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Todo el que tiene poder termina abusando. Quien tiene poder absoluto abusa absolutamente. Ninguna época se ha librado, ni se librará, de los abusos de los poderosos. Sin embargo, la experiencia nos dice que en este mundo los abusos se pagan. Hasta el pobre Bill Clinton lo pagó por sus relaciones con una becaria, lo está pagando Pinochet en Chile, varios ministros y altos cargos en España , y un largo etc. más en cualquier otra nación. Políticos y religiosos suelen ser de las personas en las que más nos cebamos. Quizá esperamos demasiado de ellos. ¿ Por qué no nivelar un poco la balanza de la justicia fijándonos también en lo mucho que tienen de positivo? Jesús , que conocía muy bien la condición humana ya nos dijo que "El que esté libre de pecado, tire la primera piedra" y en uno de sus brillantes artículos Antonio Gala resume: "En materia de sexo y de dinero, ¿quién está limpio aquí? Que esto no se reduzca al escándalo de los hipócritas"

Como concejal de una población importante tuve ocasión de conocer y tratar a numerosos políticos. Honradamente he de manifestar que, cualquiera que fuese su ideología, me conmovió la entrega, la honradez, el entusiasmo y el trabajo que ponían todos en su empeño. Los fallos provienen más de la falta de preparación que de otra cosa; y los abusos tienen siempre el mismo origen: la falta de control, de oposición o de competencia, igual que sucede en cualquier otra actividad. Tienen que desatender a sus familias, amigos, diversiones; y sobre todo tener que soportar demasiadas puyas, dimes y diretes. Alguno , de vez en cuando, se salta las reglas, pero ¿Quién de nosotros no se las salta alguna vez?

 

Si nos referimos a los religiosos, hemos de reconocer que hace falta mucha vocación y mucho valor, para que un hombre joven abandone todo en este mundo para servir, casi por nada material , a los demás. Dejan familia, amigos, carreras, novias, y se van a tierras de misiones o a pequeños pueblos sin vida,¡ a darles la suya!. Estos hombres merecen, por lo menos, admiración y respeto. A pesar de todo, el barro de que están hechos, es el mismo que el de cualquiera de nosotros. Cristo prometió asistencia a su Iglesia hasta el fin de los siglos, pero no garantizó la fidelidad ni la moralidad de sus seguidores. Ellos serán juzgados por sus obras, nosotros por las nuestras.

 

Políticos y curas son hombres elegidos e investidos de autoridad política o divina, pero no por eso dejan de ser unos "hombres" más con todas las virtudes, defectos y miserias inherentes a la condición humana. Si somos sinceros, hemos de convenir -aunque algunos les pese- que están, moralmente hablando, varios puntos por encima de la generalidad de los hombres. Olvidar este hecho nos lleva a ser injustos en los dos extremos: una alabanza desmedida o un rechazo desorbitado. O delante con el cirio o detrás con la tea. Los tabú, afortunadamente, están cayendo. Pero, una mayor sinceridad y exigencias en los comportamientos de todos no tiene por que ir acompañada de maneras mostrencas o soeces, que desprestigian al que las provoca y avergüenzan a los demás.

 

Los políticos intentan ser los promotores de la paz, el orden y la justicia pero sus leyes son incapaces de regir seres tan complejos como los hombres. Estos quieren algo más. Ese algo más lo pone Cristo. ¡Que pena que los políticos no lean , o lean tan poco, los Evangelios! En sus páginas encontrarían los mejores apoyos a su función. La Iglesia con su doctrina forma ciudadanos leales, amigos de la paz social y del progreso. Exige el acatamiento de la autoridad y de las leyes justas, exige no sólo justicia sino hermandad y amor entre todos los hombres. Las leyes de los pueblos cambian diariamente, las de Cristo llevan dos mil años vigentes y nunca cambiarán.

 

Sin duda, a los abusos hemos darle toda la importancia que tienen, y buscarles remedio; pero sin sacar las cosas de quicio. Sobre todo, no es justo generalizar; pues, si bien es cierto que las conductas de ciertas autoridades son reprobables, también lo es que la inmensa mayoría se comportan de forma aceptable e incluso heroica.

Algunos se alejan de la Iglesia o de la política porque -dicen- no le gustan los curas o los políticos; pero seguirán yendo al trabajo, aunque no les guste el patrón; y a la escuela aunque los profesores no sean buenos, y a la guerra aunque no le gusten sus mandos. Casualmente, aquellos que rechazan a la Iglesia, a los curas, son los mismo cuyas formas de vivir chocan con la doctrina cristiana. Los que rechazan a los políticos son los que hacen política sentados en un sillón del casino, al paso que procuran burlar las leyes y tienen cuidado de no comprometerse en nada jamás. El político es ese personaje que da la cara y defiende sus ideales, sin recibir más que impertinencias de quienes arreglan el mundo mientras toman una cerveza.

 

¿Se imaginan una sociedad sin sacerdotes? ¿Sin esos hombres que tiran de los demás hacia el cielo? Una sociedad sin sacerdotes, sin Dios, termina, en todas las culturas, siendo una sociedad animalizada. Una sociedad sin políticos, ni siquiera sería una sociedad. Puesto que son indispensables, aunque sea por propio egoísmo, en vez de estar continuamente denigrándolos, echémosles una mano para evitar sus fallos, o demos la cara y pongamos de nuestra parte lo necesario para que se les cambie de puesto de trabajo, o caiga sobre ellos el peso de la ley.

Si es cierto que hay personas indignas, también lo es que la inmensa mayoría son buenas gentes en las que podemos confiar. No intentemos vanamente cambiar al mundo. Para empezar a mejorarlo, basta con que V. y yo nos esforcemos en ser un poco mejores; así podría haber dos granujas menos.
Alejo Fernández Pérez
Mérida, octubre de 2001

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