te ha sido encomendado... Te conjuro en la presencia de Dios y de Jesucristo, que ha de juzgar a los vivos y a los muertos al tiempo de su venida en su reino, que prediques la palabra (de Dios), que instes oportuna e importunamente; reprende, ruega, exhorta con toda paciencia y doctrina... Sé vigilante y trabaja en todo, haz labor de evangelista, cumple tu ministerio, sé sobrio. Porque yo ya estoy a punto de ser inmolado y se acerca el día de mi muerte. He combatido con valor, he concluido mi carrera, he guardado la fe. Nada me resta sino aguardar la corona de justicia que me está reservada, y que me dará el Señor en su día como justo juez» 30 . El pensamiento de San Pablo en los pasajes que acabamos de mencionar incluye de manera inequívoca la plena realidad de su sucesión apostólica.

 

Por eso, con sobrada razón, el Concilio no duda en hacer suyas, como legítima conclusión de la doctrina del Apóstol, aquellas palabras solemnes de Clemente Romano, discípulo del mismo Apóstol, en las que ve formulada la ley divina de sucesión apostólica: «Los apóstoles han sido constituidos por Cristo nuestro Señor los predicadores del Evangelio a los hombres. Por eso, recibido el mandato, con la plena certeza y confirmación de la palabra de Dios, que les dio la resurrección de Cristo, se dedicaron a anunciar el advenimiento del reino de Dios, con la segura confianza que el Espíritu Santo les infundía. Predicando de esta suerte la palabra de Dios por regiones y ciudades, de las primicias de la fe, comprobadas por el espíritu, constituyeron obispos y diáconos de los creyentes y dieron orden de que, cuando ellos muriesen, les sucediesen en su ministerio otros probados varones» 31 .

 

2.a La Tradición dice que esos sucesores son los obispos

De lo expuesto hasta aquí vemos que la institución divina de la sucesión apostólica en las divinas Escrituras o se halla implícitamente contenida o al menos de ellas se deduce lógicamente. Para hallar la afirmación formal y explícita de esa doctrina nos es necesario recurrir a los monumentos de la Tradición apostólica. Así lo hace también el Concilio al hablar de que los obispos en particular son aquellos, de todos los continuadores de los apóstoles, en los cuales se realiza en la Iglesia la ley divina de sucesión apostólica 32 .

 

1) Clemente Romano e Ignacio Antioqueno nos ofrecen los testimonios de la Tradición más cercanos a los apóstoles, de suerte que pueden considerarse como inmediatos continuadores de ellos. San Clemente en su exposición procede del principio general de que en la Iglesia todo se ha de hacer según la ordenación de Dios, «el cual por su misma soberana voluntad determinó dónde y por quiénes quiere que los oficios sagrados se celebren». A continuación compara la jerarquía por ordenación de Dios establecida en el Viejo Testamento con la de la Nueva Ley, y afirma: «Jesucristo fue enviado por Dios, y los apóstoles fueron constituidos predicadores del Evangelio por Jesucristo, Señor nuestro. Por consiguiente, estas dos cosas, Cristo enviado por Dios y los apóstoles por Cristo, ambas se hicieron por ordenación y por voluntad divina. Por su parte, los apóstoles, en virtud del mandato recibido..., con la confianza cierta que el Espíritu Santo les infundía, constituyeron obispos y diáconos de los creyentes a los convertidos que hallaron comprobados por el espíritu. De esta suerte perfectamente informados, constituyeron los cargos dichos y dieron orden para que, cuando ellos muriesen, les sucedieran en el ministerio otros probados varones» 33 .

 

Si en este pasaje el prenombre ellos designa a los apóstoles, como creen algunos autores, entonces el texto expresaría más explícitamente la sucesión apostólica; pero si ese «ellos» son los ministros designados por los apóstoles como «obispos y diáconos», entonces la sucesión apostólica sólo se puede deducir con suficiente certeza de todo el tenor del pasaje de San Clemente. De todas suertes, el Concilio se abstuvo de decidir esta duda 34 , y aduce el texto, primero tomo fiel conclusión de la doctrina de la Escritura, volviendo ahora a citarlo como puente de transición o lazo de unión con los testimonios directos de la Tradición que siguen.

 

San Ignacio Antioqueno, en sus preciosas cartas, ya nos habla de los obispos en sentido propio y estricto, como distintos de los presbíteros, mencionando insistentemente juntos, unidos y subordinados entre sí a los obispos, presbíteros y diáconos, como los tres grados de una misma jerarquía, en la que un solo obispo está acompañado y tiene a sus órdenes a varios presbíteros y diáconos en plural; de modo que al obispo le atribuye plena autoridad sobre los demás, tanto simples fieles como diáconos o presbíteros 35 .

 

Además, es de notar que añade la razón por la que al obispo con insistencia lo compara al Padre o a Cristo, como superiores a las otras personas con las que compara a los presbíteros y diáconos, lisa razón la expresa diciendo: «Os exhorto que procuréis proceder en todas las cosas con la concordia de Dios, presidiendo el obispo en lugar de Dios, y los presbíteros en lugar del senado apostólico, y los diáconos, para mí tan queridos, como los que tienen encomendado el ministerio de Jesucristo». Y la razón por qué «el obispo debe ser reverenciado por todos es porque, así como aquel a quien el Padre de familia envía para gobernar la familia debe ser recibido como el mismo que le envía, así es manifiesto lo necesario que es recibir al obispo como el mismo Señor. De suerte que, para vivir según la verdad, conviene no oír a otro sino a él, ya que por él, en realidad, habla Jesucristo a los fieles» 36 .

 

Esas afirmaciones de Ignacio son suficientemente explícitas. Su fuerza es aún más convincente si se leen en el contexto pleno de sus cartas. De lo que acabamos de citar consta que, según él, se puede decir de los obispos lo mismo que Cristo decía de los apóstoles: «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que a vosotros oye, a mi me oye» (Mt 10,40; Lc 10,16); lo cual obtiene su pleno sentido si a los obispos se les reconoce la misma autoridad de los apóstoles, como sus legítimos sucesores. De ahí la insistencia con que San Ignacio recalca la obligación de obediencia plena al obispo: «Obedeced todos al obispo, como Jesucristo obedeció al Padre, y al presbiterio como a los apóstoles. A los diáconos reverenciadlos, conforme al mandato de Dios. Separadamente del obispo, nadie haga cosa alguna de aquellas que pertenecen a la Iglesia. En dondequiera que estuviere el obispo, allí esté a su lado la multitud (de los fieles), del mismo modo que donde está Cristo Jesús, allí está la Iglesia católica. Sin el obispo no es lícito ni bautizar ni celebrar el ágape (eucarístico). Todo lo que él aprobare, eso es conforme al beneplácito de Dios, a fin de que sea firme y válido todo lo que se hace» 37 .

 

2) Ireneo y Tertuliano nos ofrecen ya explícitamente la doctrina y la terminología de la sucesión apostólica de los obispos. San Ireneo, rebatiendo las pretensiones infundadas de los gnósticos, dice: «Si los apóstoles tuvieran misterios escondidos para comunicarlos secreta y exclusivamente a los iniciados o perfectos (tal era la pretensión gnóstica), se los hubieran comunicado ante todo a los obispos, a los que encomendaban las mismas iglesias, ya que querían que fuesen muy perfectos e irreprensibles en todas las cosas aquellos que dejaban por sucesores suyos, entregándoles su mismísimo puesto de magisterio (quos et successores relinquebant, suum ipsorum locum magisterii tradentes)».

 

No contento con eso, desciende a detalles más concretos, y afirma que puede dar los nombres de aquellos «que los apóstoles hicieron obispos y sus sucesores hasta los días de Ireneo». Advierte, sin embargo, que, si no lo hace, es «porque resultaría muy prolijo enumerar en el libro que escribía las sucesiones de todas las iglesias; por lo cual se contenta con transmitirnos la de la iglesia máxima, antiquísima y de todos conocida, fundada y constituida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo, la cual posee la tradición recibida de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres, transmitidas por las sucesiones de los obispos hasta nosotros» 38 . A continuación, uno por uno nos da los nombres de los que como obispos sucedieron a Pedro y Pablo en la Iglesia romana hasta Eleuterio, contemporáneo de Ireneo en los días en que componía su libro. Por esta muestra ya nos es fácil ver con la máxima exactitud el sentido en que Ireneo entendía la que llamaba «sucesión apostólica de los obispos», que era en el más propio sentido que se conserva en la doctrina del catolicismo. Por ese modelo podernos ya adivinar lo que serían las sucesiones de las demás iglesias apostólicas, que Ireneo nos dice que se halla en grado de enumerar y que referiría si los límites del libro no se lo desaconsejasen. Esas sucesiones serían, por lo menos, las de las iglesias que el mismo Ireneo menciona; tales son las de Germania, de los iberos, de los celtas (en la Galia), del Oriente, de Egipto, de la Libia y del «mundo intermedio» 39 .

 

Tertuliano, aunque varía algo en la terminología, en el pensamiento de la sucesión apostólica de los obispos, entendida en sentido estricto, se halla en perfecto acuerdo con San Ireneo. Arguyendo vigorosamente contra los herejes, les dice: «Si algunas herejías se atreven a inscribirse en la edad apostólica, y de ahí pretenden ser transmitidas por los apóstoles, porque existieron bajo ellos, les podemos decir: Publiquen, pues, los orígenes de sus iglesias; desarrollen el orden de sus obispos, procediendo por las sucesiones desde el principio, de manera que el primero de sus obispos haya tenido por autor o antecesor a alguno de los apóstoles o de los varones apostólicos que haya perseverado fiel a los apóstoles. Así es como las iglesias apostólicas hacen sus censos». Menciona a la de Esmirna y a la Romana, y continúa: «Ciertamente también las demás presentan a aquellos que, constituidos en el episcopado por los apóstoles, son los transmisores de la simiente apostólica (apostolici seminis tradices habent). Inventen algo semejante los herejes» 40 .

 

Entre las iglesias apostólicas que presentan su sucesión a partir de los apóstoles menciona Tertuliano, además de las de Roma y Esmirna, las de Corinto, Filipos, Tesalónica y Efeso. Y, elevando el tono al terreno de los principios, enuncia la ley divina de sucesión apostólica casi con los mismos términos con que la hemos visto enunciada por San Clemente de Roma: «La verdad se nos ha de adjudicar a nosotros los que caminamos sobre aquella regla que fue transmitida a la Iglesia por los apóstoles, a los apóstoles por Cristo y a Cristo por Dios». De donde concluye victorioso: «Si esto es así, consta de la certeza de lo que afirmamos, a saber, que no se deben admitir los herejes a deliberar sobre las Escrituras, porque sin las Escrituras demostramos que no pertenecen a las Escrituras. Porque, si son herejes, no pueden ser cristianos, y los no cristianos ningún derecho tienen para entender las Escrituras. Con razón les hemos de decir: ¿Quiénes sois? ¿Cuándo y de dónde venís? ¿Qué estáis sembrando y apacentando aquí a vuestra voluntad? Mía es la posesión; la poseo con anterioridad; tengo firmes los originales de los mismos autores de los que fue la cosa. Yo soy el heredero de los apóstoles» 41 . De este modo, Tertuliano añade a las nociones de sucesión de sus predecesores el concepto de herencia, que es la sucesión de distintos poseedores en la misma heredad, sin cambio alguno de derechos y obligaciones. Este es el concepto estricto de sucesión que certeramente Tertuliano aplica a los obispos con relación a los apóstoles.

 

3) Eusebio de Cesarea, aunque el Concilio en este número no lo cita, sin embargo es el mejor complemento y confirmación de la doctrina sobre la sucesión apostólica de Ireneo y Tertuliano. Lo que Ireneo dice que podía hacer y Tertuliano afirma que se podía ir a verificar en las distintas iglesias es lo que Eusebio se propuso consignar en su Historia eclesiástica con los datos positivos escritos que tenía a su disposición en las riquísimas bibliotecas de Alejandría y de Cesarea de Palestina. En su Historia se demuestra el mejor conocedor de la literatura eclesiástica de los tres primeros siglos; por eso su testimonio es de la mayor autoridad, dado que es fidelísimo en las citas y no afirma sino lo que ellas contienen, entretejiendo los mismos textos a la letra 42 .

 

Las sucesiones de los santos apóstoles son, en la intención de Eusebio, el objeto primordial de los siete primeros libros de su Historia. Las primeras palabras con que comienza su obra nos manifiestan en síntesis el contenido de ella. Son las siguientes:

«Las sucesiones de los santos apóstoles, juntamente con los hechos que han ocurrido desde el nacimiento de nuestro Salvador hasta nuestros días» 43 . Esta idea la confirma al fin del libro séptimo, que es el último de historia propiamente dicha, pues los tres siguientes se reducen a narrar algunas de las cosas más interesantes contemporáneas al autor; por consiguiente, al fin de su Historia nos vuelve a decir: «En estos (siete libros) hemos descrito la materia de las sucesiones desde el nacimiento de nuestro Salvador hasta la destrucción de las iglesias en la persecución» (de Diocleciano, 303-311). Y como si esto no bastara, comienza el siguiente libro octavo diciendo: «Después de haber descrito la sucesión de los apóstoles en todos los siete (anteriores) libros...» 44 . De donde se deduce la capital importancia que tiene el tema de la sucesión apostólica en la Historia de Eusebio, y la posibilidad de hallar reflejado en ella, sobre el particular, el pensamiento de la Iglesia de los tres primeros siglos.

 

Reconocida la importancia del tema y conocedor Eusebio de su amplitud y de la dificultad de hallar sobre él los testimonios escritos que él desea, nos advierte hacia el fin del prólogo que «se dará por satisfecho: si logra salvar las sucesiones, si no de todos, al menos de los más ilustres apóstoles de nuestro Salvador, en aquellas iglesias que fueron las más célebres desde el principio» 45 . Esta primordial preocupación de recoger los datos escritos de las sucesiones apostólicas se manifiesta de nuevo cada vez que se le ofrece historiar la muerte de algún apóstol. Así, después de narrar los martirios de Pedro y Pablo, refiere a continuación la sucesión de Lino en la iglesia de Roma y dedica un capítulo a averiguar y mencionar «quiénes han sido tenidos por dignos de regir (poimainein) las iglesias fundadas por los apóstoles»; pero, ante la dificultad de hallar datos de muchos de los apóstoles, confiesa «que no le es fácil» cumplir su palabra; pero, con todo, vuelve a prometer, al fin del capítulo, «que en el decurso de la obra y a su debido tiempo anotará lo que hallare (escrito) de la sucesión de los apóstoles según las épocas» 46 .

 

Así lo hace, y basta leer los títulos de los capítulos del libro tercero, correspondiente al término de la época apostólica, para ver el interés con que Eusebio busca y anota las sucesiones de los apóstoles. Con todo, llegando al término de la época el que «el sagrado coro de los apóstoles consuma de diversas maneras los días de su vida y en la que desaparece la generación de los que merecieron escuchar con sus propios oídos la divina sabiduría», Eusebio no logra transmitirnos datos concretos y suficientes de las sucesiones sino de las iglesias de Roma, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, contentándose, bien a pesar suyo, con anotar algunos datos escasos de las iglesias de Efeso, Creta, Atenas, Hierápolis, Esmirna, Magnesia y Tralles, y en frase general atestigua «que entonces, y contemporáneos a los que menciona, fueron notables otros muchos que obtuvieron el primer orden de los apóstoles y continuaron edificando las iglesias fundadas por ellos» 47 .

 

Con esto no cumple Eusebio lo que nos había prometido, y la razón no es sólo la dificultad de recoger los datos que buscaba, sino la imposibilidad de hallarlos, como ingenuamente lo confiesa: «Siéndonos imposible mencionar por sus nombres a todos cuantos en las iglesias del orbe fueron pastores o evangelistas de la primera sucesión apostólica, justo es que, por lo menos, dejemos por escrito el recuerdo nominalmente de aquellos en cuyas obras ha llegado hasta nosotros la tradición de la doctrina de los apóstoles» 48 . Esta imposibilidad no impidió, sin embargo, que Eusebio siguiera considerando a las sucesiones de los apóstoles como el objeto primordial de su historia hasta el fin del libro séptimo sobre los comienzos del siglo IV. Con el mismo interés que en el libro tercero, sigue recogiendo cuidadosamente en los libros siguientes, hasta el séptimo inclusive, los datos que encuentra sobre su tema favorito, y por eso puede con razón afirmar en las últimas palabras del libro séptimo y en las primeras del octavo que, en cuanto le fue posible, nos «describe la sucesión de los apóstoles en los siete primeros libros» de su Historia 49 .

 

Si analizamos las cuatro sucesiones apostólicas que nos transmite íntegramente, las de Roma, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, observamos que en su contextura e ideología coinciden plenamente con la que Ireneo nos transmitió de Roma, con la diferencia de que Eusebio anota, además, el número de años que cada uno de los titulares sucesivos ocupó su cátedra, lo cual es un complemento que en nada modifica la doctrina misma sobre la sucesión apostólica de los obispos. Analizando, además, la terminología y la mentalidad que se ponen de manifiesto en esas cuatro listas completas y en los datos que anota de las incompletas de otras iglesias, vemos con evidencia que Eusebio recoge de la literatura de los tres primeros siglos de la Iglesia un pensamiento coincidente por completo con los que hemos hallado en Ireneo y Tertuliano 50

 

3.a Indole ministerial de la sucesión apostólica

La ministerialidad de los cargos de la Iglesia es una propiedad que el Concilio Vaticano II inculca con insistencia en todos sus documentos. Por eso no es extraño que también las recalque aquí, al hablar de los sucesores de los apóstoles, porque si el oficio de los apóstoles era esencialmente ministerial, el de sus sucesores, si han de ser sus continuadores sin cambio alguno en sus obligaciones y derechos, tiene por necesidad que ser ministerial 51 .

1) El derecho divino de la sucesión de los apóstoles se halla así incluido necesariamente en el concepto cristiano de ministerio. En los libros inspirados del cristianismo aparece manifestado el designio de Dios, por el que ha querido valerse perennemente de hombres elegidos como de instrumentos o auxiliares visibles de la acción, con que el mismo Señor ha dispuesto ser el que principalmente enseña, santifica y gobierna a sus fieles en la Iglesia hasta la consumación de los siglos.

 

Diakonos e hypêretês, son los términos que más frecuentemente designan la idea de ministerialidad. Hypêretês designa al remero de la nave a las órdenes al patrón, y expresa más bien la acción del auxiliar o asistente de otro. Así se llaman en el N. T. los ayudantes o asistentes de los reyes y otras personas de autoridad 52 . Por eso Marcos es llamado el hypêretês de Pablo y Bernabé, y lo mismo se designan los apóstoles por su oficio de predicadores auxiliares al mando de Cristo53 .

Diakonos es la palabra ordinaria que mejor expresa el matiz peculiar del ministerio cristiano. Verdad es que a veces se usa en sentido semejante al de hypêretês, para designar, por ejemplo, lo relativo a los convites 54 ; pero su sentido prevalente es el de una cooperación más íntima del sirviente con relación a su señor. Significa la prestación personal por la que se ayuda a otro para realizar los dos una misma acción. Así el diakonos incluye el concepto de cooperación como instrumental a la acción misma de la causa o agente principal. Este sentido, típicamente neotestamentario, incluye la noción más genuina de sucesión apostólica.

 

2) Cristo mismo, en el contexto en que se revela a sus discípulos como el Juez supremo, les dice que es (en cuanto hombre) Ministro o Diákonos (del Padre) en favor de ellos (Lc 22,26-29). Y corrigiendo la ambición a los primeros puestos de Santiago y Juan, hace saber a sus apóstoles que el Hijo del hombre ha venido no a ser servido, sino para servir (diakonêsai), y a continuación recomienda el mismo espíritu de servicio a sus discípulos, indignados por las pretensiones de los hijos del Zebedeo, proponiéndoles su ejemplo y diciéndoles «que todo el que de ellos quisiere llegar a superior ha de hacerse el diakonos o servidor de los demás» 55 .

Con la misma recomendación comienza la instrucción pastoral a sus apóstoles, transmitida con tantos pormenores en los Evangelios. En el camino habían disputado los discípulos sobre «quién de ellos era el mayor». Y, llegados a la casa de Pedro en Cafarnaúm, dice Marcos «que se sentó el Señor, llamó a los Doce y les dijo: El que quisiere ser el primero, ha de hacerse el último y el ministro de todos (pantón diákonos)» 56 .

 

Cristo, pues, ha venido como ministro, para servir a los hombres, haciendo en esto la voluntad del Padre; pues para eso bajó del cielo, no para hacer su voluntad, sino la voluntad de aquel que le envió, y su manjar era hacer la voluntad del que le envió a perfeccionar su obra (la del Padre); porque las obras de Cristo eran obras del Padre, que actuaba en unión con El, e inmanente en El, el mismo Padre hacía las obras del Hijo; de suerte que por sus obras todos podían ver cómo el Padre estaba en El y El en el Padre 57 . La ministerialidad de Cristo, bajo la acción principal del Padre y al servicio de los hombres, se halla bien manifiestamente expresada en las palabras de Cristo que acabarnos de resumir. Pues ése es el modelo que propone a sus apóstoles para que lo emulen.

Lo nuevo y original del ministerio encomendado por Cristo a sus discípulos arranca de esa sublime ejemplaridad divina y se caracteriza porque ha de ser, como el de Cristo, como una oblación y entrega plena al servicio de los demás por el sublime motivo de la divina caridad. Tal es la recomendación expresada por Jesús cuando les dijo: «El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir (diakonêsai) y dar su vida por la redención de muchos»; servicio o ministerio que encierra el grado supremo de la cristiana caridad, dado que «no hay caridad superior a la del que da su vida por los que ama» 58 . En esto está el misterio, la profundidad teológica y la mayor originalidad del ministerio de Cristo y sus apóstoles. Esa entrega total por caridad hace que sean una misma cosa los servicios al prójimo, a Cristo y a Dios, elevando al enviado o misionero evangélico a la superior categoría de ministro o instrumento del mismo Dios en la distribución de la verdad y de la gracia, en unión íntima de acción con Dios por caridad.

 

El Príncipe de los Apóstoles penetró muy bien en la profundidad de este misterio cuando destaca sobre todo el motivo de la caridad, a impulso de la cual el ministro evangélico ha de ser administrador fidelísimo de la multiforme gracia del Señor, sin olvidar la inmanencia activa de la virtud del mismo Dios, que actúa y confiere realidad sobrenatural a su ministerio 59 . De esta suerte, la doctrina de la ministerialidad viene a completar y matizar la que anteriormente expusimos sobre el misterio de la sucesión apostólica.

 

3) La doctrina de San Pablo contribuye a esclarecer más el mismo misterio. San Pablo, que pone a la caridad por encima de todos los demás dones del cielo, llama ministerio a toda actividad que los cristianos ejercen por caridad para la edificación de la Iglesia. Habla de diversidad de ministerios como de variedad de carismas. Pone las funciones de diaconía y evangelización en el mismo plano de los carismas de profecía y didascalia, dando a entender que Dios actúa por medio de sus ministros o diáconos corno agente principal, lo mismo que en los carismáticos 60 .

Definiéndose a sí mismo como apóstol, San Pablo dice «que no es un adulterador de la palabra de Dios, sino que con toda sinceridad habla como movido por Dios, en la presencia de Dios y en unión con Cristo (sicut ex Deo, coram Deo, in Christo loquimur)». Y a los fieles de Corinto, convertidos por su ministerio, les dice «que son como una carta de Cristo, escrita por el Espíritu de Dios vivo mediante el ministerio del apóstol, ya que, por lo que tiene de sí, no es suficiente para pensar algo como suyo, sino que toda su suficiencia le viene de Dios, que le constituyó diácono o ministro idóneo del Nuevo Testamento por el divino Espíritu» 61 . De este modo manifiesta que su actuación como apóstol es la propia de un instrumento de Cristo movido por el Espíritu de Dios. Consciente de que Dios actúa por él, dice «que no desfallece en los trabajos, ni adultera la palabra de Dios, ni se predica a sí mismo, sino a Jesucristo, en obsequio al cual se llama esclavo de los creyentes», recalcando así hasta lo sumo su total entrega personal al ministerio, que es todo de Dios y nada propio suyo 62 .

La misma idea explica, hasta con detalles e imágenes poéticas, a los de Corinto, que, divididos en bandos, se atribuían a sí simplemente la acción pastoral. San Pablo los reprende «porque piensan todavía según la carne, cuando, contendiendo entre sí, dicen unos: «Yo soy de Apolo», y otros: «Yo soy de Pablo». E, indignado, añade: «¿Qué es Pablo? ¿Qué Apolo? No más que ministros (diakonoi) por los que Dios os trajo a la fe, y sólo en la medida que Cristo dio a cada uno. Yo planté, Apolo regó, pero Dios fue el que os dio el crecimiento. Nada es el que planta, nada cl que riega, sino el que da el crecimiento. Nosotros no somos más que coadjutores de Dios, y vosotros sois el cultivo, la edificación de Dios. En todo, pues, nos hemos de portar como verdaderos ministros del Señor, y los hombres no nos han de tener por otra cosa sino por meros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» 63 . Claramente nos dice San Pablo que el apóstol no es más que ministro, a modo de instrumento, como él lo explica, y en este sentido se le aplica al apóstol esa denominación repetidas veces en el Nuevo Testamento 64 . Este misterio revelado por Dios de la acción divina, inmanente en el ministerio humano de los apóstoles y perenne para la salvación de los hombres hasta la consumación de los siglos, exige por necesidad el reconocimiento de la sucesión apostólica65 .

 

Y es que, como enseña Pío XII 66 ‚ Cristo, como Cabeza del Cuerpo místico, es el que efectivamente gobierna, enseña y santifica divina e invisiblemente, hasta la consumación de los siglos, a todos los miembros de su Iglesia. En esta su acción principal y capital ha dispuesto que Pedro y los demás apóstoles fueran sus auxiliares o instrumentos, para ejercer humanamente, después de su Ascensión, la parte visible de la acción rectora, docente y santificadora que, como agente principal, el mismo Cristo seguirá ejerciendo invisiblemente y sin interrupción hasta el fin de los tiempos, para lo cual es ineludible que Pedro y los apóstoles tengan perpetuos sucesores.

 

4.a Como perdura el sucesor de Pedro, así también la sucesión de los apóstoles en los obispos

Supuesta la doctrina de la perennidad del Primado en el sucesor de San Pedro, que formal y explícitamente definió el Concilio Vaticano I, nuestro Concilio anota la paridad que existe de la divina institución de ambas sucesiones 67 .

Esta paridad ya la había enseñado León XIII, al que cita el Vaticano II. «Si plena y suma—dice León XIII—es la potestad de Pedro y sus sucesores, sin embargo no se piense que está sola. Porque el que puso a Pedro por fundamento de su Iglesia, el mismo eligió a los doce y los nombró apóstoles. Y así como es necesaria la permanencia de la autoridad de Pedro en el Romano Pontífice, de modo análogo los obispos, por ser sucesores de los apóstoles, obtienen por herencia la potestad ordinaria de ellos; de tal suerte que el orden de los obispos necesariamente pertenece a la íntima constitución de la Iglesia» 68 .

 

La razón aducida de la institución divina es la más fundamental y decisiva de la paridad anotada. Existe, además, una razón de congruencia. Porque siendo verdad, como el mismo Vaticano II repetidas veces lo enseña, que una de las funciones capitales de Pedro y sus sucesores es la de ser cabeza visible del colegio de los apóstoles y de su sucesor el colegio episcopal, sería la de Pedro una sucesión mutilada en sus facultades principales si no perseverara un cuerpo de obispos, sucesor del de los apóstoles, sobre el que ejerciera el sucesor de Pedro la capitalidad a él encomendada por Cristo diciendo: «Confirma a tus hermanos» (Lc 22,32).

Además, si comparamos la doctrina expuesta sobre la sucesión episcopal de los apóstoles en la doctrina definida en el Vaticano I sobre la sucesión primacial de Pedro, nos encontramos con otra paridad notable. Y es que el Vaticano I, de la institución divina del Primado, como fundamento perenne sobre el que Cristo mismo con su divina virtud ha de edificar su Iglesia hasta el fin de los siglos, legítimamente deduce la ley divina de perennidad del Primado en la Iglesia. Por consiguiente, nada dice sobre si la efectiva realización de esa sucesión se ha de verificar por institución divina en la Iglesia romana. Este segundo punto lo demuestra tan sólo por los testimonios de la Tradición 69 .

 

Como hemos expuesto, ésta es la manera como también el Vaticano II llega a comprobar la sucesión apostólica de los obispos. Pues a base de la misión divina y perenne encomendada a los apóstoles establece la ley divina de sucesión apostólica, perenne, y para pasar de ahí a la afirmación de que esa ley divina se verifica en los obispos, recurre a la Tradición, diciendo: «Entre los varios ministerios que ya desde los primeros tiempos se ejercieron en la Iglesia, según testimonio de la Tradición, ocupa el primer lugar el oficio de los obispos». La paridad, pues, entre la sucesión de Pedro y la de los demás apóstoles existe hasta en el modo como se demuestran de la Escritura y de la Tradición.

 

5.a Conclusión

De todo lo que llevamos expuesto es manifiesta la legitimidad de la conclusión que el Concilio deduce 70 . La doctrina que el Sínodo solemnemente enseña, a saber: que los obispos han sucedido por institución divina en el lugar de los apóstoles, como pastores de la iglesia, es indudablemente cierta y se halla contenida en los pasajes de los Concilios Tridentino y Vaticano I y en los de Pío XII y del Código del Derecho Canónico, a que el mismo Vaticano II remite en nota. A ellos se pudieran añadir otros muchos, y en particular la doctrina ampliamente expuesta por León XIII en su encíclica Satis cognitum 71 , que fácilmente se pueden hallar en los probados autores.

 

En esos mismos autores se puede además hallar expuesta la razón que justifica la limitación insinuada, al afirmar que los obispos suceden a los apóstoles no simplemente y sin restricción alguna, sino en cuanto pastores de la Iglesia. La razón de esa limitación es porque los apóstoles, además de las potestades de enseñar, gobernar y santificar a los hombres, que poseían como pastores de la Iglesia, y que en la terminología teológica y canónica se llaman ordinarias, por haber sido vinculadas de modo estable y por institución de Cristo al cargo pastoral erigido a perpetuidad; decimos que, además de esas potestades, que integran la figura teológica y jurídica del pastor de la Iglesia, los apóstoles poseían otras potestades, llamadas extraordinarias, que Cristo les concedió de por vida, para poder satisfacer a las exigencias extraordinarias de la primera plantación de la Iglesia en el mundo. Las principales de esas potestades extraordinarias fueron, según las fuentes neotestamentarias: a) La misión e instrucción plenas recibidas inmediatamente de Cristo. b) La universalidad de los oficios de enseñar, santificar y regir a los hombres creyentes, por lo menos en donde Cristo no había sido predicado aún por otro apóstol. c) La prerrogativa de ser ellos los que habían de establecer los fundamentos doctrinales e institucionales sobre los cuales se habían de edificar todas las iglesias. d) La infalibilidad personal en la doctrina de la fe y las costumbres 72 .

 

Del derecho divino de la sucesión apostólica, que corresponde a los obispos, el Concilio concluye, con toda razón, aplicando a ellos aquellas palabras que el Señor dijo a sus apóstoles: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha, y el que a vosotros desprecia, me desprecia a mí y al que me envió»; aplicación que ya la hemos visto hecha por San Ignacio Mártir; que León XIII hizo además auténticamente, en el pasaje que el Concilio cita, y que el Concilio Constantinopolitano IV del 869 hizo también, diciendo: «Las palabras que Cristo dirigió a sus apóstoles y discípulos (Mt 10,40; Lc 10,16) creemos que las dirigió también a todos los que, después de ellos y como ellos, han sido constituidos sumos pontífices y príncipes de los pastores en la Iglesia católica, cuales son en particular los que presiden en las sedes patriarcales, y principalmente el santísimo Papa de la antigua Roma» 73 .

 

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NOTAS

[1] Bibliografía. Sobre este tema es abundantísima. Hasta 1961 puede verse en J. Salaverri, De Ecclesia: SThS I (BAC. 1962) n.330. Se puede completar hasta 1964 con A. de Esteban Romero, Nota bibliográfica, en Colegio Episcopal I (1964) 19-54, y con las de los distintos trabajos de esta obra de colaboración. Ulteriormente, U. DOMÍNGUEZ del Val. Orientación bibliográfica sobre la Eclesiología en los años 1950 a 1964: Salmariticensis 12 (1965) 319-394. Otros trabajos no incluidos en las bibliografías anteriores: J. Lécuyer, Études Jur la collégialité épiscopal (1964); G. d'Ercole, Communio-Collegialità-Primato e sollicitudo omnium Ecclesiarum (1964); La collégialité épiscopale: Unam Sanctam 52 (obra de colaboración, 1965); O. de la Brosse, Le Pape et le Concile: Unam Sanctam 58 (1965); Vatican II. La constitution «Lumen gentium» (texto latín-francés y comentarios): Unam Sanctam 51a y 51b (obra de colaboración, 1965).

[2] Denz., 932 y 957.

[3] De presbytrorum ministerio et vita n. 10.

[4] De presbytrorum ministerio et vita n. 2. 4. 12, etc.

[5] Const. Lumen gentium n.21.

[6] Cf. texto conciliar.

[7] Destacan la índole profética de las palabras institucionales L. Cerfaux. S. Pierre et sa succession: RchScRel 41 (1953) 182-202; J. Cambier, Dialogue avec M. Cullmann: EphThLov 29 (1953) 646-653; A. Vögtle, Der Petrus der Vorheissung und Erfüllung: MüncbThZeitsch 5 (1954) 1 -47; P. Benoit, La Primauté de S. Pier selon le N. T.: Istina 2 (1955) 305-334, y otros.

[8] Cf. Mt 26, 26-28; Lc 22,19-20; I Cor 11,23-27; Conc. Trento, Denz., 938. 949.

[9] Io 3,14-18; 6,39-40.

[10] Io 17, 7. 8. 14. 18.

[11] León XIII, enc. Satis cognitum: ASS 28 (1896) 709. 712. 717. Esta identidad de misión se entiende no de la potestad de autoridad, que Cristo poseía corno Dios y es incomunicable a la creatura, ni de la potestad de excelencia, que era propia de Cristo como hombre unido hipostáticamente a la divinidad, sino de aquellas funciones humanas y visibles de las potestades mesiánicas, a las que vinculó un efecto sobrenatural. Estas las comunicó a los apóstoles y a sus sucesores, disponiendo que al ejercicio ministerial y humano de ellas indefectiblemente acompañaría su actuación de agente principal, para producir por ellas el efecto sobrenatural dispuesto. Así se entienden las explicaciones de León XIII, según la analogía de la fe y conforme a la doctrina del Aquinate (S. Th. 3 q. 64 a.3.4 y 5; q.7 a.7; q.12 a.3; 4 CG 74).

[12] Mt 10,20-40; 16,19; 18,18; Lc 10,16. Nótese que en el pasaje de Lc el Señor se refería a los 72 discípulos enviados de dos en dos (cf. Lc 10,1).

[13] Lc 24,47-49; Io 14,16. 17. 26; Mt 28,20; Act 1,8.

[14] Cf. J. Vodopivec, L'Église, continuation du Christ: EuntDoc 7 (1954) 315 s.

[15] Cf. J. Salaverri, El derecho en el misterio de la Iglesia: RvEspTeol 14 (1954) 260-267.

[16] Cf. Io 10,11-16.26-28; 21.15-l8; 1 Petr 2.25; 5,1-5; Hebr. 13.20.

[17] Io 14,17.20; Mt 10,19-20.

[18] Io 8, 16.29; 3,34; Lc 10,16; Mt 10,19.40,

[19] Rom 15,18-19; 2 Cor 2,17; 3, 5-6; 13, 3.

[20] Io 15, 1-6; 17,21-23.

[21] Io 6.56; cf. J. Salaverri, La Eucaristía sacramento de unión; EstEcl 26 (1952) 453-465.

[22] Mt 10,19-2O; Io 16, 12-13.

[23] 0. Linton, Kirche und Amt in Neuen Testament: en la obra de colaboración de 20 teólogos de la Iglesia sueca Ein Buch von der Kirche (1951) 110-144 p.118. Véase también en la misma obra R. Josefon, Das Amt der Kirche 386-401. Mucho más afín a la católica es la doctrina de la sucesión de los teólogos anglicanos. Véanse diez trabajos de algunos de ellos en la obra de colaboración The apostolis Ministry Enssays an the doctrine of Episcopacy (1947) 590 p.

[24] Act 14,23 (presbíteros al frente de las iglesias); Act 20,17-32 (el discurso de Mileto). Los exegetas no aciertan a decidir si en Act 20,28 se habla de obispos en sentido estricto. Sin embargo, en los Concilios de Trento y en los Vaticanos I y II y con, muchísima frecuencia en el magisterio simplemente auténtico de los Papas, se interpretan de tales obispos (cf. De Ecclesia: SThS I (BAC, 1962) n.352 nt. 13.

[25] Mención de los presbíteros Act 11 ,30 1 5,2.4; actuación en el llamado Conc. de Jerusalén: Act 15,6-12.22-29.

[26] P, Gaechter , Petrus und seine Zeit c.4: Die Sieben... der Presbyter (1 958) 105-154

[27] Elección de los diáconos Art 6.2-6; milagros, predicación y martirio de Esteban, Art 6,8-7,60; predicación y milagros de Felipe fuera de la Judea Art 8,4-13.26-40.

[28] I Petr 5,1-4; cf. P. Benoit, Les origines de l' Épiscoppat dans le N. T.: Exegése etTheologie 2 (1961) 232-246.

[29] 1 Thess 5,12-13; Phil 1,1; Col 4,7-14; 2 Tim 4,10-12.19-21.

[30] Tit 1,5; 1 Tim 2.1-12; 3.1-15; 5,1-22; 2 Tim 2,1.2.7.15; 3,10-14; 4,1-2.5-8. Santo Tomás refiriéndose a la 1 Tim, la caracteriza diciendo: «Est haec epistola quasi pastoralis regola, quam Apostolus tradit Timotheo, instruens de omnibus quae spectant ad regimen Praelatorum» (In 1 Tim. prol. et c. 1 lect.2)

[31] Cl. Rom., Ad Cor. 42,1-4; 44,2: ed. Funk. PP. Apost. I

[32] Cf. texto conciliar.

[33] Cl. Rom., Ad Cor. 42,1-4: ed. Funk, I 442. Cf. A. Javierre La succesion des Apôtres dans la litter. chrét primitive, en la obra de colaboración L' Épiscopat et l' Église universelle: Unam Sanctam 39 (1962) 161-221. Según esta su doctrina, es lógico que Cl. Rom. concluya «que no pueden ser removidos sin causa del episcopado los así designados», y que los demás «deben subordinarse y obedecer a sus presbíteros» (l.c., 44,3-4; 57,1-2: ed. Funk, 156 y 171).

[34] Conc. Vatic. II. const. dogmat. De Ecclesia, Modi a PP. propositi et a Commissione examinati, III, c.3 ad n.20 modus 21.

[35] San Ignacio, Magn,. 6,1; Trall. 2,1-3; 7; Philad. introd.; 4; Smirn. 8: ed. Funk, I 234.244.246.264.266.282. En estos pasajes, San Ignacio menciona juntos, unidos y subordinados entre sí a los «obispos, presbíteros y diáconos» como tres grados de una misma jerarquía.

[36] San Ignacio, Ad Magn. 6,1; Ad Ephes. 6,1-2: ed. Funk I 234.218.

[37] San Ignacio, Ad Smyrn. 8,1-2 Ad Philad. introd.; Ad Trall. 7,2; Ad Magnes. 3: ed. Funk, I 282.264.248.232.

[38] Adv, haer. 3,3,1-2; 3,2,2; 4,26,2; 33,8: PG 7,847-48,1053.1077.

[39] Adv. haer. 1,10,2; 3,3,3: PG 7,552.849.

[40] Tertul., Praecr. haeret. 32: PL 2,44.

[41] Tertul., Praecr. haeret. 36-37 PL 2,49-50.

[42] Cf. J. Salaverri, La idea de Tradición. El origen de la Revelación y sus garantes. La sucesión apostólica en la Historia eclesiástica de Eusebio el Cesariense: Gregorianum 13 (1932) 211-240; 14 (1933) 219-247; 16 (1935) 349-373.

[43] HE I 1,1 (así citaremos la edición crítica del Corpus Berolinense de E. Schwartz, Eusebius II 1-3,1903.1908.1909: PG vol. 20, HE de Eusebio).

[44] HE VII 32,32; VIII introd.

[45] HE I 1,4.

[46] HE II 25; III 1.2.4 tít. 3,11.

[47] HE III 32,8; III 4,5, 10; 36,1,2,5; 37,1.

[48] HE III 4,3,11; 37,4.

[49] HE VII 32,32; VIII introd.

[50] Cf. J. Salaverri, La sucesión apostólica en la HE de Eusebio: Gregorianum 14 ( 1933) 219- 247.

[51] Cf. texto conciliar.

[52] Io. 7, 32.45.46; 18,3.12.18.22.36; 19,6; Mt 5, 25; 26, 58; Mc 14, 34. 56; Lc 4, 20; Act 5, 22.26.

[53] Act 13,5; 26, 16; 1 Cor 4,1.

[54] Mt 4, 11; Mc 1, 13.31, Lc 10, 40; 12, 35-37; 17,8; Io 12,2; Act 6,2.

[55] Mc 10.35-45; Mt 20,20-29.

[56] Mc 9,33-49; Mt 18,1-35.

[57] Io 4,34; 6.38; 9,4; 10,37.38; 14,10.

[58] Mt 20,28; Mc 10,45; Io 15,13.

[59] 1 Petr 4,7-11

[60] 1 Cor 13,1-13; 12,4-11.28-30; Eph 4,11-12; Rom 12,7; Act 6,4.

[61] 2 Cor 2,17; 3.1-18.

[62] 2 Cor 4,1-5. Aristóteles tiene una doctrina sobre el instrumento. A los ministros (hypêretês) los llama instrumentos animados, entre los cuales incluye a los esclavos (Ethica Nicom. VIII 11,6; Politica I 2,4-6). Esta doctrina del Estagirita ejerció su influjo en la de los escolásticos sobre el ministro como instrumento.

[63] 1 Cor 1,12; 3,4-10 4,1; 2 Cor 6,4.

[64] Act 1,17.25; 17,1.12; 20,24; 21,19; Rom 11.13; 2 Cor 4,1; 6,3.4; 11,8.

[65] Véanse explicados los términos de diakoneo, diakonia, diakonos, hypêreteo, hypêretês en los diccionarios bíblicos más renombrados; por ejemplo, en los de Zorell, Beyer, Bauer, Kittel, etc.

[66] Pío XII, enc. Mystici Corporis -. AAS 35 (1943) 200.210.238. Una ulterior exposición de esta doctrina de Pío XII y la explicación de ella en San Agustín y Santo Tomás pueden verse en J. Salaverri, Christus und das kirchliche Amt.: MünchTh Ztsch 13 (1962) 280-296.

[67] Cf. texto conciliar.

[68] León XIII, enc. Satis cognitum ASS 28 (1896) 732.

[69] Vaticano I: Denz., 1821-1825 Cf. J. Salaverri, De Ecclesia Christi: SThS I (BAC, 1962) n.161-329.383-458.

[70] Cf. texto conciliar.

[71] León XIII. enc. Satis cognitum: ASS 28 (1896) 708-739.

[72] Cf. J. Salaverri, De Ecclesia: SThS I (BAC, 1962) n. 255 a) Mt 13,9-17; 28.19; Mc 4,34; Lc. 24,44-49; Io 14,25-26; 20,21; Act 1,3-8; Gal 1,1 1-18. b) Mt 18.18; 28,19; Mc 16,15; Act 1,8; Rom 15,20-21. c) Eph 2,20, d) 1 Thess 2,13 Gal 1,6-9. Cf. A. Straub, De Ecclesia t.7 n. 195-244.

[73] San Ignacio, cf. nota 36; León XIII, epíst. Et sane: ASS 21 (1888) 321-22; Conc. Constantinopolitanum IV: Denz., 341.

 

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