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Cuando terminó la proyección de «Magdalen», los espectadores del cine milanés aplaudieron. Mientras veía cómo abandonaban la sala, todavía en la butaca pensaba que ¬si alguno me hubiera conocido¬ se habría dirigido a mí todo indignado para avergonzarme por considerarme todavía católico. Y es que se han reducido mucho las minorías contra las cuales la dictadura de lo políticamente correcto no sólo permite, sino que estimula el desprecio: fumadores, obesos, pederastas, nazis, católicos. Incluso parece que las dos últimas categorías van unidas, como confirma el póster de esa otra película en el que la cruz de Cristo se transforma en la cruz gamada de Hitler. Según salía del cine pensaba que quizá ya es hora de que los católicos pongan en marcha lo mismo que los judíos, con justicia y éxito, crearon hace ya tiempo: una «Anti-demafation League» que reivindique los derechos de la verdad y la dignidad de las personas. Empezando por la de aquellas monjas ¬sádicas y depravadas al estilo de la pasoliniana Salò¬ que también pertenecen al sexo femenino, pero que no entran dentro de las proclamas chulescas del director escocés: «He querido denunciar la violencia a que son sometidas las mujeres, todas las mujeres». Se entiende que exceptuando aquellas que llevan la toca en la cabeza y la cruz en el pecho, difamadas por Peter Mullan y que, para avivar más el escándalo se llama «católico» simplemente porque fue bautizado en esa Iglesia. Para beneficio de los espectadores, indignados por lo que desconocen, conviene precisar algunas cosas:

1) Los «Magdalen s Institutes» no eran campos de concentración clericales, sino «Reformatorios judiciales», «Correccionales para menores», vinculados con la magistratura. La gestión, confiada a congregaciones religiosas, estaba sometida al control de los inspectores del Estado irlandés que exigía de las monjas una rigurosa vigilancia y disciplinas, y las consideraba culpables en caso de fuga o revuelta.

 

2) La gran mayoría de las internas estaba formada por chicas muy jóvenes, enviadas a los institutos por sentencia regular de los tribunales de menores y por causa de delitos penales. Mullan no hace la más mínima mención de estas pequeñas delincuentes, dignas obviamente de compasión, pero con frecuencia violentas cuando no peligrosas, centrándose en tres casos de la minoría compuesta por chicas internas en las Houses no por sádico moralismo clerical, sino por petición explícita de sus padres.

 

3) Este tipo de internamiento concluía inmediatamente a petición de los padres o tutores, como admite la película, ya que basta que llegue un hermano con la carta del párroco del pueblo para permitir que una de las chicas haga inmediatamente las maletas. Además, las dos que se escapan no pueden ser perseguidas al demostrar o bien que viven con parientes que responden por ellas o que tienen trabajos «honrados».

 

4) El trabajo manual de las chicas venían impuesto por el acuerdo con el Estado, sea con fines definidos como «reeducativos», como propósitos económicos, ya que al menos una parte de los gastos para la gestión de los Institutos tenían que conseguirse a través de la actividad de las lavanderías, cuyos clientes eran, sobre todo, los ferrocarriles estatales, academias militares, ministerios y otros entes oficiales. Dinero del que, de manera obsesiva según cuenta el director, la superiora tenía que rendir cuentas al Ministerio de Justicia y al Gobierno de su congregación.

 

5) Como ha admitido el mismo Mullan, en Gran Bretaña, los reformatorios para menores (gestionados allí por la Iglesia anglicana) no eran diferentes de los irlandeses por su rigor y disciplinas prácticamente carcelarias. En los exclusivos y costosos colleges, también éstos anglicanos ­desde Oxford a Camdridge pasando por Eton­ no se trataba mucho mejor a los chicos: también estaban vigentes, entre otras cosas, los castigos corporales con fustas o ayunos obligatorios.

 

6) Con indudable habilidad no es casual que Mullan haya elegido para su acusación el año 1964, uno de los últimos años del Ancient Régime: tanto para la Iglesia, en vísperas del giro del postconcilio, como para la sociedad civil, cercana al 68 que provocaría un cambio total de sensibilidad y perspectivas. Como de costumbre, también aquí se cae en el pecado mortal de los historiadores: el de juzgar con categorías actuales, con la moneda de cambio circulante, una cultura pasada, aunque sólo sea por cuarenta años, pero que valen por siglos. Prácticamente en toda Europa tenían sus «Institutos de la Magdalena», y todos sabían que no eran residencias de lujo. Pero nadie tenía nada que objetar, ya que se consideraba el rigor como «redención» y «expiación». ¿Acaso la Francia «iluminada», masónica y anticlerical de la Tercera República no veía con complacencia, hasta 1939, los horrores de la deportación a La Caienna?

 

7) Toda comunidad humana tiene sus miserias. Pero se ofenden a los espectadores si se les quiere hacer creer que las monjas disfrutaban obligando a desnudarse todos los días a las internas, jugando a ver quién tenía los senos más grandes, las nalgas más provocadoras o el pubis más velludo. Vicios y desviaciones existían y existen también en las familias de religiosos, pero rigurosamente ocultos, clandestinos: la sola mención de divertimentos sexuales exhibidos de esa manera, y demás lésbicos, habría provocado inmediatamente una investigación canónica con consecuencias que podrían llegar a la disolución de la comunidad. No menos absurdo es, para quien conoce las reglas religiosas, el toque sádico de las monjas que todos los días banquetean fastuosamente ante las chicas que tragan su bazofia.

 

8) Toda la película está construida para crear en el espectador un sentido de opresión, de ausencia de aire y de libertad en una sociedad aplastada por el peso despótico, oscuro e insoportable de la Iglesia. Pero la historia de Irlanda narra algo totalmente diverso: para seguir teniendo esos sacerdotes, esas monjas y esos obispos, este pueblo ha sufrido siglos de martirio infligido por los protestantes ingleses, y todavía hoy lucha en las comarcas del Norte. Este pueblo, del que el no irlandés Mullan quiere recordarnos los sufrimientos que le provocaba la casta clerical, lo que en realidad ha hecho ha sido sembrar su fe, con heroica obstinación, en una Commonwealth hostil, fundando la Iglesia católica en los EE UU, en Australia, en Sudáfrica, en Nueva Zelanda. Un pueblo que, impulsado por la miseria y las persecuciones, partió desde su isla por pueblos enteros, con estandartes de santos desplegados, precisamente con los párrocos y las monjas a la cabeza. Hermanas Magdalenas incluidas.

 

9) Los sentimientos en los que más insiste la película giran en torno al drama de las jóvenes madres y la separación de sus criaturas. Efectivamente, ésta era la causa que más inducía a los padres a pedir que sus hijas fueran acogidas en esos Institutos. Hoy esto ya no podría suceder. ¿Acaso el aborto libre y gratuito no nos ha librado de semejantes problemas? Suprimida la vida, se evita el drama. En cambio, en la Irlanda católica de 1964 los niños, aunque fueran «fruto del pecado», nacían. Y esto, para muchos creyentes, es preferible a la tan fácil como cruenta solución actual. Afortunadamente, ya no existen «Casas para pecadoras» gestionadas por monjas. Para compensarlo, arrancamos millones de fetos del útero.

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