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Ver del mismo autor la primera parte: Orígenes y desarrollo del cisma; la cristiandad dividida

Fuentes. - Una enorme colección, aunque desordenada, de documentos para el concilio de Constanza nos da Hermann Von Der Hardt, Magnum oecumenicum Constantiense concilium (Francfort-Leipzig 1692-1700) 6 vols. más un séptimo (1742) de índices. Nuevas fuentes en H. Finke, Acta Concilii Constantiensis (Münster 1906-1928) 4 vols., más que actas, son diarios, cartas y documentos relativos a las principales cuestiones allí tratadas; Id., Forschungen und Quellen zur Geschichte des Konstanzer Konzils (Paderborn 1889); Mansi, Sacrorum conciliorum nova et amplissima collectio vol.28; J. Tejada v Ramiro, Colección de cánones y de todos los concilios de la Iglesia de España (Madrid 1859-62) 7 vols.; A. Mercati, Raccolta di concordati in materie ecclesiastiche tra la Santa Sede e le autoritá civil¡ vol. I (Roma 1919); Ulrico de Richenthal, Das Concilium so zu Constenz ist gehalten worden (Leipzig 1913) ed. de E. H. Brandt; Chronique du religieux de St. Denys, publ. por Bellaguet (Paris 1839-52) «Coll. doc. inéd. sur l'hist. de France» J, Gersón, Gersonii opera ed. Dupin 6 vols. (Amberes 1706); Acta ad Concilium Constantiense pertinentia ex documentas hispanis: Doellinger, Beiträge zur politischen... und Kultur-Geschichte 11,344-392. Otros muchos documentos en las obras de Marténe, D'Achery, Muratori y Rainaldi, que luego se citarán.

Bibliografía. -Para los concilios de Pisa y de Constanza, lo mismo que para el cisma, es fundamental la obra de Noel Valois y tiene capítulos muy bien pensados la de Víctor Martin, ambas citadas en el capitulo anterior. Compendioso y claro el libro de Salembier sobre el cisma. Protestante, pero bien documentado y amplio, el de J. Lenfant, Histoire du concile de Constante (Amsterdam 1714-27) 2 vols. Narración cronológica de los sucesos siguiendo las actas, Hefele-Leclercq, Histoire des conciles t.7 (Paris 1916); H. Finke, Bilder vom Konstanzer Konzil (Heidelberg 1903); Id., Die Nation in den spätmittelalterlichen allgemeinen Konzilien: «Historisches Jahrbuch» 57 (1937) 323-338; B. Fromme, Die spanische Nation und das Konstanzer Konzil (Münster 1896); P. Arendt, Die Predigten des Konstanzer Konzils (Friburgo de Br. 1926); K. Dieterle, Die Stellung Neapels und der grossen italienischen Kommunen zum Konstanzer Konzil: «Römische Quartalschrift» 29 (1915) 3-21.45-72; W. Foke, Studien zur Geschichte der englischen Politik auf dem Konstanzer Konzil (Friburgo de Br. 1919); H. Belleé, Polen und die römische Kurie in den Jahren 1414-24 (Berlín 1919); K. A. Fink, Martin V und Aragon (Berlín 1938); J. P. Mac-Gowam, Pierre d'Ailly and the Council of Constance (Wáshington 1936); M. Creighton, A History of the Papacy. Vol.I, The Great Schisme. The Council of Constance 1378-1418 (Londres 1882) p.261-420; O. Buonocore, Un papa ¡solano, Giovanni XXIII (Porto d'lschia 1931); J. Vincke, Zu den Konzilien van Perpignan und Pisa: «Rómische Quartalschrift» 50 (1955) 89-94; J. Asch-Bach, Geschichte Kaiser Sigmunds (Hamburgo 1838-1845) 4 vols. con documentos; el vol.2 está dedicado a Constanza; O Schiff, König Sigmunds italienische Politik bis zur Romfahrt 1410-1431 (Francfort 1909); J. Guiraud, L'État pontifical aprés le Grand Schisme (París 1906).

I. "VIA CONCILII". PISA.
Ni el intrépido Benedicto XIII, en su avanzada costera de Porto Venere, ni el bueno de Gregorio XII, entre los muros de Lucra, dieron un paso más para encontrarse y dar al problema angustioso del cisma la solución que todos deseaban. Ni el papa aviñonés ni el romano tenían ánimo de abdicar, lo cual entorpecía toda negociación. En pro de Benedicto hay que decir que externamente dio mayores muestras de prontitud y buena voluntad, maniobrando muy hábilmente para que toda la odiosidad del fracaso recayese en su adversario. No por eso consiguió que el reino de Francia se dejase convencer y tornase a su obediencia. Uno que bien conocía sus astucias escribió: «Del mismo modo que un diablo es más malicioso que otro y, aunque sean compañeros, se engañan mutuamente, nuestro papa Luna supo guardar tal modo y manera, que toda la culpa del desacuerdo se la echó al de Roma al decir de todos» 1 .

Ya nadie alimentó la ilusión de que el cisma terminaría por la doble cesión, o renuncia de ambos contendientes. Mucho menos por un acuerdo entre ellos. Faltaba por ensayar la vía conciliar, aunque a no pocos les pareciese anticanónica. Las esperanzas se pusieron en el concilio universal, única salida de aquel bosque enmarañado (nemus unionis que diría Teodorico de Niem), en cuyo laberinto andaba desorientada la cristiandad.

 

1. Defección de los cardenales.

-Hemos visto a Francia declararse neutral entre las dos obediencias. La Universidad de París escribió al colegio cardenalicio de Roma invitándolo a unirse con el de su rival a fin de trabajar juntos por la extinción del cisma y la unión de la Iglesia. Nueve cardenales de Gregorio XII, apartándose de su señor, escribieron a Benedicto XIII rogándole que se llegara hasta Livorno. Aceptó gustoso la invitación el papa Luna, y, como surgiesen dificultades para el viaje de parte de Florencia, envió en mayo de 1408 varios representantes suyos, entre ellos cuatro purpurados, que conferenciasen con los secesionistas, confiando en que los ganarían para su partido. La cosa sucedió muy diversamente, pues en la conferencia los cardenales urbanistas propusieron a los de Luna convocar un concilio independiente de ambos papas. Reaccionaron en un principio con escándalo los partidarios de Benedicto, mas pronto empezaron a ceder y acabaron por entrar en la vía del concilio.

Mal informado Benedicto XIII por sus plenipotenciarios, los alentó en sus negociaciones, hasta que, barruntando algo de lo que se tramaba en Livorno y temiendo que el gobernador de Génova, Boucicaut, le echase mano en nombre del rey de Francia, huyó de Porto Venere el 16 de junio de 1408 con sólo cuatro cardenales fieles. La víspera redactó una encíclica exponiendo hermosamente todos sus afanes, esfuerzos y fatigas en pro de la unión de la Iglesia y anunciando a los arzobispos, obispos, abades y demás prelados eclesiásticos que convocaba un concilio para la fiesta de Todos los Santos «in loco Perpiniani dioecesis Elnensis» 2 .

Rechazado de todos los puertos de Provenza, desembarcó por fin en Port Vendres, lugar del Rosellón, el 1 de julio. Allí podía permanecer tranquilo, pues se hallaba en tierra sometida al rey aragonés. Entre tanto, seis cardenales de un bando y seis del otro, reunidos en Livorno, declaraban el 29 de junio que por el bien de la Iglesia se veían forzados a separarse de sus respectivos pontífices, constituyendo un colegio cardenalicio acéfalo y anulando desde ahora cualquier promoción de cardenales que hicieran Benedicto o Gregorio; y dos meses después escribían a todos los príncipes y obispos de la cristiandad convocando un concilio universal para el 25 de marzo de 1409 en la ciudad de Pisa. No se había quedado atrás Gregorio XII, pues también él desde la ciudad de Siena, adonde se había retirado, convocó el 2 de julio de 1408 un concilio para la fiesta de Pentecostés del año siguiente, concilio que debería celebrarse en la provincia de Aquilea y exarcado de Ravena 3 .

 

De hecho, tal concilio, reunido en Cividale, fue tan insignificante, que no merece tenerse en cuenta. El de Perpignan se abrió en noviembre. Para ello Pedro de Luna se preparó nombrando cinco nuevos cardenales y abriendo proceso contra la Universidad de París y contra sus principales adversarios franceses, a comenzar por Simón de Cramaud, quien por aquellos días presidía en París una asamblea general de la iglesia de Francia, declarando a Pedro de Luna herético, cismático y perturbador de la paz. En uno de sus discursos, retórico como suyo, Benedicto XIII saludaba en este concilio de Perpignan el comienzo de una era nueva que prepararía la unión de los cristianos y la reforma de la Iglesia. Un total de siete cardenales, tres patriarcas, ocho arzobispos, 33 obispos, 83 abades, cuatro superiores religiosos y otros representantes de diversas entidades deliberaron, no siempre con calma, hasta el 26 de marzo de 1409, alabaron el celo de Benedicto XIII y sus muchos trabajos por la unión, pero insistieron en que debía continuar en la vía cessionis, renunciando a la tiara en caso que su rival hiciese lo mismo, y le exhortaron a que no dejase de mandar plenipotenciarios al concilio que se iba a celebrar en Pisa 4

.

2. Concilio de Pisa.

-No todos los príncipes de la cristiandad respondieron igualmente a la invitación de aquel híbrido colegio cardenalicio reunido en Livorno. Toda Francia, a excepción de algunos prelados, aplaudió la idea del concilio y se dispuso a participar en la asamblea. A Francia se agregó Navarra con su rey Carlos III el Noble, fidelísimo hasta entonces al papa aragonés, y Milán, con su duque Juan Visconti. También la Gran Bretaña, que hasta entonces seguía a Gregorio XII, adoptó la neutralidad para atenerse a las decisiones que se tomasen en Pisa.

Negáronse, en cambio, a acudir al concilio el rey Ladislao de Nápoles y la república de Venecia, el reino de Escocia, el de Aragón y también el de Castilla, cuyo regente D. Fernando de Antequera adoptó una actitud expectante. En Alemania la situación era muy confusa. El rey Wenceslao de Bohemia, al perder la corona imperial, destituido por los príncipes en 1400, se había enajenado la voluntad del papa romano, y ahora prometió a los cardenales que enviaría representantes a Pisa con tal que éstos fuesen tratados como del legítimo rey de romanos. El actual emperador Roberto de Baviera, que había sido confirmado en su alta dignidad por Bonifacio IX en 1403, se mantuvo fiel a Gregorio XII, y, por lo tanto, adverso al concilio pisano, a pesar de que la dieta imperial de Francfurt en 1409 se adhirió a los cardenales disidentes. Segismundo, rey de Hungría, siguió más bien al emperador que a su hermano Wenceslao 5 .

 

dad de un concilio universal convocado sin el papa y contra el papa. Jamás se había visto tal cosa en la historia de la Iglesia. Era un concilio que nacía acéfalo. Todos se daban cuenta de la audacia de este paso; pero era tan grande el dolor que sentían en sus almas por la división de la Iglesia y se hallaban tan desesperanzados después del fracaso durante treinta años de tantas tentativas de unión, que cualquier medio les parecía licito, y se persuadían que la comunidad cristiana tiene que encontrar en sí misma un remedio de tan grave enfermedad cuando los papas, como en este caso, se muestran incapaces 6 . Los teólogos y canonistas más eminentes, con las Universidades de París, Bolonia y Oxford, sostenían que en casos semejantes la plenitud de la potestad reside en el cuerpo total de la Iglesia o en el concilio, que la representa, no en su cabeza, que es el papa.

Con gran pompa y apariencia de universalidad se inició el concilio en la catedral de Pisa el 25 de marzo de 1409, fiesta de la Anunciación. Reina gran diversidad en el cómputo de los asistentes, sin duda porque de un día para otro oscilaba mucho la concurrencia. Cuando más, parece que se hallaron 24 cardenales, cuatro patriarcas, 80 obispos, más los procuradores de otros 102 ausentes; 87 abades, más los procuradores de otros 200 ausentes; 41 priores, los generales de los dominicos, franciscanos, carmelitas y agustinos, más de 300 doctores, diputados de muchas universidades, de 100 cabildos catedrales, embajadores de los príncipes, etc.

 

Propiamente, nadie. En el puesto más honorífico sentábase al principio el más antiguo de los cardenales, Guido de Malesset, y después el influyente patriarca de Alejandría, Simón de Cramaud. Hubo 23 sesiones, en las cuales no se discutió nada; se echaban discursos y se votaba luego con perfecta unanimidad, como si las decisiones se hubiesen tomado de antemano. La oposición vino de fuera. En la cuarta sesión, día 15 de abril, fueron admitidos los embajadores imperiales, los cuales paladinamente hicieron constar que aquel concilio era ilegítimo, porque no los cardenales, sino sólo el papa Gregorio XII, tenía el poder de convocarlo. Si Gregorio no era verdadero papa, tampoco los cardenales por él creados eran verdaderos cardenales. En consecuencia, propusieron que se suplicase al papa Gregorio la designación de otra ciudad donde se celebrase el concilio. Sin aguardar la respuesta oficial de los padres conciliares, se partieron los embajadores el 21 de abril, apelando a Cristo y al sumo pontífice y echando a Francia toda la culpa del cisma.

 

Mejor impresión causó la protesta de Carlos Malatesta, príncipe de Rímini, varón integérrimo, elocuente, dotado de eximias cualidades naturales y amante como pocos de la santa Iglesia y del pontífice romano. Malatesta, que se había mostrado siempre fiel abogado y protector de Gregorio XII, peroró en nombre del mismo, no reconociendo a esta asamblea como legítima, pero asegurando que, si el concilio se trasladaba a otra ciudad que no estuviese bajo el señorío de Florencia, el papa Gregorio renunciaría a la tiara aunque no lo hiciese su rival. Ni siquiera con tan generosa promesa pudo obtener nada el noble príncipe, que el 26 de abril se retiró a su ciudad de Rímini para dar cuenta al papa de sus vanos esfuerzos.

 

Ya desde los primeros días del concilio se había entablado el proceso contra Gregorio XII y Benedicto XIII. A los dos papas se los declaró contumaces en la sesión IV, ya que, citados públicamente, no habían querido presentarse; y en la sesión XV (5 de junio) fueron condenados como cismáticos notorios, herejes y perjuros, que escandalizaban la Iglesia de Dios, y; consiguientemente, se los deponía del pontificado 7 .

Poco antes, en la sesión VIII (10 de mayo), el concilio había querido definir su propia legitimidad y su potestad suprema en la Iglesia para decidir la cuestión de los dos pontífices. Al abrirse la sesión XVIII, el 14 de junio, se presentaron los embajadores del rey de Aragón. No intentaban adherirse al supuesto concilio; sólo pedían ser informados de las decisiones de la asamblea y que se otorgase audiencia a los embajadores de Benedicto XIII, recién llegados a Pisa. El concilio deputó una comisión que recibiera aparte, en la iglesia de San Martín, a los representantes de Pedro de Luna, uno de los cuales era Fr. Bonifacio Ferrer, prior general de la Cartuja y tan fervoroso aviñonista como su hermano San Vicente.

«Somos los nuncios del santísimo Padre el papa Benedicto XIII», empezó diciendo el arzobispo de Tarragona. El público rompió a gritar escandalosamente, llamándoles «nuncios de un hereje y de un cismático». Quisieron hablar con libertad, mas no les fue permitido criticar lo más mínimo las decisiones del concilio contra su señor. Salieron de la iglesia sin exponer siquiera el objeto de su misión, y, como en las calles de la ciudad arremetiese el populacho contra ellos con insultos y aun con amenazas de muerte, tuvieron que escapar poco menos que huyendo. Bonifacio Ferrer nos ha dejado el relato de las injurias y descortesías con que fueron tratados 8 .

 

3. La Iglesia tricéfala. -

Declarada vacante la sede pontificia, los cardenales entraron en conclave en el palacio arzobispal a fin de elegir un nuevo papa en cuanto delegados del concilio, y al cabo de once días, el cardenal de Milán, Pedro Philargis (o Philaretus), fue elegido por unanimidad (26 de junio de 1409). Griego de origen, como nacido en Creta; de humildísima familia, franciscano desde muy joven, había descollado como gran teólogo en las Universidades de Oxford y de París y últimamente se había movido mucho por la convocación del concilio pisano. Llamóse Alejandro V (1409-10) y reinó menos de un año 9 . Coronado el 7 de julio, confirmó las decisiones del concilio, presidió las últimas sesiones y declaró que deseaba trabajar por la reforma eclesiástica. Lo único que se hizo conciliarmente en este punto fue que en la sesión XXII se estableció la reunión de otro concilio general en el término de tres años, o sea en abril de 1412, y en la última (XXIII) se ordenó que antes de esa fecha los metropolitanos debían celebrar concilios provinciales, y los obispos sufragáneos, sínodos diocesanos. El 7 de agosto se clausuraba este concilio de Pisa, que era el primer paso serio y grave en orden a la extinción del cisma 10

 

Pero ¿se había conseguido el fin suspirado? Así debió de creerlo la Universidad de París cuando escribía a sus delegados de Pisa: «¡Oh dichosa elección y afortunada concordia! ¡Oh pacífica unión, que será celebrada por los siglos futuros! Este es el momento de repetir con el poeta mantuano: Magnus ab integro saeclorum nascitur ordo» 11 . La realidad era que la confusión se había aumentado, puesto que, si antes había dos papas, ahora eran tres los que luchaban entre sí, llevándose cada uno parte de la cristiandad. Benedicto XIII, bajo la protección de su amigo el rey D. Martín el Humano y acompañado de San Vicente Ferrer, se retiró a Barcelona, de donde en 1414 pasó a Valencia, fulminando tremendos anatemas contra los cardenales que le habían traicionado, contra la Universidad de París, «esa reunión de malvados que con loca temeridad usurpa el nombre de Universidad», y contra todos sus enemigos.

 

Gregorio XII, interrumpiendo su concilio de Cividale por temor de los venecianos, que habían aceptado la elección de Alejandro V, corrió a guarecerse, a la sombra de Ladislao Durazzo, en Gaeta. Este rey de Nápoles, hijo de Carlos Durazzo y pretendiente de Hungría, era su más poderoso auxiliar. Y no sin motivo. Con la connivencia más o menos forzada de Gregorio había conquistado Ladislao la ciudad de Roma, la Romagna y parte de la Toscana, y ambicionaba mucho más, que sólo con el favor de un papa débil como Gregorio podría obtener. Ladislao tenía un fuerte enemigo político en Luis II de Anjou, que años antes había ocupado la capital y otras ciudades del reino napolitano, y renovaba ahora sus pretensiones al trono con el apoyo decidido de Alejandro V.

Este nuevo papa reconoció a Luis de Anjou el título de rey de Nápoles que un tiempo le había otorgado Clemente VII y lo nombró gonfaloniero de la Iglesia (19 agosto de 1409). Con 500 lanceros que trajo de Francia, otros tantos que le prestaron los florentinos y 1000 que acaudillaba su aliado el cardenal de Bolonia, Baltasar Cossa, bajó Luis II a los Estados pontificios y entró victorioso en Orvieto, Viterbo y en la misma Roma, de donde tuvo que huir Ladislao. Cansadas las tropas de Anjou, no pudieron continuar hacia Nápoles, y Luis se retiró hacia el norte, sin haber ultimado la conquista de la Ciudad Eterna, que sólo algunos meses más tarde cayó en manos de sus lugartenientes (febrero de 1410). Alejandro V podía estar contento. Los Estados pontificios estaban bajo su obediencia. Era el momento de trasladarse desde Bolonia, donde había puesto temporalmente su sede, a Roma, con lo que aumentaría su prestigio de papa verdaderamente romano. Pero la muerte le cortó los pasos. Murió en Bolonia en la noche del 3 de mayo.

 

¿Quién sería su sucesor? Había un cardenal que había influido anteriormente en la elección de Alejandro V, desempeñaba ahora la legación de Bolonia, se había distinguido en la conquista de los Estados pontificios y gozaba del favor de los florentinos. Era Baltasar Cossa. Luis II de Anjou escribió a los cardenales reunidos en conclave recomendándolo. La elección, pues, no era dudosa; recayó sobre este belicoso cardenal, que se llamó Juan XXIII (17 de mayo 1410).

 

4. Juan XXIII, papa de transición.

Lo mismo que de Alejandro V, podemos decir de Juan XXIII: que fue papa de transición. Disputen otros acerca de su legitimidad o ilegitimidad; ciertamente, estos dos pontífices constituyen el puente que condujo a la Iglesia a la otra orilla del cisma, a la tierra firme en que se alzó un papa cierto e indubitable.

 

¿Quién era este personaje circundado de leyendas? Difícil es caracterizar y enjuiciar a aquel napolitano que se llamó Baltasar Cossa, hombre de guerra, que pirateó en el mar de Sicilia cuando las luchas entre Ladislao y Luis de Anjou, según cuenta Teodorico de Niem; que llevó una vida brutal e incontinente, si hemos de creer a este mismo publicista, despiadado y acerbo, y que en Bolonia logró conquistar la tiara con el nombre de Juan XXIII 12 . Según Platina, había hecho estudios jurídicos en la Universidad de Bolonia. Todos reconocían en él dotes no vulgares de condottiero militar y no menos de político y administrador, como lo demostró en su oficio de camarlengo que le otorgó Bonifacio IX. San Antonino de Florencia lo caracterizó en estas concisas palabras: «In temporalibus quidem magnus, in spiritualibus vero nullus omnino» 13 . Aun en las cosas temporales y humanas hay que confesar que no brilló mucho durante el pontificado. Y bien pronto perdió todo su prestigio.

Apenas elegido, envió una embajada a los reyes de Aragón, Navarra y Castilla instándoles a que abandonasen la causa de Benedicto XIII y le reconociesen a él. Con el mismo objeto entró en negociaciones con Carlos Malatesta de Rímini, siempre fiel a Gregorio XII. Todo fue inútil. De Bolonia salió Juan XXIII, en compañía de Luis II de Anjou, camino de Roma. Entraron juntos en la Ciudad Eterna el 12 de abril de 1411. Mientras el anjevino luchaba contra el rey de Nápoles, el papa excomulgó a Ladislao. Pronto cambió la situación, pues cuando Luis se volvió a Francia y el pérfido napolitano prometió abandonar al anciano Gregorio XII, que tuvo que buscar refugio en Rímini, Juan XXIII se apresuró a restituir a Ladislao el título de rey de Nápoles, nombrándole además gonfaloniero de la Iglesia.

Conforme al decreto de Pisa, que ordenaba celebrar nuevo concilio al cabo de un trienio, lo convocó en Roma para el I de abril de 1412. Con esta ocasión creó 14 cardenales, entre los que figuraban Pedro d'Ailly, Francisco Zabarella y Guillermo Fillastre. La apertura del concilio romano no pudo tenerse hasta principios de 1413, y con escasa afluencia de italianos, franceses, ingleses y bohemios. El único decreto de importancia fue el que condenó los escritos de Wiclef, que por aquellos días causaban graves daños en Bohemia 14 . El programa de reformas propuesto por la Universidad de París, y particularmente por Pedro d'Ailly en su Capita agendorum, no se tuvo en cuenta, porque el concilio se disolvió, o, mejor, se aplazó para otra fecha y otro lugar. Bien hicieron los Padres en marcharse a tiempo, porque el ambicioso Ladislao, que había roto las paces con Juan XXIII, invadió el territorio pontificio y asaltó la Ciudad Eterna el 7 de junio, poniendo al papa en precipitada fuga 15 .

 

II. EL CONCILIO DE CONSTANZA

1. Segismundo, emperador.- ¿A dónde dirigiría sus pasos el papa fugitivo? Buscó refugio en Florencia; pero ésta, su antigua aliada, le cerró ahora las puertas, temerosa de indisponerse con el rey Ladislao. En el norte de Italia se hallaba entonces el nuevo emperador Segismundo. A él, como a defensor oficial de la Iglesia, se volvió el desamparado Juan XXIII pidiendo ayuda y protección. No se la negó el emperador, pero arrastrándolo por un camino que no era el deseado por el pontífice. Desde este momento; el monarca germánico vuelve a ser el primer actor en los negocios eclesiásticos de Europa. El rey de Francia, que tan preponderante papel ha jugado hasta ahora en la cuestión del cisma, se retira, cediendo su puesto al emperador.

Segismundo, hijo de Carlos IV y hermano de Wenceslao, reinaba en Hungría desde 1387. A la muerte de Roberto de Baviera, acaecida en 1410, fue elegido para sucederle en el trono imperial, aunque aún vivía su hermano Wenceslao de Bohemia, depuesto por los príncipes. Adornado de egregias dotes, caballeresco, instruido, fastuoso, de altos pensamientos y deseoso de servir a la Iglesia y a la cristiandad, Segismundo valía más para la paz que para la guerra.

 

Ya vimos que no había querido adherirse al concilio de Pisa; por lo tanto, no obedecía a Juan XXIII y esperaba aún la solución del cisma por medio de otro concilio verdaderamente universal. Así que, cuando vio que Juan XXIII se ponía en sus manos, se alegró de poder tomarlo como instrumento para sus planes. Sabía por informes de Malatesta que el anciano Gregorio XII aceptaría un concilio convocado a instancias del emperador y aun abdicaría, si fuera necesario para la paz de la Iglesia.

Entrevistóse, pues, con Juan XXIII en Lodi (diciembre de 1413), compeliéndole buenamente a convocar el concilio general en una ciudad alemana como Constanza 16 . La bula de indicción lleva la fecha del 9 de diciembre de 1413 y la apertura del concilio se señala para el 1 de noviembre del siguiente año. Segismundo anunció que asistiría personalmente a la gran asamblea, la cual, además de tratar de la extinción del cisma y de la reforma de la Iglesia, resolvería otro problema que le preocupaba al emperador: el de la herejía de Hus.

 

2. Solemne apertura. -Constanza, la vieja ciudad imperial, asentada a la orilla del gran lago que lleva su nombre, vio entrar en su recinto el 28 de octubre de 1414, por la histórica puerta de Kreuzlingen, una brillante cabalgata, a cuya cabeza iba Juan XXIII escoltado por nueve cardenales y gran número de prelados. El príncipe Orsini y el conde Montfort tiraban de las riendas de la blanca hacanea pontificia. Cumplimentado el papa por el burgomaestre y aclamado por el pueblo, fue conducido bajo palio a la catedral y luego al palacio del obispo. Empezaba para aquella ciudad una maravillosa fiesta que duraría tres años y medio.

El 5 de noviembre, tras una solemne procesión y una misa pontifical, Juan XXIII declaró abierto el concilio, cuya primera sesión se tendría el 16 en la iglesia catedral. Cada día iban llegando más prelados. El cardenal Pedro d'Ailly, que tan relevante papel desempeñará en esta ecuménica asamblea, hizo su entrada el 17 de noviembre con un séquito de 44 personas. No menos de 500 formaban la comitiva del arzobispo de Maguncia. Y así otros muchos. En los días de más concurrencia llegó a haber en Constanza 29 cardenales, tres patriarcas, 33 arzobispos, cerca de 150 obispos, más de 100 abades, 300 doctores y 18.000 eclesiásticos 17 . Pocas veces se habrá dado en la historia una asamblea más autorizada. Además del emperador, que vino con gran número de príncipes alemanes, estaban representados casi todos los reyes cristianos: de Inglaterra y Escocia, de Francia, de Nápoles, de Dinamarca y reinos escandinavos, de Polonia, del basileus Miguel Paleólogo, de los reinos españoles. Las principales universidades enviaron sus delegados. Los teólogos y canonistas más eminentes participaron en el concilio.

 

El 24 de diciembre, bien entrada la noche, llegó por el lago iluminado el cortejo del emperador Segismundo con su esposa y una escolta de mil caballeros. Esperábale el papa en la catedral para empezar los maitines y la misa de Navidad. Segismundo ocupó un magnífico sitial rodeado de los príncipes y altos dignatarios del imperio, y, según antigua costumbre, cantó el evangelio de la fiesta: Exiit edictum a Caesare, revestido de dalmática diaconal de brocado rojo y con la corona en la cabeza. Terminado el oficio, el papa le entregó una espada bendita, que él juró emplearla en servicio de la santa Iglesia. Todavía tardaron en venir otras personalidades, como el elector palatino, duque Luis de Baviera, que llegó un mes más tarde con 500 caballeros y fue elegido protector del concilio.

 

3. Fermentación democrática y nacionalista. Orden conciliar. -Juan XXIII había hecho su viaje a Constanza acompañado de largo séquito de prelados, partidarios fieles de su causa, y bien provisto de dinero con que comprar voluntades. Algún recelo tenía de que en aquel concilio, donde predominaba el emperador, se alzasen voces contrarias al concilio de Pisa y, consiguientemente, a su pontificado. El iba dispuesto a que no se discutiese el punto de su elección o a que se confirmase, ya que el concilio de Constanza no debería ser sino la continuación del de Pisa. Ahora bien, el concilio pisano había anatematizado tanto a Gregorio XII como a Benedicto XIII. ¿Y cómo no había de ser preferido él antes que un viejo caduco de ochenta y siete años, o de otro de ochenta y seis, ya casi olvidado de todos y confinado en un rincón de Cataluña? Juan XXIII contaba con el favor del arzobispo de Maguncia, del margrave de Baden y del duque de Borgoña. De todos modos había que asegurar la libertad y la vida para cualquier contingencia, y a este fin no se contentó con exigir garantías al emperador, sino que, al pasar por el Tirol camino de Constanza, nombró al duque Federico de Austria capitán general de la Iglesia romana a condición de que él se comprometiese a tomar al papa bajo su patrocinio y a facilitarle la evasión, si era preciso.

 

Al concilio habían sido invitados todos los prelados, príncipes y representantes de las tres obediencias. No faltarían, pues, asistentes que defendieran la causa de Gregorio XII y de Benedicto XIII. Si se planteaba el problema de la legitimidad o se trataba de una nueva elección pontificia, Juan XXIII confiaba en la legión de prelados italianos que había traído consigo. El número de sus votos sería superior al de sus rivales. Pero estos cálculos le salieron fallidos, porque, a propuesta de los cardenales Pedro d'Ailly y Guillermo Fillastre, determinó el concilio que tuviesen voto en las congregaciones no sólo los obispos y abades, sino también todos los doctores en teología o en derecho canónico, como había ocurrido en los concilios de Pisa y de Roma; más aún, los mismos príncipes y sus delegados tendrían voz activa 18 . Otra decisión más grave todavía y contraria a toda la tradición de la Iglesia se agregó el 7 de febrero de 1415: la votación no sería por cabezas, individualmente, sino por naciones, colectivamente; cada nación, estuviese integrada por muchos o por pocos individuos, no tendría más que un voto. Con esto los prelados y doctores italianos, que constituían casi la mitad del concilio, perdieron su ventaja 19 .

El sistema de votación que por fin se adoptó fue el siguiente: todos los asistentes al concilio se dividían en tantos grupos cuantas eran las naciones reconocidas. Al principio eran cuatro: la nación italiana, la alemana (que incluía a Bohemia, Hungría, Polonia y Escandinavia), la francesa y la inglesa; después vino también la española (de Castilla, Aragón, Navarra y Portugal). Una comisión organizadora señalaba los temas que debían discutirse en todas las reuniones separadas que celebraban las cuatro o cinco naciones. En estas reuniones de cada nación tenían voto todos los participantes, lo mismo un obispo que un embajador, un doctor o el delegado de un cabildo, fuesen clérigos o laicos. El voto de la mayoría se consideraba voto o decreto de la nación. Cuando todas las naciones habían deliberado separadamente sobre un punto, se comunicaban mutuamente los decretos para ver si coincidían y estaban de acuerdo. Esto lo hacían los delegados oficiales de cada nación, presididos por un obispo que se cambiaba cada mes. Si había discrepancias, discutían entre sí hasta que se preveía una concordia posible, y entonces, consultada de nuevo cada nación particular, tenía lugar la congregación general de las naciones, en la que cada nación no tenía más que un voto. Cuando un artículo se aprobaba allí por unanimidad, se decía aprobado nationaliter, después de lo cual se llevaba a la sesión general, pública y solemne, donde todo el concilio lo aprobaba conciliariter 20 . Así, la Iglesia representada en las votaciones de Constanza no era la Iglesia católica unida, sino la Iglesia dividida en naciones. Cada voto no expresaba sino lo que cada nación sentía.

 

El sacro colegio cardenalicio no era en un principio reconocido como corporación distinta de las naciones; cada cual votaba dentro de su nación. Repetidas veces protestaron los cardenales contra este desprecio de su autoridad y pidieron se les concediera un voto colectivo, pues no debían ser menos-decían-que la nación inglesa, la cual se componía de 20 miembros, de los cuales sólo tres eran obispos, mientras que el colegio cardenalicio constaba de 16 purpurados y otros más que vendrían, entre los cuales había muchos y muy insignes doctores. Mas nada consiguieron hasta la sesión XI (25 de mayo 1415), en que se les permitió nombrar una comisión de seis miembros que deliberase con los delegados de las naciones 21 .

 

4. Fuga de Juan XXIII. -La segunda sesión pública y solemne, anunciada para el 17 de, diciembre de 1414, se fue difiriendo hasta el 2 de marzo del 1415. En las congregaciones precedentes, el asunto principal sometido al juicio de las naciones fue la herejía de Wiclef y de Hus. Juan Hus se hallaba en Constanza desde el 3 de noviembre; a fines de mes se le encarceló y poco después se inició formalmente el proceso, que duró hasta el 6 de julio de 1415. Otra cuestión que no se agitaba aún en las reuniones, pero que flotaba en el ambiente desde el primer día, era la manera de solucionar definitivamente el cisma. En una congregación general del 4 de enero con ocasión de la llegada del cardenal Juan Dominici de Ragusa con otros delegados de Gregorio XII, se acordó por influjo del emperador, allí presente, que los cardenales partidarios de cualquiera de los antipapas podrían ostentar en el concilio el capelo rojo y demás insignias cardenalicias. Tal decisión no pudo menos de dolerle a Juan XXIII, pues era dar beligerancia a sus dos rivales, ya condenados en el concilio de Pisa.

 

Corría el rumor insistente de que la solución más sencilla del problema sería la cesión o abdicación de los tres papas. Ese era el parecer del cardenal Fillastre, de Pedro d'Ailly y del mismo emperador Segismundo. El temor de Juan XXIII se convirtió en consternación cuando se enteró de un libelo anónimo que circulaba por la ciudad con las más horrendas acusaciones contra él. No había delito que no se le imputase: avaricia, fornicación, herejía, fraude, mendacidad, perjurio, simonía, violencia, etc. El autor del libelo pedía al concilio que iniciase una investigación jurídica sobre estos crímenes. Pensó Juan XXIII que conmovería a la asamblea en su favor y alcanzaría la absolución si, refutando las acusaciones calumniosas, confesara sinceramente sus verdaderas culpas; pero sus partidarios le aconsejaron que no procediese con precipitación ni disputase con sus enemigos. Estos, sin embargo, persistieron en la demanda de una información jurídica y en pedir para el reo la deposición.

Entonces Juan XXIII el 16 de febrero hizo leer al cardenal Zabarella un documento de abdicación voluntaria por el bien de la Iglesia. Pareció la fórmula demasiado vaga e injuriosa para los otros dos pretendientes al papado, y, finalmente, en la congregación del 1 de marzo y en la sesión solemne del día siguiente leyó la nueva fórmula que se le impuso, y que decía así: «Ego Ioannes papa XXIII, propter quietem totius populi christiani, profiteor, spondeo, promitto, voveo et iuro Deo et Ecciesiae et huic sacro Concilio, sponte et libere dare pacem ipsi Ecclesiae per viam meae simplicis cessionis papatus, et eam facere et adimplere cum effectu... si et quando Petrus de Luna Benedictus XIII et Angelus Corrario Gregorius XII in suis obedientús nuncupati, papatui quem praetendunt... simpliciter cedant, et etiam in quocumque casu... in quo per meam cessionem poterit dar¡ unio Ecclesiae De¡ ad exstirpationem praesentis schismatis» 22 .

 

Agradecido el emperador, se levantó del trono y fue a besarle el pie. Un patriarca, en nombre de todo el concilio, «pasó a darle las gracias de aquel acto, que fue de los señalados que ha habido en la Iglesia» 23 , según nota Zurita, y con razón, porque entonces se empezó a ver que alboreaba el día de la unión. Pero ni Juan XXIII ni sus partidarios estaban contentos. Había que procurar de cualquier modo la disolución del concilio antes que diera algún decreto fatal. Si el papa huyera de Constanza, tal vez el desconcierto cundiría entre los conciliares, y, viéndose sin cabeza y desunidos entre sí, no tendrían ánimo ni autoridad para continuar deliberando y se volverían a sus tierras.

Muy difícil era la fuga, porque a lo largo de las murallas y sobre el lago vigilaban continuamente centinelas. Juan XXIII se apalabró con su protector el duque Federico de Austria, el cual organizó un espléndido torneo, y mientras el emperador, los príncipes y los caballeros, con infinita multitud de gentes, se agolpaban en torno del palenque, al atardecer del 20 de marzo, un desconocido con hábito pardo de palafrenero, armado de ballesta y montado en viejo caballo, cruzó la puerta de Kreuzlingen acompañado de un fámulo. Nadie advirtió que aquel hombre era el papa. En la ribera del lago le aguardaba una barca, que lo transportó a Schaffhausen, ciudad perteneciente al duque de Austria.

 

5. El concilio sobre el papa. -La fuga de Juan XXIII sembró la confusión, el desorden y la perplejidad en todos, especialmente cuando vieron que tras él se iban el duque Federico con muchos austríacos y muchísimos italianos, entre ellos cinco cardenales y varios embajadores. Sólo la voluntad y el imperio de Segismundo, empeñado en que su obra no fracasara vergonzosamente, impidió que el concilio se disolviera. El en persona salió a caballo para evitar en las calles tumultos populares y en seguida convocó a las cuatro naciones en congregación general (21 ó 22 de marzo), donde declaró que estaba resuelto a mantener el concilio aun con peligro de su vida y exhortó a todos a proseguir tranquilamente sus tareas. Tres cardenales con un arzobispo fueron enviados a Schaffhausen para preguntar al fugitivo sus propósitos e intenciones.

 

Esta escapada de Juan XXIII contribuyó a que las doctrinas conciliaristas se difundiesen públicamente y se propugnase sin miedo la superioridad del concilio sobre el papa. No pocos de la Universidad de París allí presentes hablaron contra la plenitud de la potestad pontificia, y el canciller Juan Gersón, en nombre de toda la embajada francesa, predicó el día 23, delante del emperador, doce proposiciones que él llamó «rayos de la verdad», magnificando al concilio y empequeñeciendo la autoridad papal. Todos los cristianos, incluso el pontífice, tienen que obedecer al concilio, asistido por el Espíritu Santo; siendo el papado esencial a la Iglesia, no puede el concilio destruir la potestad pontificia, establecida por Jesucristo, pero sí puede regular y moderar su ejercicio para el mayor bien de la Iglesia; en su convocación es independiente del pontífice romano y tiene derecho a imponer a éste cualquier medida que sea necesaria para la extinción del cisma 24 .

La tercera sesión solemne tuvo lugar el 26 de marzo de 1415. Sólo una hora antes de la apertura fueron comunicadas al sacro colegio las decisiones que se debían promulgar, y que precedentemente habían sido adoptadas por las naciones. Por eso, los cardenales se negaron a asistir. Sólo Zabarella y Pedro d'Ailly, éste como presidente, autorizaron con su presencia la sesión, a la que no asistieron más que 70 prelados, la tercera parte, y en la que se publicaron decretos sobre la legitimidad de este concilio constanciense, la plenitud de sus poderes aun sin el papa y el absoluto deber de continuarlo hasta la plena extinción del cisma y reforma de la Iglesia en su cabeza y en sus miembros.

 

6. Sesiones IV y V (30 de marzo y 5 de abril 1415).-Pedro de Ailly y Zabarella pueden contarse entre los moderados, pues todavía al final de la sesión tercera declararon que seguían fieles a Juan XXIII mientras éste perseverase en su voluntad de abdicar espontáneamente por el bien de la Iglesia. En el resto de los conciliares, exceptuando los italianos, iba creciendo cada día la aversión a Juan XXIII y el deseo de proceder independientemente del papa. Se ha hecho célebre la congregación que el Viernes Santo (29 de marzo) tuvieron en el convento de los franciscanos las naciones de Francia, Alemania e Inglaterra sin la participación de Italia ni del colegio cardenalicio. Allí se redactaron cuatro artículos, aprobando resueltamente el conciliarismo, amenazando con graves castigos a cualquiera que no obedeciese a los decretos del concilio, declarando que la fuga de Juan XXIII era un escándalo manifiesto, que le hacía sospechoso de cisma y herejía, y atestiguando que el papa fugitivo, contrariamente a lo que él decía, había gozado en Constanza de plena libertad.

 

Estos artículos les parecieron a los cardenales inadmisibles, porque ofendían el honor y la dignidad del pontífice, por lo cual suplicaron a Segismundo no permitiese que se promulgasen en la próxima sesión. Dijéronle que Juan XXIII estaba dispuesto a poner el negocio de la abdicación en manos del emperador y de algunos cardenales, que no retiraría de Constanza la curia y sus oficiales, por más que hubiese dado órdenes en ese sentido, y que el colegio cardenalicio sólo asistiría a la sesión solemne en caso que esos cuatro artículos se modificasen en la forma que le indicarían. Temeroso el emperador de una ruptura entre los cardenales y el concilio, corrió a la congregación de las naciones y les rogó que atenuasen los cuatro artículos, y, aunque encontró resistencia en muchos, maniobró con tanta rapidez y habilidad aquella noche y la mañanita del día siguiente, que, al abrirse el Sábado Santo la sesión general, ya los delegados de las naciones habían consentido en la propuesta de los cardenales.

 

Era el 30 de marzo. La cuarta sesión solemne, a la que asistían más de 200 prelados y muchísimos doctores, se iniciaba muy inquieta, pues aun después de empezada la misa, el emperador iba de unos a otros y llamó a los cardenales a una capilla de la catedral para los últimos acuerdos. Concluido el santo sacrificio y el rezo de las letanías, alzóse el cardenal Zabarella para dar lectura a los artículos convenidos. El primero era el mismo que habían aprobado las naciones, y sonaba así: «Este santo sínodo constanciense..., congregado legítimamente en el Espíritu Santo, formando concilio ecuménico y representando a la Iglesia católica militante, tiene su autoridad inmediatamente de Dios, y cualquier persona, de cualquier dignidad que sea, incluso papal, está obligada a obedecer al concilio en todo cuanto se refiere a la fe y extirpación del cisma» 25 .

El segundo, tercer y cuarto artículos de las naciones fueron sustituidos por otros que decían: «2. Item: que el santísimo Padre Juan XXIII no cambie ni traslade a otro lugar la curia romana y sus oficinas con los funcionarios... sin consentimiento del santo sínodo. Y, si hiciere lo contrario y fulminase censuras para que los oficiales le sigan..., todo sea írrito y nulo». «3. Item: que cualquier traslación de prelados o privación de beneficios en perjuicio del concilio... sea jurídicamente inválida, írrita, nula y vana». «4. Item: que por bien de la unión no se creen nuevos cardenales» 26 .

No pocos de los asistentes al concilio se sorprendieron del tenor de aquellos artículos, pues ignoraban las negociaciones del emperador con los delegados y con los cardenales. Saliendo de la sesión, algunos quisieron protestar irritados, mas pronto se hubieran calmado si un nuevo incidente no hubiera venido a exasperarlos. Corría por todas partes la noticia de que Juan XXIII, conducido por el duque Federico, había huido también de Schaffhausen, dirigiéndose a Laufenburg, catorce leguas al oeste. La indignación de todos, empezando por Segismundo, fue grande, y creció mucho más cuando vieron que, sin permiso del concilio, varios cardenales, prelados, curiales y otros eclesiásticos italianos abandonaban la ciudad de Constanza para seguir a su pontífice 27 . En aquel ambiente turbado de ira y resentimiento se reunió la sesión general quinta precipitadamente el sábado 6 de abril con objeto de publicar ahora parte al menos de aquellos artículos suprimidos en la sesión anterior.

La mayoría de los cardenales se negaba a asistir; mas, a fin de evitar un escándalo, ocho de ellos hicieron acto de presencia, aunque desaprobando dichos artículos. El obispo de Posen los leyó, por haberlo rehusado Zabarella. Decía el primero: «Este santo sínodo... tiene su autoridad inmediatamente de Dios, y cualquier persona, de cualquier dignidad que sea, incluso papal, está obligada a obedecer al concilio en todo cuanto se refiere a la fe y extirpación del cisma y reforma de la Iglesia tanto en la cabeza como en los miembros». El segundo declaraba «que quien no obedezca a los decretos de este santo sínodo o de cualquier otro concilio general y persista en su contumacia..., aunque sea de dignidad papal, sea debidamente castigado, aplicando, si es preciso, otras medidas jurídicas». El tercero prohibía la traslación de la curia y el cuarto anulaba las condenaciones y censuras de Juan XXIII, como los artículos tercero y cuarto de la sesión anterior. El quinto, finalmente, testificaba que el papa fugitivo, contrariamente a lo que él decía, había gozado en Constanza de plena libertad 28 .

Tales son los famosos artículos del concilio de Constanza, base del conciliarismo doctrinal, que, renovados en el concilio de Basilea con gesto más revolucionario y ratificados en la pragmática sanción de Bourges, fueron abrazados como un dogma por la iglesia galicana en 1682.

 

7. Valor de los cinco artículos. -Aquí es necesario preguntarnos: ¿Tienen esos artículos, particularmente los dos primeros, validez universal? ¿Y son de carácter dogmático? Creemos que a las dos interrogaciones se puede responder negativamente. Téngase en cuenta que fueron sancionados por un concilio que no puede con certeza llamarse legítimo, ya que la legitimidad del papa que lo convocó no es cierta, ni mucho menos, y en el momento de promulgarse dichos artículos era un concilio acéfalo y sin autoridad. Y con dificultad podrá decirse ecuménico o representante de la Iglesia universal un concilio al que faltaban los obispos de los otros dos papas contrincantes. También el modo de votar por naciones parece ilegitimar sus decretos, puesto que no eran los cardenales y obispos-a los cuales con el papa corresponde el gobierno y la administración de la Iglesia-los que decidían, sino la masa mucho mayor de doctores, simples clérigos y aun laicos presentes a las congregaciones de las naciones. Una especial irregularidad se advierte precisamente en los decretos de las sesiones IV y V, en cuya discusión no estuvo presente la nación italiana, ni menos los cardenales representantes de la iglesia particular de Roma.

 

Aunque se demostrase que el concilio de Constanza fue siempre legítimo, diríamos que los susodichos artículos tenían a lo sumo un valor circunstancial y en ningún modo carácter dogmático. No intentaban definir una doctrina, sino imponer una ley, establecer autoritativamente una norma para el buen régimen de la Iglesia: que el papa se someta al concilio en los casos dudosos, oscuros y excepcionales, como eran los de entonces 29 . Que el concilio de Constanza no pretendió pronunciar una definición dogmática, se evidencia claramente: primero, por su modo de expresarse; segundo, por su modo de obrar. Si examinamos las fórmulas que usa, veremos que no emplea las frases clásicas y consagradas para las definiciones, v.gr., diffinimus, condemnamus et anathematizamus tamquam haereticos, u otras equivalentes (de las que el mismo concilio se vale contra los errores de Wiclef, Hus y Jerónimo de Praga), sino que se expresa así: «Ipsa sancta synodus... declarar, quod (papa) obedire tenetur... Declarat, quod quicumque... obedire contumaciter contempserit... paenitentiae subiiciatur». Repetimos que no son éstas las fórmulas que usa la Iglesia en sus definiciones de un dogma de fe. Y, aunque poco antes ha dicho: «Ordinat, diffinit, decernit et declarat», el sentido del segundo verbo está determinado por el de los concomitantes.

 

Lo mismo viene a demostrar su actitud ante los que no aceptaban la doctrina del conciliarismo. Sabemos de algunos miembros del concilio que siguieron defendiendo la supremacía pontificia e impugnando la doctrina contraria, sin que el concilio los condenase ni se inquietase por ello; v.gr., el general de los dominicos, Leonardo Statius 30 . El conciliarista Fillastre nos dice que había en Constanza «diversas opiniones de potestate concilii supra papam, maxime in iis quae pertinent ad reformationem Ecclesiae» 31 . Y Martín V, recién elegido papa en Constanza, condenó el conciliarismo por estas palabras: Nulli fas est a Supremo Iudice, videlicet Apostolica Sede, seu Romano Pontífice lesu Christi Vicario in terris, appellare, aut illius iudicium in causis fidei... declinare» 32 .

 

Suele objetarse que, al fin y al cabo, el papa Martín V sanó in radice la ilegitimidad del concilio de Constanza, y, por tanto, son valederos universalmente aquellos decretos. Conviene explicar en qué consistió tal aprobación. Al fin de la última sesión, cuando ya el cardenal Rainaldo de San Vito había pronunciado, de orden del papa, Domini ite in pace!, y todos habían respondido Amen, se levantaron los embajadores de Polonia y de Lituania pidiendo fuese condenado en sesión solemne un escrito del dominico Fr. Juan Falkenberg que, según ellos, contenía varias herejías y había sido reprobado en la congregación general de las naciones. Respondieron los patriarcas constantinopolitano y antioqueno y un dominico español que no todas las naciones lo habían reprobado. Y como se armase un alboroto, intervino el papa, diciendo que él aprobaba todo cuanto el concilio había determinado «conciliariter» en materia de fe, mas no lo que de otra manera se hubiera decidido 33 . Ahora bien, según hemos demostrado arriba, los cinco artículos de las sesiones IV y V no son materia de fe (de rebus fidei). Y aun podríamos, aunque con menos seguridad, añadir que tampoco fueron determinados «conciliariter» ; se requería que antes de promulgarse en la sesión solemne llevase el voto unánime de todas las naciones, y, según pensaban muchos, también el voto de los cardenales, representantes de la Iglesia romana. Pues bien, sabemos que los cardenales no aprobaron dichos artículos. Que fuese necesario este voto parece deducirse del empeño que siempre mostraba el emperador y las naciones por obtener la aprobación del colegio cardenalicio 34 . Y por lo menos parece que ésa era la opinión de los cardenales, particularmente de Pedro de Ailly 35 . Cardenal era entonces Martín V, y por eso podemos creer que, cuando puso como condición para aprobar los decretos constancienses que hubieran sido determinados «conciliariter», se refería a los que llevaban la aprobación de los cardenales.

 

8. Deposición de Juan XXIII. -Veamos ya cómo el concilio de Constanza alcanzó su primer objetivo, que era el de dar la paz y unión a la Iglesia. Como medida previa, optó por deponer a dos papas y aceptar la dimisión del tercero. Juan XXIII había huido de Constanza alegando, en cartas que escribió al emperador, a los cardenales, a la corte de Francia, etc., diversos pretextos: la insalubridad del aire, la falta de libertad. Como Federico, su protector, no se sintiese seguro en el castillo de Schaffhausen por miedo de Segismundo, que lo había proscrito del imperio, llevó al papa consigo a Laufenburg ; de allí, a Friburgo de Brisgovia, y luego a su fuerte castillo de Breisach. Los cardenales Fillastre y Zabarella vinieron a comunicarle que el concilio de Constanza en la sesión VI, del 17 abril, le citaba a comparecer ante la asamblea y le ofrecía la fórmula de abdicación. Duro golpe para el papa y no menos duro el cambio que se obró en su protector Federico de Austria. Abandonado éste por los suizos y por otros partidarios, aceptó la mediación del duque Luis de Baviera para reconciliarse con el emperador, el cual le puso como condición la entrega del pontífice fugitivo. Federico, aunque con dolor, hubo de prometerlo, volviendo a Constanza el 30 de abril.

 

Soñó entonces Juan XXIII en pasar hasta Avignon y encerrarse en el inexpugnable palacio de los papas; mas como el duque de Borgoña no accediese a franquearle el camino, tornó a Friburgo los últimos días de abril. Mal cariz tomaban en Constanza sus asuntos, pues en la sesión VII (2 de mayo) se determinó entablar proceso contra él, y se le citó a comparecer en el término de nueve días, tratándolo de hereje, simoníaco, escandaloso e incorregible. En las sesiones IX, X y XI (13, 14 y 25 de mayo) se pidió oficialmente su deposición, se oyeron las acusaciones de los testigos y se le declaró contumaz y privado de todo gobierno eclesiástico 36 . Por fin, en la sesión XII, del 29 de mayo, y sin que nadie le defendiera, se procedió a su pública deposición y privación del papado, declarándolo notorio simoníaco, dilapidador de los bienes y derechos de muchas iglesias, escandaloso por sus detestables y deshonestas costumbres, pertinaz, incorregible y reo de otros muchos crímenes. Quiso protestar el cardenal Zabarella, mas un confuso griterío de Placet ahogó su voz y ratificó la sentencia.

 

Aquel «monstruo de iniquidades» se reveló en la adversidad mejor que muchos de sus enemigos. Con una debilidad que nadie sospechara en él, Baltasar Cossa, ya antes de la condena, se dejó conducir el 17 de mayo al castillo de Radolfzell, cerca de Constanza, donde permaneció bajo la custodia de cuatro miembros del concilio y de 300 caballeros húngaros. Cuando le mostraron el primer decreto de suspensión, no quiso defenderse, deploró su fuga, dijo que el concilio era infalible, se excusó humildemente de sus faltas y entregó el anillo papal y el sello de las bulas. Y, cuando le participaron la sentencia de deposición, se confió resignado a las órdenes del emperador y del concilio. El 3 de junio fue llevado prisionero al castillo de Gottlieben; de aquí, a Heidelberg, y poco después a Mannheim bajo la vigilancia del duque de Baviera. Cuatro años más tarde, por unas disensiones que Luis de Baviera tuvo con el emperador, pudo Baltasar Cossa comprar su libertad a precio de 30.000 florines. Bajó a Italia y se postró a los pies del nuevo papa Martín V, el cual, compadeciéndose de su infortunio, le restituyó la dignidad cardenalicia. Pocos meses después, en diciembre de 1419, falleció en Florencia oscuramente Baltasar Cossa 37 .

 

9. Abdicación de Gregorio XII. -Parecía que con la deposición de Juan XXIII estaba resuelto el nudo más difícil de la tarea conciliar. ¿Cómo acabar ahora con los otros dos papas? El anciano Gregorio XII facilitó cuanto pudo la cuestión. El 25 de enero de 1415, sus embajadores, el cardenal arzobispo de Ragusa, Juan Dominici, y los obispos de Worms, Spira y Verdun, recibidos por el concilio, declararon que Gregorio abdicaría con tal que los otros dos hiciesen lo mismo y no presidiese Baltasar Cossa la sesión. Esto no era mucho prometer, pero el día de la sesión XIII, 15 de junio, cuando ya Juan XXIII había sido depuesto, vino a Constanza Carlos Malatesta como plenipotenciario de Gregorio ante el emperador. Sus propuestas fueron examinadas y, finalmente, aceptadas. En la sesión XIV (4 de julio 1415), Juan Dominici, en nombre de Gregorio XII, legitimó el concilio, convocándolo de nuevo, y autorizó y confirmó cuanto él hiciera en adelante por la unión y reforma de la Iglesia y por la extirpación de la herejía; Carlos Malatesta leyó la fórmula de renuncia al papado. El cardenal Dominici fue recibido en el sacro colegio y Gregorio XII (ahora Angelo Corrario) fue nombrado decano del colegio cardenalicio, obispo de Porto y legado perpetuo en Ancona. Murió en Recanati el 18 de octubre de 1417, antes de terminarse el concilio y antes de la elección del nuevo pontífice. Tenía noventa años. ¡Lástima que este acto de humildad y de amor a la Iglesia no lo hiciera diez años antes!

 

10. Deposición de Benedicto XIII. -Faltaba lo más duro, la eliminación del papa aragonés, único sobreviviente de los autores del cisma. «Mientras esta luna no se eclipse-decía Gersón-, no lucirá el sol de la paz y la concordia». Sus embajadores habían venido a Constanza a primeros de marzo de 1415, siendo recibidos en audiencia el día 4. Lo que propusieron fue que el emperador se trasladase a Niza para deliberar con Benedicto XIII y con el rey Fernando I de Aragón. Segismundo prometió hacerlo. La ocasión no se presentó hasta el momento de la abdicación de Gregorio XII. El lugar señalado para la entrevista fue, finalmente, Perpignan, no Niza. Benedicto XIII, que desde el año anterior se hallaba en Valencia, vino a la cita en junio de 1415 y aguardó impaciente la tardía llegada de Segismundo. Este no pudo salir de Constanza hasta el 18 de julio ni entrar en Perpignan hasta el 17 de septiembre. También el rey de Aragón, retenido por una grave enfermedad, llegó con retraso. Todos vinieron con lujosas comitivas. Escoltaban al emperador algunos príncipes alemanes, prelados, doctores y hasta 4.000 jinetes. Como si Benedicto quisiera deslumbrarlo con toda la pompa de una verdadera corte pontificia, se vistió su mejor manto de púrpura para darle audiencia en el gran salón del castillo de Perpignan. La entrevista fue cordial; se abrazaron y besaron efusivamente, mas en las consultas y negociaciones el papa aragonés se oponía tenazmente a la via cessionis, proponiendo por su parte la via iustitiae, es decir, que se averiguase jurídicamente en una discusión cuál era el papa legítimo. Con todo, si el emperador prefería la vía de cesión, él ponía tres condiciones: que se anulasen todas las sentencias dadas contra él en Pisa, que el nuevo papa fuese aceptado por todos los príncipes y fieles y que la elección fuese conforme a los cánones. Al decir esto pensaba que sólo él podría ser elegido canónicamente, ya que Pedro de Luna era el único cardenal incontestable, como anterior al cisma.

 

Segismundo no podía aceptar tales condiciones. Entonces Benedicto propuso otro plan: que los cardenales por él nombrados y los de Constanza eligiesen un número de árbitros, los cuales nombrarían el nuevo papa. Tampoco este proyecto pareció aceptable. Cansado el emperador de tantos esfuerzos inútiles, decidió salir de Perpignan a principios de noviembre. Apenas llegado a Narbona, le alcanzó una embajada del rey de Aragón con representantes de Escocia y de los otros príncipes que obedecían a Benedicto XIII rogándole retrasara su viaje, pues estaban dispuestos a adherirse al concilio de Constanza, abandonando a Benedicto. Detúvose Segismundo y envió a Perpignan sus delegados. Ya para entonces había salido el pontífice de la ciudad, dirigiéndose a Colliure, donde se embarcó para Peñíscola, fuerte ciudadela sobre el mar Mediterráneo, en la provincia de Castellón38 .

 

Esta fuga precipitada, sin prestar atención a las nuevas súplicas que le dirigió el rey de Aragón, indignó a los que hasta entonces eran sus partidarios. Y, juntándose con el emperador y con los delegados del concilio constanciense en Narbona, los representantes de Aragón, Castilla, Navarra, Escocia y los condes de Foix y de Armagnac firmaron el 13 de diciembre de 1415 un tratado en el que se estipuló que así los Padres de Constanza como los prelados y cardenales de Benedicto se invitasen recíprocamente a un concilio general, donde, disfrutando todos de iguales privilegios, procederían de común acuerdo a la deposición de Benedicto XIII (si éste no renunciaba espontáneamente) y al nombramiento de un nuevo papa; todas las penas y censuras de una y otra parte serían anuladas. Con gran júbilo se recibió en Constanza la noticia de este convenio, que fue ratificado solemnemente en una congregación general del 4 de febrero de 141639 .

 

Ya para entonces el reino de Aragón se había separado oficialmente del papa Luna (6 de enero 1416). Y fue San Vicente Ferrer, el que había sido su confesor y consejero, quien en la fiesta de la Epifanía leyó desde el púlpito de Perpignan la fórmula de substracción de la obediencia a Benedicto XIII. Aquel santo predicador y taumaturgo, de tanto prestigio popular, había rogado los últimos días muy insistentemente a Pedro de Luna que abdicase por el bien de la Iglesia. Su elocuencia ardorosa no hizo mella en el testarudo aragonés. Y Vicente Ferrer, aunque internamente persuadido de que la justicia y el derecho estaban con Pedro de Luna, se apartó de él para adherirse al concilio de Constanza 40 . En la sesión XXII (1 5 de octubre 1416), los delegados de Aragón y de Portugal, tras varios días de discusión, se incorporaron al concilio; los de Navarra, en la sesión XXVI (24 de diciembre), y los de Castilla, en la sesión XXXV (18 de junio 1417) aunque se hallaban en Constanza desde marzo 41 .

 

Así la Natio hispanica se agregó a las otras cuatro que constituían el concilio.Desde la sesión XXIII (5 de noviembre 1416) hasta la XXXVII (26 de julio 1417) duró el proceso que se instituyó contra Pedro de Luna, con citaciones del acusado, audiencia de testigos, etc. Cuando en enero de 1417 llegaron a Peñíscola los diputados del concilio invitándole a comparecer ante sus jueces, el viejo papa protestó contra tanta avilantez, ya que la verdadera Iglesia no estaba en Constanza, sino en Peñíscola, como en tiempo del diluvio se hallaba solamente en el arca de Noé. Dada la vida pura e íntegra del reo, nadie se atrevió a insinuar contra él aquellas acusaciones de simonía, inmoralidad, avaricia, trato con el demonio, etc., que no faltaban nunca en semejantes procesos. Le acusaron, con verdadero fundamento, de contumacia; le acusaron también de perjurio, por no haber cumplido su palabra de abdicar, aunque él lo había prometido sólo después de empleados todos los otros medios; le acusaron de fautor del cisma, y fue el propio Gersón el encargado de probar que también había incurrido en herejía, porque obraba contra el artículo del símbolo que dice: «Credo in unam sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam». Consiguientemente, el concilio en la sesión del 26 de julio lo privó y depuso de su dignidad papal, lo cortó de la Iglesia, como ramo seco, y prohibió a todos los cristianos, bajo las más severas penas, que le prestasen obediencia o favor 42 .

 

El canto del Te Deum bajo los arcos de la románica catedral, el vuelo de las campanas en las torres y el resonar de las trompetas imperiales por las calles de Constanza anunciaron al mundo que el último obstáculo para la unión había sido vencido. Mientras tanto, en la remota Peñíscola, en aquel promontorio que se interna en el mar coronado de murallas, Benedicto XIII seguía protestando que la Iglesia estaba con él, que los herejes cismáticos eran los de Constanza; todos los años el día de Jueves Santo pronunciaba el anatema contra el rey de Aragón y contra los cardenales que le habían abandonado. En aquel castillo solitario batido por el mar murió Pedro de Luna el 29 de noviembre de 1422 a la edad de noventa y cuatro años 43 .

 

III. Elección de Martín V. Reforma y concordatos

1. El papa Colonna. -Eliminados los tres pontífices que dividían la cristiandad, parecía llegado el momento de elegir uno nuevo que fuese cabeza de todos los fieles. En junio de 1417 se empezó a discutir seriamente sobre ello. Existía desde mucho antes una comisión para la reforma de la Iglesia, y sus proyectos se entorpecieron y enredaron ahora con la cuestión de la elección pontificia. Cuando el sacro colegio, y principalmente Pedro de Ailly, trazó las normas que se debían seguir en la elección del nuevo papa, opúsose decididamente Segismundo, diciendo que la nación alemana y la inglesa exigían que la reforma eclesiástica había que emprenderla antes que se nombrase el pontífice; de lo contrario, se corría el riesgo de que no se hiciese nunca. Al partido de los cardenales se juntaron los italianos, franceses y españoles, y respondieron por boca de Pedro de Ailly el 25 de agosto que la más importante reforma era la de proveer al cuerpo de la Iglesia de su verdadera cabeza, porque un cuerpo sin cabeza es la mayor de las deformaciones.

 

Llegó a tal punto la discordia, confusión y efervescencia de los ánimos, que corrió la voz de que Segismundo iba a arrestar a los cardenales. Muchos se quejaban de que se entrometía demasiado en los asuntos eclesiásticos, coartando la libertad del concilio. Ingleses y alemanes, unidos y concordes desde que Segismundo, volviendo de Perpignan, había ido hasta Inglaterra para negociar con Enrique V, insistían en que se hiciese la reforma antes que la elección, porque buena parte de la reforma había de consistir en limitar la potestad del futuro papa, quitándole la facultad de disponer de los beneficios eclesiásticos, anatas, etc. No faltó quien los tachó de husitas y herejes («recedant haeretici»), sin que la voz moribunda de Zabarella, que falleció el 26 de septiembre, pudiera calmarlos. Protestaron indignados los alemanes que ellos amaban a la Iglesia con su cabeza el papa, pero que los romanos pontífices desde hacía ciento cincuenta años venían cometiendo infinitos abusos, invadiendo los derechos de las iglesias particulares con sus reservaciones, expectativas, anatas, servicios comunes, espolios, dispensaciones simoníacas, etc., etc. ; de donde se originaba la corrupción del clero, la ruina de los estudios y la decadencia de las iglesias v monasterios. La nación alemana desconfía de promesas para el futuro, pues ha visto que las que se dieron en Pisa no se han cumplido 44 .

 

La muerte del obispo Roberto de Salisbury contribuyó a que los ingleses dejasen de hacer causa común con los alemanes, y poco después la llegada del obispo de Winchester, Enrique de Beaufort, tío del rey Enrique V, facilitó la concordia al proponer que se empezasepor la elección del papa, pero que antes un decreto conciliar impusiese la obligación de emprenderse la reforma inmediatamente después de la elección pontificia; además, podríanse publicar, aun antes de la elección, aquellos decretos de reforma en los que todas las naciones estaban de acuerdo. Así se hizo en la sesión XXXIX, del 9 de octubre, en la que se promulgaron cinco. El primero es el célebre decreto Frequens, que ordenaba la periodicidad de los concilios generales, confirmando así el triunfo del conciliarismo. Cinco años después del de Constanza se celebraría un nuevo concilio; siete años después de éste, tendría lugar el tercero, y, en adelante, cada diez años se convocaría concilio general. Los cuatro decretos siguientes trataban de impedir la posibilidad de un nuevo cisma y prohibían los espolios y procuraciones. En la sesión XL (30 de octubre) se anunció el programa reformatorio en 18 puntos, que debería ejecutar el futuro papa antes de clausurar el concilio.

 

Los cardenales que iban a entrar en conclave eran 23; como todos ellos habían sido creados por los papas depuestos, hubo algún extremista que propuso fueran excluidos totalmente; no fue así, pero sí se pensó que convenía reforzar su autoridad agregándoles 30 prelados (seis por cada nación). Estos 53 electores se congregaron el 8 de noviembre, y al cabo de cuatro días, por unanimidad, dieron su voto al cardenal Odón Colonna, de cuarenta y nueve años, que en honor de San Martín, cuya fiesta se celebraba aquel día, llamóse Martín V (1417-1431). La Iglesia universal celebró el acontecimiento con gran alegría, y motivos tenía para ello, pues había alcanzado la unión y la paz bajo una sola cabeza, un pontífice, un pastor, un padre. El gran cisma de Occidente podía darse por terminado.

 

Martín V, que era diácono, fue consagrado el día 13 presbítero y el 14 obispo. El día 21 tuvo lugar la coronación. El escogido para predicar delante del nuevo papa, del emperador y del concilio en pleno fue Felipe de Malla, de quien escribe Jerónimo Zurita: «Fue loada aquel día por todas las naciones la plática que hizo al papa el maestro Felipe Malla con una divina elocuencia, fundándola en la autoridad de San Juan, que dice en el Apocalipsis: Al que venciere haré columna en el templo de Dios; y en la de la mujer vestida de sol, que tenía la luna debaxo los pies, y en la cabeza corona de doce estrellas; declarando con maravilloso artificio entenderse por la Iglesia, que estaba vestida del sol de la justicia, y por la luna, el abatimiento del cismático, y por las doce estrellas, doce reyes que concurrieron a la obediencia del concilio: los cuatro de España y otros tantos de Alemania, y los de Francia e, Inglaterra, y en Italia dos, y eran Nápoles y Chipre, porque el de Escocia no quiso enviar embajadores» 45 .

Desde que el concilio tiene una cabeza, la figura del emperador empieza a esfumarse y las mismas naciones pierden mucho de su significación política en sus actuaciones conciliares; es el papa quien toma las riendas de los negocios, quien condena, como hemos visto, la superioridad del concilio y quien determina y dirige lo que en adelante se hace.

 

2. Decretos de reforma eclesiástica. -A la comisión de reforma, ya existente desde 1415 y renovada ahora por las cinco naciones, añadió el papa, el día mismo de su coronación, seis cardenales. Su tarea resultó muy dificultosa, porque, a pesar del deseo universal de una reforma «in capite et in membris» (antes en la cabeza que en los miembros), era casi imposible ponerse de acuerdo las diversas naciones entre sí. Lo que proponían los franceses era rechazado por los ingleses; lo que querían los alemanes, lo rehusaban los italianos; los españoles iban poco unidos, y entre los mismos franceses se dibujaban las dos tendencias políticas de borgoñones y armagnacs. También obispos y doctores andaban en desacuerdo. Muchos obispos entendían la reforma en el sentido de substraer al romano pontífice la facultad de conferir los beneficios eclesiásticos; en cambio, los doctores universitarios preferían que la colación de los mismos siguiese en manos del papa, pues era costumbre que todas las universidades le enviasen el «rótulo» de sus maestros y laureados, a quienes el papa otorgaba siempre canonjías, parroquias u otras prebendas. El colegio cardenalicio no mostraba gran interés por la reforma, pues temía que resultarían muy mermados sus ingresos si se reformaba la curia

Casi todos, especialmente entre los alemanes e ingleses, declamaban contra las exacciones y censos que imponía la curia pontificia. Los más exigentes eran los de la nación germánica, que en enero de 1418 presentaron al papa un memorial con las reformas que instantemente reclamaban 46 . En respuesta, Martín V comunicó a las naciones en 20 de enero de 1418 un proyecto de reforma que contenía en menos puntos casi todo lo que proponían los alemanes. Sólo omitía dos artículos: el de las excesivas apelaciones a la curia romana y el de las causas por las cuales el papa puede ser juzgado.

 

Discutieron el proyecto las naciones, y por fin se formuló en siete decretos de reforma general, que ordenaba: suprimir todas las exenciones de monasterios concedidas por los papas después de Gregorio XI; revocar, a partir de la misma fecha, las uniones o incorporaciones de varios beneficios bajo un solo título; renunciar de parte del papa a las rentas o frutos intercalares de los beneficios vacantes; declarar suspensos a todos los ordenados simoníacamente y anular todas las elecciones contaminadas de este vicio; imponer la residencia a los beneficiarios, porque el beneficio se concede por razón del oficio, por lo cual los obispos deberán hacerse consagrar para poder cumplir sus deberes; si no, serán privados de su cargo; prohibir a cualquier persona inferior al papa exigir diezmos, y el papa no los impondrá a todo el cuerpo eclesiástico, sino en casos graves de interés general; corregir los abusos que prelados y clérigos cometían en el vestir y en el porte de la persona 47 . A esto se redujo la reforma general. ¡Y si aun esto poco se hubiera urgido eficazmente! Otros puntos que no parecían tan universales se determinaron en la reforma particular, o relativa a cada nación, que se estableció en los concordatos

 

3. Concordatos con las naciones -De acuerdo con el concilio, el papa Martín V estipuló una serie de concordatos con Alemania, España, Francia e Inglaterra, haciendo a las iglesias nacionales y a los príncipes algunas concesiones, especialmente en el orden fiscal y beneficial, que podían haber inaugurado una era nueva en la historia eclesiástica si les hubiera precedido una madura deliberación entre las dos partes y si después se hubieran llevado a la práctica rigurosamente. El concordato con España, firmado el 13 de mayo de 1418, comprendía seis puntos: 1.° Sobre el número y cualidades de los cardenales (que no fuesen más de 24, que estuviesen dotados de egregias cualidades y proporcionalmente se escogiesen entre todas las naciones cristianas). 2.° De las reservaciones y colación de beneficios (con restricciones para la Santa Sede). 3.° De las anatas y servicios comunes (limitando su abuso, aunque sin suprimirlo). 4.° De las causas judiciales que se deben llevar a la curia romana (solamente las señaladas por el derecho o la costumbre). 5.° De las encomiendas de monasterios y obras pías (solamente en caso de necesidad urgente). 6.° Sobre las indulgencias (no innovar nada; Alemania pedía en este punto que no se multiplicasen demasiado). El concordato francés, que valía igualmente para Italia, agregaba al español dos artículos: uno sobre la simonía y otro sobre las dispensas.

 

El concordato con Alemania, válido también para Hungría, Polonia y países escandinavos, abarcaba diez puntos, añadiendo a los referidos otros dos sobre los excomulgados vitandos y los beneficios conferidles por el papa y los cardenales, limitándolos. Estos tres concordatos eran ad quinquennium, es decir, válidos tan sólo hasta el nuevo concilio, en que volvería a tratarse de la reforma. En cambio, el concordato con Inglaterra era perpetuo y comprendía sólo seis puntos: sobre el número de cardenales, sobre las indulgencias, sobre las uniones o incorporaciones, sobre el no conceder insignias pontificales a prelados inferiores, sobre las dispensas y el escoger personas inglesas para los oficios de la curia romana. De los beneficios eclesiásticos nada se decía en el concordato inglés. Era inútil, porque el Parlamento de 1390 había ratificado el Statute of Provisors de 1351 48.

 

De hecho, todos estos concordatos, incluso el inglés, cayeron muy pronto en olvido, tal vez porque se habían pactado con las iglesias, no con los príncipes. Cuando el concordato francés fue presentado al Parlamento de París, éste rehusó registrarlo; el 9 de septiembre de 1418 fue aceptado en aquella parte del reino que obedecía al duque de Borgoña. La elección de Martín V había sido recibida en Francia con poca simpatía; en parte, porque los armagnacs no habían conseguido del concilio la condenación de Juan Petit, y en parte, porque el galicanismo exacerbado de aquellos días no podía estar satisfecho de las escasas concesiones del concordato.

 

Y ton esto queda indicado todo lo que el concilio de Constanza hizo por la reforma de la Iglesia «en la cabeza y en los miembros». En realidad, poca cosa. Era necesaria la reforma de la curia especialmente en materia fiscal, restringiendo las múltiples exacciones pecuniarias y corrigiendo los innumerables abusos en la colación de los beneficios; era urgente la reforma del clero, atendiendo mejor a su formación y obligando a obispos y párrocos a la residencia y al cumplimiento de sus deberes pastorales. Lo que prácticamente se hizo fue casi nada para un plazo corto, y en algunos decretos se emplearon fórmulas vagas, detrás de las cuales podían agazaparse los antiguos abusos. La principal tarea reformatoria se confió, por medio del decreto Frequens, a los futuros concilios. El concilio era para aquellos hombres la panacea universal, que, sin embargo, durante más de un siglo veremos que no aportó ningún remedio a los males de la Iglesia. El problema de la reforma siguió vivo, abierto y doloroso, como una herida sangrante, que se encanceró con el protestantismo, y que sólo el concilio de Trento logró curar con ayuda de los papas de la Contrarreforma.

 

4. El tiranicidio. -Una de las cuestiones que más tempestuosamente agitó los ánimos de los Padres constancienses fue la concerniente al tiranicidio. Ya dijimos en el capítulo precedente cómo el libertino duque de Orleáns, hermano de Carlos VI, cayó asesinado en las calles de París, el 29 de noviembre de 1407, por orden de su primo Juan Sin Miedo, duque de Borgoña. Este halló abogado en el maestro de teología Juan Petit 49, que defendió su causa ante el rey el 8 de marzo de 1408, haciendo la apología del tiranicidio. Si un vasallo -vino a decir- atenta a la salud del rey con fraudes y sortilegios o trata de derribarle del trono, es lícito a cualquier persona privada, y aun meritorio y conforme a las leyes natural, moral y divina, asesinar a semejante traidor y tirano. Tal era el duque de Orleáns. En consecuencia, el rey debe amar ahora más que antes al duque de Borgoña 50 .

 

Contra doctrina tan subversiva alzó su voz autorizada Juan Gersón, y, a sus instancias, el obispo de París la condenó el 23 de febrero de 1414. Pero el duque de Borgoña había apelado al papa Juan XXIII, prometiendo justificarse ante el concilio general. Llevada la cuestión a Constanza, se nombró una comisión de teólogos que la examinase, en la que entraban Pedro de Ailly y Zabarella. No le costó mucho trabajo a Gersón demostrar que las doctrinas de Juan Petit coincidían con el artículo de Wiclef, condenado en la sesión VIII (4 de mayo 1415): «Populares possunt ad arbitrium dominos delinquentes corrigere». Pero en aquellas circunstancias, en que la política francesa, agitada por bandos irreconciliables, tanto podía influir en el éxito bueno o malo del concilio, se decidió, tras violentas disputas, que Juan Petit no fuese nombrado en la condenación y que la doctrina del tiranicidio fuese anatematizada solamente en su expresión más aguda y extrema. Así se hizo en la sesión XVI (6 de julio 1415) 51 . El enérgico discurso que pronunció Gersón el 5 de mayo de 1416 exigiendo una condenación más precisa y explícita del tiranicidio y de Juan Petit le acarreó grandes odios y enemistades entre los borgoñones. No por eso se cambió la sentencia.

Suscitóse la polémica con ocasión de un panfleto, verdaderamente homicida, de Juan de Falkenberg contra el rey de Polonia y el duque de Lituania. El rector de la Universidad de Cracovia, Pablo Wladimiri, por encargo de su rey, había presentado al concilio un tratado De' potestate papae et imperatoris (5 de julio 1415), dirigido contra los Caballeros de la Orden Teutónica, acusándolos de que, bajo pretexto de convertir a los infieles, trataban de conquistar el territorio de Lituania, haciendo la guerra a los neófitos y a la católica Polonia. En dicho tratado se negaba al papa y al emperador, y, en general, a los cristianos, el derecho de arrebatar sus tierras y posesiones a los infieles por el solo hecho de ser infieles 52 .

 

Juan de Falkenberg era un fraile dominico pugnaz y reñidor que, inducido por los Caballeros Teutónicos, salió a defenderlos, atacando con violencia salvaje a los polacos. Su Liber de doctrina potestatis papae et imperatoris es una defensa del imperialismo germánico y una virulenta sátira contra el rey Wradislao V Jagellón y contra todos los polacos, en la que afirmaba, entre otras cosas, que los polacos son idólatras, porque adoran a su rey, que es un ídolo; son herejes, aborrecibles a Dios, perros impúdicos y están dispuestos a derramar la sangre de los cristianos y a inficionar los miembros de la Iglesia con los venenos de su herejía; por lo cual no solamente los príncipes, sino también los particulares que se decidan a matarlos y exterminarlos a todos juntamente con su rey, merecerán el reino celeste y la vida sempiterna.

El arzobispo de Gnesen denunció al concilio este escrito, que naturalmente fue condenado por los cardenales y por las naciones y finalmente entregado a las llamas. Consideraciones políticas, y especialmente la intervención de los Caballeros Teutónicos, impidieron que la condenación se hiciese en sesión solemne. Elegido papa Martín V, tanto los polacos como los franceses le rogaron en la última sesión anatematizara conciliarmente a Falkenberg y a Petit, mas ya vimos la respuesta que recibieron, y como los embajadores de Polonia apelaron al futuro concilio, el papa condenó severamente tales apelaciones.

 

5. Otras cuestiones secundarias. -No consideramos entre los problemas secundarios la condenación de los errores wiclefitas y husitas, cuya importancia puede decirse transcendental, tanto que ése era uno de los tres fines o causas (causa fidei) del concilio constanciense. Pero de Wyclif y de Hus trataremos en capítulo aparte. El problema de la unión de la Iglesia griega con la latina ni siquiera se tocó, si bien allí estaban algunos representantes del emperador bizantino, expresamente invitado al concilio por Segismundo. Suele decirse que en Constanza fueron condenados los flagelantes. En realidad, las actas del concilio no presentan indicios de tal condenación. Si la hubo, ¿en qué consistió? Llegó a Constanza la noticia de que los sermones de San Vicente Ferrer en Aragón excitaban los ánimos de las multitudes con tal fervor, que éstas se daban a la práctica de la flagelación pública. Temiendo Gersón resurgiese la antigua secta de los flagelantes, cuyos abusos y errores hemos descrito en el capítulo tercero de este libro, escribió al santo predicador en julio de 1417 avisándole del peligro de esta sangrienta penitencia multitudinaria, al mismo tiempo que le invitaba a venir al concilio

 

No en Aragón, sino en otros países norteños, principalmente en Alemania, asumía caracteres morbosos y heréticos esa forma de penitencia. Autorizándose con la famosa carta que un ángel -según decían- había depositado en el altar de San Pedro en Jerusalén el 25 de diciembre de 1348, y en la que la Virgen María aseguraba el perdón de todos los pecados a los que recibiesen este bautismo de sangre, más agradable a Dios que el bautismo de agua, sostenían los flagelantes que éste era el único verdadero sacramento, que reemplazaba y hacía inútiles a todos los demás e incluso abolía el sacerdocio de la ley evangélica. No admitían las indulgencias, ni el purgatorio, ni el culto de los santos, y criticaban ásperamente a todos los sacerdotes y eclesiásticos. En Turingia intervino el inquisidor Enrique Schönfeld, O.P., entregando a varios obstinados al brazo secular y a la hoguera, aunque en vano.

 

Había, pues, motivos más que suficientes para un decreto conciliar. ¿Por qué no se tomó ninguna decisión? Lo ignoramos. ¿Acaso para no molestar a San Vicente Ferrer, que agrupaba en torno de sí a muchos penitentes que se disciplinaban las espaldas hasta derramar sangre, pero con verdadero espíritu de compunción y sin incurrir en errores? De todos modos, hubiera sido fácil condenar las herejías sin desacreditar la práctica de la flagelación. Entonces fue cuando Gersón redactó y dio a leer su Tractatus contra sectam flagellantium, que, sin duda, fue aprobado por los Padres constancienses, aunque no dictaran sentencia particular sobre ello 53 .

 

Una nueva forma de vida religiosa fue sometida en 1418 al juicio del concilio. Sabido es cómo los hermanos de la vida común, nacidos en Deventer por obra de Gerardo Groote y Florencio Radewijns, se propagaron rápidamente por los Países Bajos y por Alemania. Constituían una asociación o hermandad intermedia entre la vida de los seglares y la de los religiosos: vida de perfección en comunidad, pero sin votos. El fraile dominico Mateo Grabow, que los conoció en Groninga, se persuadió que tal género de vida era inadmisible, contrario al derecho canónico y a la doctrina de Santo Tomás, y los acusó ante el obispo de Utrecht. Absueltos allí judicialmente, su causa fue llevada al concilio de Constanza. Martín V señaló una comisión, en la que entraban el cardenal De Ailly y Juan Gersón, con orden de examinar y juzgar un opúsculo de Grabow que contenía proposiciones como éstas: es imposible practicar lícita y meritoriamente los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia fuera de las religiones aprobadas (extra veras religiones); los presbíteros y clérigos que llevan vida común fuera de las religiones incurren en pecado mortal y todos cuantos los aprueban y favorecen están excomulgados; los que viven en el mundo no pueden renunciar a los bienes del mundo viviendo en pobreza, porque la propiedad de las cosas temporales está esencialmente unida al estado seglar, y quien lo intenta peca mortalmente; las matronas que se dicen beguinas, aunque no incurran en errores, se hallan en estado de eterna condenación.

 

Varios representantes de la «devotio moderna», como el prior de Windesheim, Juan Vos de Heusden, y el hermano de la vida común Enrique de Ahaus, el introductor de la hermandad en Alemania, vinieron a Constanza en plan de defensa. Pedro de Ailly y Gersón se pusieron en seguida de su parte y en contra de Mateo Grabow. Estigmatizaron algunas proposiciones del dominico y exaltaron la vida común de los hermanos como una admirable imitación de la vida de los primitivos cristianos. El tribunal conciliar condenó el 3 de abril de 1418 la doctrina de Grabow como errónea, temeraria y escandalosa y obligó a su autor a pronunciar una abjuración 54 .

6. Conclusión del concilio y despedida del papa. -El 22 de abril de 1418 se celebró la sesión general XLV, que fue la última. El papa declaró clausurado y disuelto aquel concilio, el más solemne y el más largo de cuantos hasta entonces se habían celebrado. Segismundo, cuya figura había dominado la ecuménica asamblea con no menos brillantez y eficacia que la del emperador Constantino en Nicea, recordó, por boca de un abogado consistorial, sus esfuerzos y sacrificios en pro de la unión, dio gracias a todos los presentes por su fiel perseverancia en medio de tantas dificultades y testimonió, una vez más, su sincera devoción a la Iglesia y al romano pontífice. Hubiera querido Segismundo detener al papa en Alemania por más tiempo, y así le ofreció las ciudades de Basilea, Estrasburgo o Maguncia. Los franceses insistieron por que retornase a Avignon, ciudad pontificia. Desatendiendo tales ofertas, Martín V, romano de nacimiento y convencido de que sólo Roma era la sede del Pontificado, se dispuso a partir para Italia.

 

El domingo de Pentecostés (15 de mayo 1418) ofició pontificalmente en Constanza por última vez. Al día siguiente, poco después de las siete de la mañana, toda la ciudad, acostumbrada a festejos, procesiones, torneos y cabalgatas durante tres años y medio, se echó a la calle para presenciar el último y más vistoso espectáculo. Precedían la comitiva papal doce caballos sin jinetes con gualdrapas de púrpura. Detrás iban cuatro caballeros armados de lanzas, de las que colgaban rojos capelos cardenalicios. A continuación un sacerdote alzaba una cruz de oro. Otro, montado en caballo blanco gualdrapado de púrpura, ostentaba el Santísimo Sacramento. Seguíanlo doce cardenales a caballo, un jinete en caballo blanco con el Santísimo Sacramento cubierto y numerosas personas con cirios encendidos. Venían luego los canónigos y el concejo de la ciudad, también con cirios. El papa, con ínfulas adornadas de perlas y vestimenta de oro, bajo un palio sostenido por cuatro condes, montaba una hacanea blanca, de cuyas riendas tiraban, con el emperador, varios príncipes del imperio. Después hacían séquito los obispos, los duques y muchísimos eclesiásticos. Espléndida pompa matutina bajo un sonoro y jubiloso vuelo de campanas. Se calcularon cerca de 40.000 caballeros los que acompañaron al pontífice hasta el próximo castillo de Gottlieben. Allí donde habían estado poco antes el hereje Juan Hus y el papa fugitivo Juan XXIII le aguardaban a Martín V unas barcas. Dada la bendición al emperador, embocó la corriente del Rin hacia Schaffhausen, mientras los cardenales y oficiales de la curia bordeaban el río. Luego bajó por tierra a Berna y Ginebra, de donde pasó a Milán. Aquí consagró el altar mayor de la grandiosa catedral, entonces en construcción, y se dirigió a Mantua y Florencia. En estas dos ciudades residió largo tiempo antes de hacer su entrada triunfal en Roma el 28 de septiembre de 1420. Montones de ruinas encontró en su patria. Al papa Colonna le tocaba ser el restaurador de Roma.

NOTAS
[1] Livre des faicts du mareschal de Boucicaut (París 1620) p.164.
[2] Esta encíclica Caelestis altitudo consilii sería en sí muy hermosa si no contuviera las ordinarias injurias y desprecios del papa y de los cardenales contrarios (Mansi, Concilia XXVI,1103-1109; Marténe-Durand, Veterum scriptorum... amplissima collectio [París 1724-33] VII,781-87).

[3] Las letras apostólicas en T. de Niem, De schismate III,36. Anota este publicista que, al salir de Lucca, Gregorio parecía «multum extenuatus in facie et lividi coloris, ac si iam in puncto mortis existeret». Usamos la edición Historiae Theodorici de Niem... de Schismate Ecclesiae (Basilea 1566). Sobre el autor véase H. Heimpel, Dietrich von Niem 1340-1418 (Ratisbona 1932)
[4] La Forma celebrationis concilii papalis Perpiniani, con descripción de las sesiones, nos la ha transmitido M. DE Alpartil, Chronica actitatorum temporibus domini Benedicti XIII ed. de F. Ehrle (Paderborn 1906) 173-187. Otra documentación en Mansi, Concilia XXVI,1103-1122. La publicación de F. Ehrle Aus den Acten des Afterkonzils von Perpignan 1408: «Archiv für Lit. und KG" 5 (1889) 387-492; 7 (1900) 576-694, trata muy brevemente del concilio de Perpignan en las últimas páginas; el resto son documentos anteriores relativos a las andanzas de Benedicto XIII.
[5]Los embajadores de Wenceslao llevaron al concilio una carta de Segismundo en que éste decía: "Quod propter nonnullas causas ambaxiatores suos ad dictum concilium generale mittere non poterat, sed quod frater suus rex Romanorum et Bohemiae suos mittebat solemnes ambaxiatores, et quod ipse a voluntate dicti fratris su¡ deviare non intendebat" (Mansi, Concilia XXVII 353). De Portugal fueron embajadores a Pisa, mas anunciaron que no consentirían en la elección de un nuevo papa (P. De Bofarull, Colección de documentos inéditos del Archivo de la Corona de Aragón t.1 [Barcelona 1847] 133 y 157).
[6] Juan de Varennes había escrito tiempo atrás a Benedicto XIII: «Crudeliorem enim plagam schismate Deus in orbem non potest transmittere» (Martẻne-Durand, Veterum script. VII,568). Los argumentos con que la Universidad de Bolonia trataba de justificar el concilio de Pisa, desatendiendo a los dos papas, en Martène-Durand, Veterum script VII,894-97. Sobre eso mismo escribió Gersón en Pisa su libro De auferibilitate papae ab Ecclesia (Opera II,209-24). queriendo demostrar que la Iglesia podía divorciarse del papa, aunque fuese legitimo, por conservar su unidad esencial. Ideas semejantes defendían P. de Ailly (Valois, IV,84-87) y F. Zabarella, que escribía: «Potestas est in ipsa universitate tanquam in fundamento, sed in papa tanquam in principali ministro» (G. Zonta, Francesco Zabarella 1360-1417 [Padua 1915) p.59). Así pensaban también Clemanges y Simón de Cramaud (A. Coville, Le traité de la ruine de l'Église de Nicolas de Clenianges [París 1936], y H. Finke, Acta concilii Const. 1,281).
[7] La sentencia en Mansi, Concilia XXVI, 1146-48, y en Hefele-Leclercq, Histoire des conciles VII,46-48. En la citación a comparecer ante el concilio, el oficial que leía el documento llamó a los dos papas, irónica y despectivamente, Errorius (en vez de Gregorius) y Benefictus (en lugar de Benedictus). Poco después de su condenación, el día del Corpus, se quemaron en la plaza dos maniquíes con mitra papal en la cabeza para regocijo del pueblo. Nótese aquí, que el concilio de Pisa no abraza claramente la doctrina conciliarista. Al deponer a los dos papas, no se funda en la superioridad del concilio sobre el pontífice, sino en la vieja teoría medieval, usada por Nogaret contra Bonifacio VIII y generalmente admitida entonces. Léanse las oportunas advertencias de V. Martin, Les origines du Gallicanisme 11,73-74 y 84-89.
[8] En su Tractatus pro defensione Benedicti XIII publ. en Martène, Thesaurus novus anecdotorum 11,1435-1529.

[9] Su comentario a Pedro Lombardo ha sido magníficamente estudiado por F. Ehrle, Der Sentenzenkommentar Peters von Candia, des Pisaner Päpst Alexanders V (Münster 1925). Noticias de Alejandro V, en T. de Niem, De schismate III,51.
[10] Las actas del concilio de Pisa se conservaban, con variantes, en cuatro diversas colecciones, publicadas por Hardouin, D'Achery, Von der Hardt y Martène, recogidas luego en Mansi, Concilia vol.26 y 27. Posteriormente ha editado otras críticamente J. Vincke, Acta concilii Pisan¡: «Römische Quartalschrift» 46 (1936) 81-337. Martène publicó además cartas y documentos previos, Acta varia praevia ad concilium Pisanum (Veterum script. V11,425-1079).
[11] Manuscrito citado por Valois Le France et le Grand Schisme IV,110. La legitimidad del concilio de Pisa y de Alejandro V es negada por la mayoría de los autores modernos. Sin embargo, el jesuita O. Pfülf, en una recensión de la obra de N. Valois, opina que la convocación del concilio de Pisa por los cardenales en aquellas circunstancias estaba bien justificada: «Das Verfahrena der Kardin le schien durch den Ausnahmezustand und die himmelsschreiende Not der Kirche gerechtfertigt» (en «Stimmen aus María Laach» 64 [1903] 327-35). San Roberto Belarmino dice que el de Pisa fue un concilio general «nec approbatum nec reprobatum» y tiene a Alejandro V por verdadero papa (De conciliis I,8). De hecho, el Alejandro que vino después del pisano se llamó Alejandro VI. No se siguió esta norma con Clemente VII, ni con Benedicto XIII, ni con Juan XXIII.
[12] No se prueba que su elección fuese simoníaca, como se dijo luego siguiendo al maldiciente Teodorico de Niem. De su incontinencia antes del sacerdocio hay algunas pruebas (Rainaldi, Annales a.1409 n.86; H. Blumenthal, Johann XXIII, seine Wahl und seine Persönlichkeit: «Zeitschrift für KG» 21 [1900] 488-S16). Teodorico de Niem nos ha transmitido sus noticias y juicios en dos tratados: Invectiva contra Iohannem y De vita ac fatis constantiensibus Iohannis papae XXIII, publ. en Hardt, Magnum oecum. Constant. concilium II,296-329.335-459

[13] Summa historialis p.3.a tít.22 c.6.
[14] F. Palacki, Documenta M. Ioannis Hus (Praga 1869) p.467; Mansi, Concilia XXVII,506. El programa de reformas propuesto por la Universidad de París, en Finke, Acta const. I,132-48.
[15] Antonio Petri, Diarium romanum; Muratori, Rerum ¡tal. script. XXIV,1033-40. Según este cronista, Ladislao arrasó la ciudad y profanó la misma basílica de San Pedro, «ubi fiebat concilium». No disfrutó mucho del triunfo, pues murió en Nápoles al año siguiente, agosto de 1414, dejando el trono a su hermana Juana de Durazzo.
[16] El autor del tratado De modis uniendi ac reformandi Ecclesiam, atribuido un tiempo a Gersón (Opera II,161-201) o al benedictino portugués Andrés de Escobar, hoy más probablemente a T. de Niem, insistía por aquellos días en que al emperador compete el derecho de convocar los concilios; antes había defendido lo mismo F. Zabarella. Los planes de Segismundo sobre el concilio pueden estudiarse en Finke, Acta conc. Constant. I,88-92; y las relaciones del emperador con Gregorio XII y Juan XXIII, ibid., 93-107. Escobar abandonó posteriormente las ideas conciliaristas. Véase la introducción de M. Candal a su edición crítica de Andreas de Escobar, Tractatus polemico-theologicus de graecis errantibus (Roma, Madrid 1952): «Concilium Florentinum» vol.4 ser.B.
[17] El constanciense Ulrico de Richenthal nos dejó una famosa descripción del concilio tal como él lo vio (Das Concilium so zu Constenz ist gehalten worden ed. fotográfica, Leipzig 1895). Tenemos también muchas noticias en los diarios publicados por Finke, especialmente en el de Fillastre.
18 Mansi, Concilia XXVII,560-61; Von der Hardt, Magnum oecum. conc. II,224-26; Hefele-Leclercq, Histoire des conciles VII,186-87.
19 Pedro de Ailly demostró inútilmente que tal modo de votar por naciones era contra la costumbre multisecular de la Iglesia. Añadía, con razón, que de este modo salía perjudicado el derecho de los obispos y cardenales, equiparados a cualquier clérigo y aun laico. «Expediens videtur redire ad ius commune et ad antiquum modum procedendi et concludendi in conciliis generalibus, ubi non legitur facta talis nationum distinctio» (Von der Hardt, VI,42; P. Tschakert, Peter von Ailly [Gotha 1877] p.25I; Finke, Forschungen 29). Tal sistema introducía en el concilio un fermento nacionalístico, contrario a la naturaleza católica de la Iglesia, del mismo modo que el voto de simples clérigos y laicos introducía un elemento democrático, contrario al carácter jerárquico de la misma.
[20] De forma et ordine concilii: Finke Acta II,742-58; J. Hollnsteiner, Studien zur Geschäftsordnung am Konstanzer Konzil: «Festschrift zum 70. Geburtstag Dr. H. Finke» (Münster 1925) 240-56.
[21] Escribe el cardenal Fillastre en su Gesta concilii: «Quibus tamen fuit dictum, quod constituerent ex se sex deputatis, qui starent et agerent cum aliis deputatis nacionum» (Finke, Acta II,34). Esto equivalía a concederles un voto colectivo como a cada nación en las sesiones generales. No dice la fecha, pero se colige de las actas de la sesión XI (25 de mayo 1514), en donde actúa el cardenal Ostiense, dando su placet en representación del colegio cardenalicio, «pro Collegio» (Hardt, IV,235-36); y lo mismo en otras sesiones posteriores (Finke, Acta II,80.147, etc.; K. Zahringer, Das Kardinalskollegium auf dem Konstanzer Konzil bis zur Absetzung Papst Johannes XXIII [Münster 1935]; E. Schekestrate, Tractatus de sensu et auctoritate decretorum Constantiensis concilii [Roma 1686] p.104; Hollnsteiner, Studien p.250).
[22] La trae Fillastre en Finke, Acta II,21; Mansi, Concilia XXVII,567.
[23] J. Zurita, Los anales de la Corona de Aragón (Zaragoza 1562-80) l.12 c.47.
[24] Mansi, Concilia XXV111,535-40; ]. B. Schwab, Iohannes Gerson (Würzburgo 1858) p. 506-8. Los cardenales, aunque invitados por Segismundo, no asistieron al sermón, porque preveían los ataques contra el poder papal.
[25] El art.I de las naciones añadía: «y reforma de la Iglesia tanto en la cabeza como en los miembros», pero estas palabras fueron suprimidas en la lectura por Zabarella, según refiere Fillastre, quia cardinalis Florentinus sustinebat, quod ille articulus non erat verus de iure», y lo mismo opinaban otros muchos (Finke, Acta II,28).

[26] Mansi, Concilia XXVII,585. 27

[27] Hardt, IV,93-94.

28 Mansi, Concilia XXVII,590-91.
29 Escribe B. Jungmann: «Animadvertendum est ea [decreta] non habita fuisse ut deffinitiones dogmatices circa materiam fidei; sed erant capitula quaedam per modum constitutionum synodalium, ut ab ipsis constantiensibus appellantur (Dissertationes selectae in Historiam ecclesiasticam t.6 [Ratisbona 1886] p.319). El mismo autor aduce serios argumentos para demostrar el valor puramente circunstancial de aquellos artículos en la mente del concilio (ibid., p.318-321). Así piensa también Hollsteiner, Studien p.249.

[30] Los textos en Finke, Acta II,705 y 712.
[31] Finke, Acta II,27-28. Y consta que en otras sesiones, v.gr., en abril de 1415 y en diciembre de 1416, disputaban los teólogos constancienses sobre si la plenitud del poder reside en el concilio o en el papa (Hefele-Leclercq, VII,218-19.415-16).

[32] Mansi, Concilia XXVIII,200. Gersón (Opera II,303-308) cita esas mismas palabras del papa contra el conciliarismo, y, aunque no piensa como él, no se atreve en modo alguno a condenarlo. Martín V condenó el conciliarismo, estando aún en el concilio de Constanza, en el siguiente artículo que se debía proponer a los sospechosos de husitismo: «An credat, quod papa canonice.electus... sit successor Petri, habensque supremam auctoritatem in Ecclesia Dei» (Mansi, Concilia XXVII,1212). Luego la autoridad del concilio no está sobre la del papa.

[33] Mansi, Concilia XXVII,1201.

[34] Aparece en las actas muchas veces (Finke, Acta II,73.80.233.743-45).
[35] Como aquel régimen conciliar dejase perplejos a muchos, Pedro de Ailly propuso algunas dudas muy serias.: «Primum dubium. An quattuor Nationes... excluso Cardinalium Collegio, faciant generale concilium, cum sint plura concilia particularia... ad partem deliberantia; quae deliberatio, exclusa deliberatione dicti Collegii... videtur multis non esse censenda deliberatio concilii generalis conciliariter facta. Secundum dubium. An dictae Nationes... habuerint a iure divino vel humano auctoritatem privandi Romanam Ecclesiam et Sacrum Collegium ipsam repraesentans... iure suo, habendi videlicet vocem in sacro concilio» (Gersonii opera II,940).
[36] En la sesión VIII (4 de mayo) sólo se trató de los errores de Wyclif. Las acusaciones contra Juan XXIII fueron 70 (72 o bien 74, según la manera de numerarlas) y luego se redujeron a 54 (Hardt, IV, 196-208.230-55; Hefele-Leclercq, Hist. des conciles VII,234-39; Finke, Acta III,157-209). Apenas hay crimen que no se le achaque: «A tempore iuventutis suae, dum Balthasar Cossa appellabatur, fuit malae indolis, inverecundus, impudicus, mendax, parentibus suis rebellis.-Pro quo (cardinalatu) solvit magnam summam pecuniarum. -Exactiones, extorsioimperavit... per tyrannidem... Terras Ecclesiae ac cives depauperavit et depopulavit. -Ad papatum illicitis mediis anhelans... extitit machinatus. -Velut paganus, divina officia contempsit. Missis et vesperis papalibus interesse non curavit; horas canonicas dicere, ieiunia. abstinentias... sprevit. Et si aliquoties celebravit, hoc fuit currens more venatorum. -Cum uxore fratris su¡, curo sanctis monialibus incestum, curo virginibus stuprum, et curo coniugatis terium commisit». Añádanse toda clase de simonías, fraudes, violencias, etc., testificadas por los más autorizados personajes, que aseguran ser todo esto público y notorio, y se tendrá de la rapidez con que una invención absurda y calumniosa resulta demostrada y de la fe que merecen ciertos procesos históricos.
[37] Leonardi Aretini Commentarius: Muratori, Rerum ¡tal. script. XIX,930. Mientras se hallaba preso en Alemania, sólo por señas se entendía con sus carceleros. Y desengañado, él, que no era poeta escribió siete dípticos latinos De varietate fortunae. He aquí el primero y el último:

«Qui modo summus eram gaudens et nomine praes

tristis et abiectus nunc mea fata gemo...

Cedat in exemplum cunctis quos gloria tollit,

vertice de summo mox ego papa cado»
(P. Albert Wo wurde Päpst Johann XXIII nach seiner Absetzung gefangen gehalten?: «Zeitschrift für kathol. Theologie 22 [18981 403).
[38] Los antiguos cronistas refieren que, al embarcarse en Colliure, mandó decir al rey D. Fernando, elegido en el compromiso de Caspe: "Me, qui te feci, misisti in desertum" (Puig y Puig, Pedro de Luna [Barcelona 1920] p.298-99). Las negociaciones, en Alpartil, Chronica 203-206. Abundante documentación sobre el viaje de Segismundo y sobre el convenio de Perpignan en Finke, Acta III,427-509.
[39] Mansi, Concilia XXVIII,905 y 949; Hefele-Leclerq, Hist. des conciles VII,368-371. No se celebró para eso una sesión solemne, porque los españoles no habían reconocido aún como legítimo el concilio.
[40] En el reino de Aragón hubo muchos que se resistieron al decreto real de substracción de la obediencia. Mucho trabajó en favor de la substracción el elocuentísimo Felipe de Malla, teólogo, jurisconsulto y poeta, "el más señalado predicador de aquellos tiempos" (Zurita), que en seguida brillará entre los Padres de Constanza (F. de Bofarull, Felipe de Malla y el concilio de Constanza, documentos justificativos y correspondientes de los embajadores aragoneses, Barcelona 1883. En Castilla se aceptó el tratado de Narbona el día 1 de abril de 1416, no sin fuerte resistencia de los arzobispos de Toledo y Sevilla. En Navarra y el condado de Foix, el 16 de julio. Los procuradores del rey Carlos de Navarra, del clero de aquel reino, del deán de Santa María de Tudela, del abad de la Oliva, del de Tarazona, del de Iranzu, del de Leire, del de Irache, presentaron al concilio su reconocimiento el 24 de diciembre (Mansi, Concilia XXVII,993-1011).
[41] B. Fromme, Die spanische Nation und das Konstanzer Konzil (Münster 1896) p.41-47; Hardt, IV,1194; Finke, Forschungen und Quellen 190. Noticias de los embajadores, en Finke, Acta III,1-9; V. La Fuente, Historia eclesiástica de España IV,433-444; de los aragoneses, Puig y Puig, Pedro de Luna 318-20. Sobre las discusiones entre los embajadores castellanos y aragoneses trata largamente Fromme, Die spanische Nation 80-101 ; Suárez Fernández, Castilla, el cisma y la crisis conciliar p.96-100.

[42] Mansi, Concilia XXVILI140-46; Hefele-Leclercq, Hist. des conciles VII 440-42.
[43] Sobre la fecha de la muerte véase N. Valois, La France et le Grand Schisma IV,450-52; Puig y Puig, Pedro de Luna 374 n.2. Se ha exagerado a veces el abandono del solitario de Peñiscola. En el mediodía de Francia, especialmente en el condado de Armagnac, tuvo siempre muchos adictos. Tampoco le faltaron en Escocia y en algunas diócesis de España hasta el momento de su muerte. El rey Alfonso de Aragón, a ruegos de la familia Luna (D. Alvaro de Luna, sobrino papa, empezaba a ser condestable y ministro omnipotente de Castilla), hizo trasladar a Illueca el cadáver incorrupto. «Su momia se conservó sin enterrar en un salón del palacio [paterno] hasta al año 1811, en que los franceses le cortaron la cabeza y tiraron sus restos mortales por las ventanas» (V. La Fuente, Historia eclesiástica de España IV,441). Antes de morir, Benedicto XIII hizo jurar a los tres cardenales que le rodeaban que elegirían un nuevo papa. En efecto, el canónigo de Barcelona Gil Muñoz tomó el nombre de Clemente VIII (10 de junio 1423); se reconcilió con Martín V en 1429 (M. García Miralles, La personalidad de Gil Sánchez Muñoz y la solución del cisma de Occidente: «Teruel» [1954] 63-122; Tejada y Ramiro, Colección de cánones III, 737).

[44] Mansi, Concilia XXVII,1154-56; Hardt, IV,1419-20.
[45] Zurita, Anales de la Corona de Aragón p.3.a l.24 c.67; J. Goñi, Recompensas de Martin V a sus electores españoles: «Hispania sacra» II (1958) 259-297. Sobre F. de Malla, que había estudiado derecho canónico, no civil, en Paris, véase J. Goñi, Los españoles en el concilio de Constanza (Madrid 1966) 79-92.
[46] Avisamenta Nationis Germanicae, en 18 artículos, basados en los que se habían anunciado en la sesión XL (Mansi, XXVIII,362-70; Hefele-Leclercq, VII,486-87). Entre los tratados de reforma entonces escritos o publicados es importante el de P. de Ailly, De reformatione Ecclesiae (1416), que se añadió como parte tercera al tratado que el mismo autor había escrito en 1403, De materia concilii generalis, y que fue muy leído hasta el concilio de Trento (Gersonii opera II, 903-913; Hardt, IV, 403-33); también el de T. de Niem, De necessitate reformationis Ecclesiae in capite et in membris, publ. por Hardt, y mejor por Finke, Acta IV,591-636, bajo el título Avisameta edita in concilio Constantiensi (1414). Los españoles hicieron correr de mano en mano una sátira contra la simonía romana, parodiando una misa «quae cantar¡ debet immediate post festum cathedrae Sancti Petri». Véase como muestra el Introitus: «Lugeamus omnes in Domino, dies maestos lamentantes super horrore simoniae procacis. De cuius fornicatione lugent miseri», etcetera. Por lo demás, no es de gran ingenio (Hardt, IV,1503-5).

[47] Mansi, Concilia XXVII,1174-76; Hefele-Leclercq, Hist. des conciles VII,530-34.
[48] El concordato español, en Tejada y Ramiro, Colección de cánones VII,9-16, y mejor en G. Mercati, Raccolta di concordati I,144-150. A continuación los de las otras naciones. Cf. C. Calisse, I concordati del secolo XV:

«Chiesa e Stato. Studi storici e giuridici» I, 115-145, vol.65 (Milán 1939) de «Pubblicazioni della Universitá cattolica del Sacro Cuore».
[49] Juan Petit, natural de Normandía, murió en 1411. Suele frecuentemente llamársele cordelero o franciscano, pero era sacerdote secular, como puede verse en A. Coville, Jean Petit. La question du tyrannicide au commencement du XVe siècle (París 1932) p.8-9.
[50] El discurso de Juan Petit, en Gersonii opera V,15-42. Amplia documentación sobre el asunto Petit en Finke, Acta IV,237-432; Mansi, XXVIII,740-870.
[51] La proposición, condenada como errónea, herética y escandalosa, suena así: «Quilibet tyrannus potest et debet licite et meritorie occidi per quemcumque vasallum suum vel subditum, etiam per clanculares insidias... non expectata sententia vel mandato iudicis cuiuscumque» (Mansi, XXVII,765; Hardt, IV,440; Hefele- Leclercq, VII,296).
[52] Con ese objeto refuta la opinión del célebre cardenal Ostiense, Enrique de Susa (†1271). El tratado ha sido publicado recientemente con introducción y notas críticas por Estanislao Belch, Tractatus «Opinio Hostiensis» (at the Council of Constance by Paul Vladimiri) (Roma 1956): «Sacrum Poloniae Millennium». La documentación sobre el proceso Falkenberg, en Finke, IV 352-432. Otros documentos en B. Bess, Johannes Falkenberg, O.P., und der preussisch-polonische Strit, voy dem Konstanzer Konzil: «Zeitschrift für KG» 16 (1896) 385-464.
[53] La carta y el tratado de Gersón, con un billete de P. de Ailly a San Vicente Ferrer, en Gersonii opera II,658-60; Hardt, III,92-104.
[54] Hardt, III,107-121; Mansi, Concilia XXVIII,386-94; Gersonii opera I,467-74.

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