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El gran cisma de Occidente (I) Orígenes y desarrollo; la cristiandad dividida.

Ver del mismo autor la segunda parte: Pisa y Constanza. Fin del cisma

Fuentes. -Entre las fuentes narrativas descuella por su importancia para toda esta época la Chronica Carol¡ VI, escrita por un religioso de Saint-Denys y editada por L. Bellaguet, 6 vols. (París 1839-1852), la más preciosa fuente histórica para los años 1380-1422. Entre los escritores de aquel tiempo que escribieron sobre el cisma hay que citar a los siguientes: Teodorico de Niem, De schiamate libri tres, ed. G. Erler (Leipzig I890) ID., De modo uniendi ac reformandi Ecclesiam (publicado entre las Opera de Gersón, II,161-201); ID., Nemus unionis (Basilea 1566); Niem, escritor de la cancillería bajo Urbano VI, mordaz y apasionado, pero riquísimo de noticias, ha sido caracterizado por Finke como «el mayor periodista de la tardía Edad Media».

J. Gersón, Opera omnia, ed. Du Pin, 5 vols. (Amberes 1706), contiene en el t.2 los tratados relativos al cisma, incluyendo algunos de P. de Ailly. De otros, como de Gelnhausen, Langenstein, V. Ferrer, etc., hablaremos en el texto. «Gracias al celo de los reyes españoles, que tan singulares méritos alcanzaron en apurar la verdad sobre el origen del cisma, poseemos testimonios de casi todos los cardenales sobre los sucesos ocurridos en torno al conclave y sobre las intenciones de los conclavistas en la elección» (Seidlmayer, Peter de Luna: «Spanische Forschungen» 4 [1933) 206-247 p.210); el protocolo de la gran asamblea de Medina del Campo de 1380-1381 se encuentra en la Bibl. Nat. de París, cód. lat. 11745, y ha sido muy utilizado por N. Valois. En el Archivo Vaticano tenemos otra enorme colección documental, compilada Martín de Zalba , Libri de schismate (testimonios, epístolas, tratados, alegaciones, impugnaciones, etc.), «la más interesante y la más rica de contenido entre todas las colecciones que guarda el Archivo Vaticano relativas a la tardía Edad Media» (Seidlmayer, Die Libri de schismate: «Spanische Forschungen» 8 [1940] 199-262 p.199). En el siglo XVII se publicaron dos grandes obras que contienen preciosos documentos para la historia del cisma: O. Rainaldi, Annales ecclesiastici (continuación de Baronio), y E. Baluze, Vitae paparum avenionensium (donde se incluye a Clemente VII y Benedicto XIII). Nuevos documentos añadieron los maurinos E. Martène-U. Durand, Thesaurus novus anecdotorum vol.2 (París 1717) col.1073-1748; ID., Veterum scriptorum... amplissima collectio 7,426ss. La obra de L. Gayet Le grand schisme d'Occident 2 vols. (París 1889) contiene abundantísimas «pièces justificatives», a veces en extracto, a veces in extenso, con método no muy científico, pero aún es de consulta. Una cantidad increíble de documentos valiosísimos publicó el P. Francisco Ehrle, Martin de Alpartils Chronica actitatorum temporibus Benedicti XIII (Paderborn 1906), y sobre todo en los vols.6-7 del «Archiv für Literatur und Kirchengeschtiche»(1892 y 1900), algunos de los cuales se citarán en su lugar. En el Archivo de la Corona de Aragón (Barcelona) y luego en Simancas halló nuevos documentos Heinrich Finke, por cuya persuasión escribió M. Seidlmayer, Die Anfänge des grossen abendländischen Schismas (Münster 1940): «Spanische Forschungen», t.5 de la serie 2.a, con un apéndice riquísimo de documentos españoles.

 

Nuevas aportaciones en S. Steinherz, Dokumente zur Geschichte des grossen abendländischen Schismas (Praga 1932); F. Bliemetzreider, Literarische Polemik zu Beginn des grossen abendl. Schismas (Viena-Leipzig 1909), y otros documentos en «Archivum Franciscanum Historicum» (1908-1909) y en «Studien und Mitteilungen aus dem Benediktinerorden» 24 (1903); 27 (1906); 28 (1907); 29 (1908); 30 (1909); 31 (1910).

Bibliografía. -La obra más fundamental y amplia es la de Noel Valois, La France et le grand schisme d'Occident 4 vols. (París 1896-1902), exacta y documentadísima. En ella se basa el manual de L. Salembier Le grand schisme d'Occident (París 1900). Copia y traduce a Valois con pasmoso atrevimiento y desenvoltura S. Puig y Puig, Pedro de Luna, último papa de Aviñón (Barcelona 1920), libro, por otra parte, bien escrito y enriquecido con un apéndice de 209 documentos inéditos del archivo catedral de Barcelona. Los orígenes del cisma nadie los ha estudiado como Seidlmayer, ya citado; y después de él, aunque sin conocerlo, W. Ullmann, The origins of the Great Schism. A study in fourteenth century eclesiastical history (Londres 1948); M. de Boüard, La France et l'Italie au temps du grand schisme d'Occident (París 1936); G. J. Jordán, The inner History of the Great Schism of the West (Londres 1930); E. Perroy, L'Angleterre et le grand schisme d'Occident 1378-1399 (París 1933); J. Zunzunegui, El reino de Navarra y su obispado de Pamplona durante la primera época del cisma de Occidente: 1378-1394 (San Sebastián 1942); ID., La legación en España de Pedro de Luna: «Miscellanea Historiae Pontificiae» fasc.II(Roma 1943) p.83-137; J. A. Rubio La política de Benedicto XIII desde la substracción de Aragón (Zamora 1926); A. Ivars, O.F.M., La indiferencia de Pedro IV de Aragón en el cisma de Occidente: «Archivo Ibero-Americano» 29 (1928) 21-97.160-186, con 34 documentos inéditos; J. Vincke, Der Koenig von Aragón und die Camera Apostólica in den Anfängen des grossen Schismas: «Spanische Forschungen» 7 (1938) 84-126; L. Suárez, Don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, 1375-1399: «Estudios dedicados a Menéndez Pidal» 4 (1953) 601-627; P. Brezzi, Lo scisma d'Occidente come problema italiano: «Archivio R. D. R. storia patria» 62 (1944) 391-450; L. Salembier, Le cardinal Pierre d'Ailly, chancelier de L' Université de Paris, évêque de Puy et de Cambray, 1350-1420 (Tourgoing 1932); J. B. Schwab, Johannes Gerson, Profesors dei Theologie und Kanzler dei Universität Paris (Wurzburg 1858): J. L. Connolly, J. Gerson, Reformer and Mystic (Lovaina 1928); L. Mourin, L'oeuvre oratoire francaise de Jean Gerson: «Archives d'Hist. doctr. et litt. du moyen-âge» 15 (1946) 225-261; L. Salembier, Le cardinal d'Ailly; bibliographie de ses oeuvres (Compiegne 1909); J. C. Baptista, Portugal e o cisma de Occidente: «Lusitania sacra» I (1936) 65- 203.

 

I. ORÍGENES DEL CISMA

Hemos llegado a un punto crítico en la historia de la Iglesia, y nos es preciso abordar un problema grave y oscuro que ha sido objeto de discusión de los historiadores durante muchos siglos: la elección de Urbano VI y la contraelección de Clemente VII.

1. Problema siempre discutido.- Empecemos por decir que la gran escisión de la cristiandad originada en 1378 se suele llamar «cisma de Occidente», para distinguirla de la secular separación de la iglesia griega, o cisma de Oriente. Y precisemos que en nuestro caso no se trata de un verdadero cisma, puesto que no hubo ningún error teológico ni probablemente mala voluntad al negar la obediencia al legítimo papa. Sólo se dio ignorancia sobre quién era el auténtico vicario de Cristo, a quien todos los fieles deseaban obedecer. Todos profesaban y amaban la unidad de la Iglesia católica y romana. Era, pues, un cisma solamente material, no formal.

Sus orígenes deben buscarse en la larga residencia de los papas en Avignon, ciudad que se alzó con un prestigio rival de Roma; y acaso más hondamente, aunque esta raíz puede coincidir con la primera, en el exacerbado nacionalismo de los italianos y de los franceses. La máxima responsabilidad, como veremos, debe cargar sobre los dos papas antagonistas y sobre sus cardenales, que, a la verdad, no resplandecían por sus virtudes ni por su amor desinteresado a la Iglesia.

 

Un cierto sentimiento nacionalista parece reflejarse aun en los historiadores más serios cuando estudian este problema. Los italianos casi sin excepción, empezando por Rainaldi, continuador de los Anales de Baronio, tienen por cierta e indubitable la legitimidad del papa Urbano VI 1.

No así los franceses, algunos de los cuales, siguiendo a Baluze y Maimbourg, se ponen de parte de Clemente VII; v.gr., Gayet y Hemmer; otros dudan, como dom Leclercq y el mismo Noel Valois; mas no faltan quienes decididamente sostienen la tesis romana, como Baudrillart y Salembier 2.

 

Si exceptuamos a M. Souchon, los historiadores alemanes se inclinan de parte de Urbano VI. Así, por ejemplo, Hefele, Hergenroether, Pastor, Bihlmeyer, Seidlmayer. Este último, que ha estudiado muy seriamente el problema, añadiendo nueva documentación, sobre todo española, a la utilizada por Valois en su voluminosa obra, es de parecer que la elección hecha en el conclave romano de 1378 fue dudosa, y, por lo tanto, los cardenales tenían el derecho de convalidarla en la primera ocasión. Ese derecho lo actuaron definitivamente en las primeras semanas que siguieron a la elección por el hecho de entronizar libremente a Urbano VI y de pedirle repetidas veces gracias y beneficios como a verdadero y legítimo papa.

2. La entrada al conclave.- Sólo dieciséis cardenales se hallaban en Roma a la muerte de Gregorio XI, y, conforme a la voluntad del papa difunto, no aguardaron para entrar en el conclave a que viniesen los seis cardenales que habían quedado en Avignon, ni siquiera el cardenal de Amiéns, enviado por Gregorio XI al congreso de Sarzana para tratar de la paz con los florentinos.

 

Pensar en abandonar la ciudad de Roma para congregarse en Avignon o en otra parte, hubiera sido peligroso, ya que los romanos desconfiaban del colegio cardenalicio, en su mayoría francés, y estaban dispuestos a conseguir un papa natural de Roma o por lo menos de Italia. Estos eran los rumores que corrían por la ciudad en los diez días que mediaron entre la muerte de Gregorio XI (27 de marzo) y la apertura del conclave (7 de abril). Cuando un cardenal pasaba por la calle, se veía detenido por el pueblo, que pedía un papa romano a gritos, y tal vez con amenazas.

No se dejaron intimidar los miembros del sacro colegio, máxime después que un capitán, en nombre del senador, y cuatro oficiales juraron proteger, según derecho, la libertad de la elección pontificia. Contaban además los cardenales con la amistad de las familias más poderosas de Roma 3. Tenían a su disposición las tropas mercenarias de gascones y bretones, con más de 800 lanzas, que acampaban no lejos de la ciudad; el mismo Juan Malestroit, tan temido de los romanos, fue visto allí uno de aquellos días 4. Si los cardenales hubieran tenido miedo, podían haberse encerrado en el castillo de Sant'Angelo, contiguo al Vaticano, lugar seguro e inexpugnable, custodiado entonces por el fidelísimo francés Pedro Gandelin y su sobrino el capitán Rostaing 5.

 

Prefirieron entrar en los departamentos ordinarios del palacio vaticano abriéndose camino entre la multitud que llenaba la plaza de San Pedro, y sonreían cuando de la turba salía el grito: «Romano lo volemo!» Pues advierte un testigo presencial que aquella gente no se agolpaba allí con ánimo de amenazar, sino de curiosear 6.

 

Algunos de la multitud lograron colarse hasta el conclave, que estaba en el primer piso del palacio, pero fueron echados fuera, y poco después se tapiaron las puertas de modo que nadie pudiera comunicarse con los de dentro. Los últimos en hablar con los cardenales, ya al anochecer, fueron los caporioni de los trece barrios de la ciudad, que vinieron a pedir, una vez más, la elección de un papa romano. Respondieron los cardenales que obrarían según su conciencia, buscando el mayor bien de la Iglesia.

Hasta la madrugada del día siguiente no cesó el clamor del pueblo. ¿Qué hacían entre tanto los dieciséis cardenales? Sin duda no durmieron muy tranquilamente, si bien Pedro de Luna refiere que él oyó roncar al viejo cardenal Tibaldeschi.

 

3. La elección.- Ya antes de entrar en el conclave habían tenido sus reuniones y coloquios, sin que llegaran a ponerse de acuerdo los tres partidos que componían el sacro colegio: limosinos, franceses e italianos. Constituían los limosinos la facción más fuerte, pero habían predominado tanto en los últimos cuatro pontificados, que nadie, ni los otros franceses, deseaban un nuevo papa de aquella región. Contra los siete cardenales favorables a la candidatura limosina había cuatro italianos, que preferían un papa italiano, y estaba además la facción francesa, integrada por cuatro cardenales franceses y un español. Tres de estos franceses estaban dispuestos a unirse con los italianos a fin que no triunfasen los limosinos. Era difícil el acuerdo, y en otras circunstancias el conclave se hubiera prolongado mucho tiempo.

Ignoramos qué deliberaciones tuvieron entre sí los conclavistas antes de acostarse. A la mañana siguiente (8 de abril), cuando ya el rumor de la gente había cesado, sonó una campanita, y los cardenales empezaron a recitar sus horas. Oyeron una misa de Spiritu Sancto; a continuación, otra de feria. No se había concluido ésta, cuando de la parte del Capitolio se oyó un toque de rebato, como en los días de revolución, y en la misma basílica de San Pedro volteaban las campanas. Un terrible pánico se apoderó de los cardenales, que se imaginaron les había llegado la última hora.

¿Qué había sucedido? Que un grupo de romanos armados se habían presentado ante los canónigos de San Pedro pidiendo la entrada al campanil, y, como no la pudiesen obtener a buenas, rompieron con sus hachas las puertas de la torre y lanzaron a vuelo las campanas. Congregado el pueblo de nuevo en la plaza, repetía la consabida frase: «¡Romano, romano lo queremos, o al menos italiano!», y algunos franceses creyeron oír amenazas de muerte: «Romano lo volemo o almanco italiano; o per la clavellata di Dio, saranno tutti quanti Franchigene ed Ultramontani occisi e tagliati per pezzi, e li cardinal¡ li primi» 7.

 

El obispo de Marsella, acercándose a las rejas de una ventanilla, dijo a los cardenales Orsini y Aigrefeuille: «Daos prisa, señores, porque corréis peligro de ser descuartizados si no elegís pronto un papa italiano o romano; los que estamos fuera juzgamos del peligro mejor que vosotros».

El pavor de los cardenales va en aumento. ¿Capitularán cobardemente ante la voz popular? ¿O mantendrán su libertad y el honor de la Iglesia? ¿Y no se podrá hallar una vía media que dé satisfacción a las dos partes? Tras media hora de deliberación, se decidieron a calmar los ánimos del pueblo con algunas palabras de esperanza.

 

Acercándose a la ventanilla, el cardenal Orsini dijo: «Estad tranquilos; yo os prometo que mañana antes de tercia tendréis un papa romano o italiano». Y para sosegar completamente a la turba, que juzgaba ese plazo demasiado largo, el cardenal Aigrefeuille añadió: «Yo os aseguro que antes de terminar el día tendréis un papa romano o italiano» 8. Reunidos todos en la capilla, Orsini sugiere salir del paso con una farsa indigna: entronizando ante el pueblo a algún sencillo franciscano de Roma. La propuesta fue rechazada unánimemente. Querían, pues, los cardenales obrar en serio, de verdad.

Como ninguno de los conclavistas podía conquistar las dos terceras partes de los votos, que era lo requerido por el derecho, les fue preciso pensar en un candidato extraño al sacro colegio. Sonó el nombre del arzobispo de Bari. Pedro de Luna invitó al cardenal Juan de Cros (llamado de Limoges) a aceptar esta candidatura. La invitación fue inmediatamente recogida, porque, como decía este cardenal Cros, «no podemos contentar al pueblo dándole un papa romano, porque se diría verdaderamente que la elección era forzada; de los dos romanos que hay entre los cardenales, uno es decrépito y enfermo (Tibaldeschi), y el otro demasiado joven e inexperto, Orsini; fuera del colegio cardenalicio no veo ningún romano apto para el papado» 9.

 

El cardenal de Bretaña, Hugo de Montalais, puso algunos reparos a la persona del arzobispo de Bari, mas al fin dio su voto favorable a él, como casi todos los demás cardenales. El cardenal Orsini fue el único que protestó, diciendo que él no votaría mientras no tuviese plena independencia. La razón de esta actitud no era la falta de libertad, sino que Orsini era un ambicioso que quería la tiara para sí.

Algunos hicieron constar que elegían libremente al arzobispo de Bari; otros se expresaron así: «Elijo al arzobispo de Bari con la intención de que sea verdadero papa» (ut sit verus papa). De siete de ellos parece moralmente cierto que votaron libremente en favor del Barense; lo afirmaron ellos mismos y sus colegas. De otros dos tenemos alguna probabilidad 10. Los cardenales italianos debieron de ser los últimos en aceptar a su compatriota, y uno de ellos, Orsini, no quiso votar 11.

 

Bastaban doce votos (de dieciséis) para conseguir la tiara, y es cierto que el arzobispo de Bari obtuvo quince. La duda está en si tuvo más de siete o de nueve con perfecta libertad de los votantes. Habría que afirmarlo rotundamente si atendiéramos tan sólo a los testimonios urbanistas y habría que negarlo atendiendo a los clementinos. Una impresión subjetiva y personal queremos consignar aquí, y es que, al leer los infinitos testimonios coetáneos en pro y en contra de la legitimidad, nos parecen, salvo pocas excepciones, los urbanistas menos apasionados y más convincentes que los clementinos.

 

4. Reelección de Urbano VI.- A, eso de las nueve de la mañana, la elección pontificia estaba hecha. Como el elegido se hallaba fuera, hubo que aguardar a su aceptación. Por eso no se proclamó todavía su nombre. Había que llamarlo, pero de forma que nadie sospechase nada. El cardenal Orsini, acercándose a la rejilla de la puerta, ordenó al obispo de Marsella hiciese venir a siete prelados italianos, cuyos nombres iban escritos en un papel: el primero era Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari.

 

Aprovechando esta circunstancia, el obispo de Marsella aconsejó a los cardenales que se diesen prisa y condescendiesen con la voluntad del pueblo, que ahora redoblaba sus gritos: «Romano, romano! Romano lo volemo!» Y muy pocos añadían: «O italiano!» Trató Orsini de arengar a la turba, pero el clamoreo ahogó sus primeras palabras: «Marchaos de aquí -exclamó-, cochinos romanos, que nos acogotáis con vuestras importunidades». Y a un caporione que insistía en que se eligiese un papa romano o italiano, le aseguró: «Si no es así, podéis hacerme pedazos; idos tranquilamente, que antes de vísperas tendréis uno conforme a vuestros deseos». La plebe seguía vociferando: «Romano lo volemo! Se non lo avemo romano, tutti li occideremo!» Ahora sí que podían temer los cardenales, pues el elegido por ellos no era romano, y la multitud exigía que el papa fuese de la ciudad de Roma 12. No por eso se retractaron ni entablaron nuevas deliberaciones, lo cual es indicio de que obraban con suficiente libertad. Los prelados llamados al palacio vaticano estaban ya comiendo con el obispo en presencia de sus servidores. El cardenal de Glandève, el más irreconciliable enemigo de Urbano VI, dijo al canónigo palestino Fernando Pérez: «Deán, quiero que sepáis que he obrado por miedo a la muerte. ¿No habéis visto el peligro que corríamos?» Esto equivale a decir, como anota Valois, que ya el peligro ha pasado.

 

Terminada la comida, los cardenales se dirigen a la capilla; todos menos tres, que siguieron sentados a la mesa, o sea trece. Aprovechando la calma del momento, alguien propuso - sin duda el cardenal Tibaldeschi - renovar la elección hecha por la mañana. No pareció bien al cardenal de Sant'Angelo in Pescheria, G. Noellet, porque todavía se oía algún rumor; pero, al preguntar uno a sus colegas si mantenían el mismo parecer de la mañana, respondieron algunos: «Sí, sí»; y otros: «Repito lo mismo de la mañana». ¿Hubo entonces algún voto negativo? No consta con certeza, y, por tanto, no se puede asegurar que esta reelección convalidase la anterior 13.

 

El lector se preguntará: ¿Por, qué los votos de los cardenales recayeron sobre un sujeto que no pertenecía al sacro colegio, y en concreto sobre el napolitano Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari? Muchas razones había en favor de este personaje. En primer lugar, la imposibilidad de ponerse de acuerdo los tres partidos que dividían el conclave para elegir a uno de los cardenales. Además, Bartolomé Prignano poseía absoluto dominio de los negocios de la curia por sus largos años de residencia en Avignon al lado del vicecanciller y por haber sido encargado de la Cancillería en Roma cuando el papa Gregorio XI abandonó las riberas del Ródano. Por su permanencia en Francia y por su nacimiento en Nápoles, bajo los Anjou, era un italiano semifrancés y gozaba de la familiaridad de los cardenales limosinos. De su virtud y doctrina, nadie dudaba, y de su carácter, nadie podía adivinar que fuese lo duro y despótico que después se mostró.

 

Por estas razones, ya antes de entrar en el conclave, varios cardenales trataron con él, saludándole con reverencia y aludiendo a su futura dignidad suprema; Tomás de Acerno, procurador de la reina de Nápoles, escribía que, si se elegía uno fuera del sacro colegio, ése sería el arzobispo de Bari; y el abreviador Tomás Pietra decía a Fr. Raimundo de Capua tres días antes del conclave: «Estoy persuadido que estos señores cardenales se han puesto de acuerdo para elegir al arzobispo de Bari, que tiene la Cancillería» 14. Estos motivos indujeron a los cardenales a nombrarlo papa, y no las exigencias del pueblo, ante quien Bartolomé Prignano no gozaba de especiales simpatías.

 

5. La entronización y coronación.- A todo esto, el pueblo, que llenaba la plaza y hasta invadía el palacio vaticano, ignoraba lo sucedido en el conclave. Abriendo una de las ventanas que daban al patio, Orsini exclamó: «¡Silencio! Tenéis ya papa.-¿Quién? -Id a San Pedro». Entendió el pueblo que el llamado cardenal de San Pedro, o sea Tibaldeschi, arcipreste de la basílica de San Pedro, era el nuevo papa, y que la frase de Orsini era una invitación a ir a la casa del elegido para saquearla, e inmediatamente muchos corrieron a poner en práctica el pillaje de costumbre.

 

Orsini, con un gesto negativo, dio a entender que le habían entendido mal, lo cual enfureció a muchos. Un francés pronunció el nombre del arzobispo de Bari. No debió de pronunciarlo bien, porque algunos entendieron que el elegido era Juan de Bar, prelado limosino aborrecido por los romanos. Entonces fue cuando la muchedumbre tumultuante se embraveció como un mar en tempestad. Los conclavistas, llenos de miedo, reforzaron las puertas con estacas. Inútilmente, porque los romanos, atacando por todos los costados, forzaron todas las entradas, asaltaron los muros y hasta por las ventanas se metieron, gritando: «Romano, romano!»

 

A un clérigo se le ocurrió la idea de presentar al viejo Tibaldeschi, romano, como verdadero pontífice. Este rehúsa con indignación semejante comedia; pero los conclavistas le obligan a sentarse en la silla papal y le ponen la mitra blanca y el manto de púrpura mientras entonan el Te Deum. El anciano y enfermo Tibaldeschi sigue resistiendo con todas sus fuerzas contra aquella burla impía: «Yo no soy papa -gritaba- ni quiero serlo; es el arzobispo de Bari». Un sobrino del cardenal le da un golpe en el pecho para obligarle a sentarse y permitir la entronización. En vano él sacude la cabeza lanzando de sí la mitra. Los romanos le llevan al altar y le piden la bendición, a lo que el sudoroso y exhausto cardenal responde con maldiciones 15.

 

Mientras lo conducen a la cámara papal, se propaga la noticia cierta de que el verdaderamente elegido es el arzobispo de Bari. Oyense gritos de ira: «No lo queremos; nos han traicionado». Non lo volemo!, Cuando alguien sugiere a Bartolomé Prignano la conveniencia de renunciar, él contesta: «No me conocen; aunque yo viera mil espadas dirigidas contra mí, no renunciaría».

 

Va cayendo la noche y las gentes empiezan a retirarse. Los cardenales han huido disimuladamente y se dispersan. Cinco se esconden en sus propias casas, seis buscan refugio más seguro en el castillo de Sant'Angelo, y cuatro salen de Roma hacia diversas fortalezas. Quedan en el Vaticano el cardenal de San Pedro y el nuevo papa. Al amanecer del día 9 de abril, el cardenal de Florencia (Corsini) con el de Milán (Brossano) y el de Marmoutier (Du Puy), a los que se juntan luego el de Glandève (Lagier) y Pedro de Luna, vienen al palacio vaticano a cumplimentar al elegido, diciéndole que la elección había sido unánime. Y a las preguntas del interesado sobre si aquella votación era válida, respondió Pedro de Luna afirmativamente, quitándole cualquier escrúpulo que pudiera tener 16.

 

Los seis encerrados en el castillo de Sant'Angelo, rogados por el nuevo papa a que vinieran a la entronización, comisionaron a sus colegas para que procediesen a la ceremonia en nombre de ellos, aunque sin su presencia; mas por la tarde se decidieron a salir del castillo e intervenir personalmente. En efecto, los doce cardenales presentes en Roma tuvieron una sesión secreta en la capilla. Era el momento de declarar inválida la elección, si así lo creían. Lo que hicieron fue llamar en seguida a Bartolomé Prignano para notificarle oficialmente: «Nosotros os hemos elegido papa», a lo que aquél respondió: «Me habéis elegido, aunque indigno, y yo consiento en la elección». Revistiéronle de los ornamentos pontificales y le hicieron la adoración o reverencia de rúbrica mientras cantaban el Te Deum. A continuación el cardenal Pedro de Vergne, abriendo una ventana, proclamó al sucesor de Gregorio XI coram populo: «Yo os anuncio un gran gozo: tenéis un papa y se llama Urbano VI». Pronto volvieron los cardenales que habían salido de Roma. El día 18, domingo de Pascua, fue de nuevo entronizado solemnemente en la basílica de Letrán; de vuelta a San Pedro celebróse la ceremonia de la coronación, siendo el cardenal Orsini quien le puso la corona sobre la cabeza.

 

6. Urbano VI, verdadero papa. - El embajador castellano, doctor Alvaro Martínez, testigo imparcial, afirmó en Medina del Campo haber presenciado en Roma la coronación del papa Urbano, la cual se verificó con alegría y paz de todos 17. Nadie parecía dudar entonces de la legitimidad del pontífice. El médico Francisco de Siena asegura haber oído al cardenal Roberto de Ginebra estas formales palabras, dirigidas a la multitud después del conclave: «Gritad cuanto queráis; papa tenemos, si no queremos ser todos herejes»18. Y al mismo doctor sienés le dijo el cardenal Orsini: «Si alguno dice que Urbano no es papa, «mente per le cane de la gola, che li é cosi papa, como tu sei doctor de medicina» 19. Constan idénticas afirmaciones de otros cardenales, como del de Florencia y del de Vergne, y, por supuesto, de Tibaldeschi.

 

En las primeras semanas no se les ocurrió dudar de que Urbano era verdadero papa. Podían haber conversado libremente unos con otros proponiéndose sus escrúpulos o temores; podían haber llamado secretamente a un notario para que levantase acta de sus protestas por la falta de libertad. Nada de esto hicieron 20. Al contrario, su modo de actuar fue de quien reconocía la legitimidad, o subsanaba y convalidaba la elección, si algún defecto o irregularidad hubiese. Apresuráronse a prestarle homenaje y obediencia, a pedirle gracias, favores, beneficios eclesiásticos para sí y para sus familiares, y -lo que es más significativo- escribieron a sus colegas los cardenales de Avignon y a los príncipes cristianos que habían elegido papa al arzobispo de Bari «libere et unanimiter» 21. Así toda la cristiandad se persuadió que Urbano VI era legítimo y verdadero papa, y como a tal lo acató, reverenció y obedeció.

 

En resumidas cuentas, podemos decir que la primera elección puede tenerse por lo menos como dudosa, ya que algunos cardenales obraron con miedo 22, y, francamente, las circunstancias no eran como para tenerlas todas consigo. La reelección hecha después de comer parece añadir gran probabilidad a la tesis urbanista, mas siempre queda alguna sombra de duda sobre si el número de los electores alcanzó las dos terceras partes. Hay, pues, que conceder a los cardenales la facultad y el derecho, después de la clausura del conclave, de declarar inválida la elección y proceder a otra nueva. Ese derecho lo actuaron pública y unánimemente con su comportamiento en las primeras semanas y aun meses sucesivos, especialmente en la solemne entronización y coronación de Urbano VI, en las súplicas que le dirigieron como a verdadero papa y en la carta que dirigieron a los cardenales de Avignon. «Aquí radica, más que en la elección del 8 de abril, el derecho inatacable de Urbano VI a la tiara» 23.

 

7. Inicios de un pontificado. -Nadie hubiera dudado ni entonces ni nunca de la legitimidad del nuevo papa si éste se hubiera comportado normalmente y con la prudencia que de él se esperaba. Pero aquel varón austero, piadoso, tal vez un poco oficinesco y buen trabajador, que se llamó Bartolomé Prignano pareció otra persona con muy diverso carácter desde que recibió la tiara sobre su cabeza y se llamó Urbano VI. Se tornó despótico, duro, violento, descomedido, llegando en su imprudencia y desatino a términos casi patológicos. Y esto en momentos en que la dulzura, la flexibilidad, el tacto y la sensatez eran más necesarios que nunca.

 

Dejemos a los psicólogos la explicación de este cambio tan brusco y repentino de un hombre ya sexagenario. Sin duda, ya antes, aunque no apareciera públicamente, debió de tener un carácter autoritario y rígido. Ahora el vino del poder supremo se le subió a la cabeza. Un cierto orgullo natural se revistió de formas espirituales con la persuasión de que Dios lo había hecho elegir milagrosamente para vicario de Cristo en la tierra. La altísima idea que tenía de la plenitudo potestatis del pontífice sumo le trastornó el juicio. Creyóse superior a todas las autoridades del mundo, al emperador, a los monarcas, a quienes amenazaba con la deposición si no le rendían homenaje 24.

 

Se imaginó que Dios le había encomendado la misión de reformar la cristiandad entera, y empezó por los cardenales, cuya autoridad en el gobierno de la Iglesia trató de disminuir, acentuando, en cambio, su personal absolutismo. Públicamente los despreciaba y los insultaba hasta exasperarlos. A los cardenales Cros y Lagier los reprendió ásperamente, y poco faltó para que al primero no lo abofetease en el consistorio. A Orsini le llamó estúpido en presencia de los curiales; a Roberto de Ginebra, rebelde; al de Florencia, ladrón; al de Amiéns, traidor. Predicando, quince días después de su elección, sobre las palabras de Cristo: Ego sum Pastor bonus, lejos de hablar de la piedad, paciencia, mansedumbre y misericordia del buen pastor, se desahogó en una violenta invectiva contra los vicios de los cardenales y prelados. En vano Santa Catalina de Siena le exhortaba en sus cartas a la moderación y dulzura propias del buen pastor.

 

Por una bula les privó a los cardenales de los ingresos que suponían los «servitia communia» mientras no reparasen sus iglesias titulares. También les obligó a renunciar a las pensiones que recibían del emperador y de los reyes. Con justísimo motivo vituperó las simonías que en la curia se cometían, y añadió que castigaría en primer lugar las de los cardenales. Como un día predicase un dominico inglés contra ese vicio, declarando las penas que impone el derecho canónico, súbitamente inflamado, el papa le interrumpió, diciendo: «A las penas de la simonía añade ésta: que yo excomulgo desde ahora a todos los simoníacos de cualquier estado y condición que sean, incluso a los cardenales». Y, como después algunos murmurasen diciendo que la excomunión, conforme a derecho, no puede lanzarse sino después de tres moniciones, él respondió: «Omnia possum et ita volo». El obispo de Córdoba, Fr. Menendo, que cuenta esta anécdota, agrega que muchas veces le oyó pronunciar: «Ego intendo mundare Ecclesiam et ego mundabo» 25.

 

El lunes de Pascua después de vísperas comenzó en un sermón a increpar a los obispos allí presentes, diciendo que todos eran perjuros, porque residían en la curia, abandonando sus propias diócesis. Callaron todos menos el referendario pontificio, Martín de Zalba, obispo de Pamplona, el cual replicó que él no era perjuro, porque estaba empleado en la curia no por interés privado, sino por utilidad de la Iglesia, y que por su parte estaba dispuesto a marcharse a su diócesis 26.

 

El 25 de abril llegó a Roma el cardenal de Amiéns, Juan de la Grange, que, como sabemos, no había participado en el conclave por hallarse en el congreso de Sarzana. Era una de las personalidades más relevantes del sacro colegio, hábil diplomático, poco escrupuloso, inmensamente rico y que había gozado en Francia de todos los honores por su devoción y fidelidad a su rey Carlos V.

Apenas entró en el Vaticano, presentó sus homenajes a Urbano VI, mas no pasaron muchos días antes de que se enzarzara con el papa en un furioso altercado, en que se injuriaron mutuamente. Cuéntase que, ya antes de llegar a Roma, había escrito a los cardenales sus compatriotas reprochándoles quod non elegerant ultramontanum. Ahora, cuando experimentó las excandescencias del papa cismontano y vio el descontento que cundía entre todos, empezó a convocar en su casa del Trastévere a los enemigos de Urbano, incluso a los capitanes de las milicias mercenarias de Gascuña y Bretaña, y, por supuesto, también a los cardenales.

 

8. La declaración de Anagni y el cisma de Fondi.- Conocía Urbano VI la voluntad de los cardenales franceses de regresar con la curia a Avignon, y pensaba contrarrestar ese movimiento creando nuevos cardenales italianos. Antes de que lo hiciese, ocurrió la ruptura. Apenas empezaron a sentirse los primeros calores en Roma, pidieron al papa aquellos cardenales permiso para retirarse a Anagni. Algunos se fueron en mayo, otros en junio.

Sabedor de las intenciones cismáticas de los franceses, el cardenal Pedro de Luna se les juntó hacia el 24 de junio. Iba con intención de retenerlos en la obediencia al papa Urbano, pero el pescador acabó por ser pescado, en frase de Alfonso Pecha de Jaén.

 

Disputó con sus colegas, repitiendo siempre que él por su parte había elegido al arzobispo de Bari con plena libertad y lo reconocía como verdadero papa. Sólo cuando todos los demás le aseguraban que ellos habían procedido bajo la impresión del miedo y que en circunstancias normales de libertad no hubieran elegido a Bartolomé Prignano, empezaba el aragonés a vacilar.

Oigamos al embajador castellano Alvaro Martínez: «La primera vez que fui a Anagni, me dijo el cardenal de Ginebra que Urbano no era papa... Y que todos los cardenales de Anagni convenían en lo mismo, excepto el cardenal de Aragón, que, siendo demasiado escrupuloso, decía que quería estudiar el caso. Referí yo esto al mismo cardenal de Aragón, el cual me respondió: Señor Alvaro, el señor cardenal de Ginebra me infama al decir que soy escrupuloso; ciertamente yo quiero examinar y ver bien las cosas, conforme al derecho, porque en verdad os digo que, si yo concordase con ellos y luego averiguara jurídicamente que Urbano es verdadero papa, aunque yo estuviera en Avignon, vendría con los pies descalzos, si de otro modo no pudiese, a ponerme de su parte. Quiero, pues, estudiar y ver bien el asunto. Yo le supliqué me diese los puntos dudosos para estudiarlos, pero hablamos luego de otras cosas y por fin no me los dio. Siempre que entré en su cámara le hallé estudiando, creo que sobre esta materia» 27.

 

Se equivocaba Pedro de Luna al empeñarse en resolver la cuestión canónicamente. Antes que el problema canónico había que aclarar el problema histórico y psicológico, como trataron de hacer después los urbanistas. El cardenal aragonés aceptó ingenuamente los hechos como los exponían los cardenales franceses y acabó pasándose decididamente a su bando.

Viendo Urbano VI que los cardenales buscaban el apoyo militar de las compañías aventureras, encargó en junio a los tres cardenales italianos, Orsini, Brossano y Corsini -Tibaldeschi estaba enfermo y murió el 7 de septiembre-, se dirigiesen a Anagni a prometerles, de parte del papa, todo favor y benevolencia. Respondieron los cardenales franceses asegurando solemnemente al pontífice de su fidelidad y asombrándose de que dudase de ellos. Esto no impidió que aquella misma tarde tuviesen una reunión secreta con los tres italianos, donde discutieron sobre la validez de la elección, juraron que sus votos se debieron al temor a la muerte y animaron a los tres enviados a quedarse con ellos para proveer a la sede vacante. Rechazaron éstos la invitación de hacer causa común y se retiraron a Tívoli, donde a la sazón se hallaba Urbano VI, para darle cuenta del éxito de la embajada 28. Vacilaban todavía los cardenales franceses, no faltando quienes, como el de Vergne, deseaban una reconciliación con el romano pontífice, mientras otros exigían la abdicación simplemente y algunos proponían que Urbano tomase un coadjutor.

 

Sucedió que el 16 de julio el capitán de mercenarios Bernardón de la Salle infligió a los romanos una terrible derrota en Ponte Salaro, después de lo cual puso sus doscientas lanzas gasconas a disposición del sacro colegio. Animados con esto los cardenales y no teniendo nada que temer, dieron un paso decisivo en el camino de la rebeldía, publicando el 2 de agosto una declaración en la que afirmaban con toda seriedad que antes de entrar en el conclave estaban resueltos a no elegir a ningún italiano; que, si luego eligieron al arzobispo de Bari, fue tan sólo por temor a la muerte. Siete días más tarde promulgaron otra declaración, concebida en términos tales, que pierde autoridad ante cualquier lector; tanta es su pasión, virulencia e hipocresía: «La caridad de Cristo nos apremia; nos apremia el celo de la fe; nos apremia el amor a la navecilla de Pedro, sacudida por continuo oleaje en proceloso mar...; nos apremia la túnica inconsútil del Señor...; nos apremia la calamidad de la pudorosa esposa de Cristo, que padece violencia...» Tras este prólogo, declaran que, si ellos eligieron al arzobispo de Bari, fue creyendo que éste jamás aceptaría tam nefanda intrusio; pero, lejos de renunciar a la tiara, intronisatus et coronatus de facto, se hace llamar papa y apostólico, con máximo escándalo del clero y del pueblo cristiano, ocupando el papado tiránicamente totam christianitatem scandalizando. Por eso ellos le han invitado a que abandone la santísima sede de Pedro, que anticanónicamente ocupa, y haga penitencia; de lo contrario, nosotros invocaremos contra él, que está violando a la esposa de Cristo y madre de todos los cristianos, el auxilio divino y humano y emplearemos todas las sanciones canónicas sin misericordia 29.

 

El 27 de agosto los cardenales de Anagni se trasladaron a Fondi, en el reino de Nápoles, junto a los mismos límites del Estado de la Iglesia, para estar más seguros bajo la protección de la reina Juana. Esta, que al principio se había alegrado de la elección de Urbano VI, se había indispuesto con él por el trato despectivo que su marido, Otón de Brunswick, había recibido del papa Urbano, o, como decía aquel príncipe consorte, Turbano, porque todo lo turba.

Los tres cardenales italianos, que se habían alejado del papa desde fines de julio, pero que aún andaban vacilantes entre Urbano y los franceses, proponiendo diversos medios de arreglo, v.gr., la convocación de un concilio general, por fin se reunieron con los cardenales de Fondi a mediados de septiembre. Cada uno de los tres había recibido promesas, si hemos de creer a Teodorico de Niem, de que sería elegido pontífice si abandonaba a Urbano, y con esta esperanza entraron en el conclave, celebrado en el palacio del conde de Fondi.

 

Rechazadas las diversas propuestas de convocar un concilio, de resolver la cuestión por un compromiso de seis delegados y de reelegir a Urbano, todos los votos recayeron en el primer escrutinio sobre la persona del cardenal Roberto de Ginebra. Decimos todos por más que los tres italianos, desilusionados tal vez, se contentaron con una aprobación tácita. Era el 20 de septiembre de 1378. El cisma estaba consumado; un cisma que perduraría, con desastrosas consecuencias para la Iglesia, durante casi cuarenta años.

9. Clemente VII, papa aviñonés.-Roberto de Ginebra fue proclamado sumo pontífice el 21 de septiembre con el nombre de Clemente VII; el 31 de octubre fue coronado 30. Era joven, de treinta y seis años; de arrogante presencia, casi corpulento, de afable trato, amigo de los nobles y de los artistas tanto como de los hombres de guerra. Probablemente, sus cualidades de condottiero, demostradas en la lucha de Gregorio XI contra Florencia, pesaron en la balanza de los cardenales al elegirle, pues tendría que disputar con las armas su derecho a los dominios pontificios; creemos, con todo, que lo que más le valió fue el ser hermano del conde de Ginebra y su parentesco con el rey de Francia. Sin la seguridad del apoyo francés, difícilmente se hubieran lanzado aquellos cardenales a la rebelión contra el papa Urbano VI.

 

Pensó Clemente en apoderarse de Roma con ayuda de las tropas mercenarias francesas, que acampaban en las cercanías. Era la manera más impresionante y decisiva de imponer su obediencia en todo el mundo. La guarnición francesa del castillo de Sant'Angelo estaba de su parte, pues seguía dependiendo del colegio cardenalicio. El conde Honorato de Fondi le ofreció también sus fuerzas. Así que decidió lanzar un ataque en febrero de 1379 contra la Ciudad Eterna; pero las tropas gasconas fueron derrotadas por los romanos junto a Carpineto.

En vano Clemente VII desde el castillo de Sperlonga, adonde se había trasladado en marzo, firmaba un pacto con Luis de Anjou, hermano del rey de Francia, concediéndole el título de rey de Adria y la soberanía de la mayor parte de los Estados pontificios a condición de que los conquistase con su espada y prestase homenaje feudal al pontífice francés. La situación de Urbano VI mejoraba en el aspecto militar. El castillo de Sant'Angelo se le rindió el 30 de abril, y ese mismo día, en una aplastante victoria de las tropas romanas sobre las clementinas, caía prisionero el generalísimo Luis de Montjoie, sobrino de Clemente, con Bernardón de la Salle y los principales jefes.

 

Acompañado de tres cardenales, Clemente VII huyó rápidamente a Nápoles, donde la reina Juana le recibió con todos los respetos. No así la ciudad, que se levantó al grito de «¡Muera el anticristo! ¡Mueran Clemente y sus cardenales! ¡Viva el papa Urbano!» El 13 de mayo abandonaba la ciudad partenopea y el 22 dejaba definitivamente Italia. Desembarcó en Marsella y el 20 de junio entraba en Avignon. El antiguo prestigio de esta ciudad papal fue causa de que el nuevo papa aviñonés se rodeara de una aureola de legitimidad semejante a la que Roma confería a Urbano VI. De no afincar en una sede tan prestigiosa como Avignon, difícilmente se hubiera podido mantener un cisma durante tan largo tiempo.

 

II. La cristiandad, dividida

1. Límites y fronteras de las dos obediencias.- Los dos papas se apresuraron a enviar embajadores a los príncipes cristianos, exponiendo cada cual sus derechos y desacreditando al adversario. Hay que reconocer que Clemente VII desarrolló una actividad diplomática muy superior a la de Urbano VI y que los enviados de éste le hicieron traición en Francia y tuvieron poca suerte en la península Ibérica.

A pesas de todo, al dividirse la cristiandad en dos obediencias, la parte más amplia permaneció fiel a Roma, mientras que la más reducida-según los franceses, la más sana de juicio-se adhirió al papa aviñonés: altera pars amplior, altera sanior.

 

El primer campo de lucha y de división fue Italia. Casi enteramente se puso la península de parte de Urbano, empezando por Florencia, Milán y todo el norte, a excepción de Saboya, cuyos duques eran parientes de Clemente. Es verdad que Nápoles se unió con Francia para sostener al aviñonés; pero, al ser destronada Juana de Anjou (septiembre de 1381), también los napolitanos se rebelaron contra «el verdugo de Cesena».

El emperador Carlos IV ya en septiembre de 1378 declaró en la dieta de Nuremberg que no reconocería sino a los obispos aprobados por Urbano. El 25 de ese mismo mes enderezó una carta a los cardenales rebeldes llena de recriminaciones violentas y defendió la causa urbanista ante varios príncipes italianos. Muerto el piadoso y prudente emperador el 29 de noviembre, le sucedió su hijo Wenceslao de Bohemia, que, aunque muy diferente en costumbres y carácter, siguió, en la cuestión del cisma, las huellas de su padre. La dieta de Francfurt (febrero de 1379) significó un gran triunfo de Urbano VI.

 

Luis I de Hungría, aunque descendiente de Carlos de Anjou, prefirió marchar de acuerdo con el emperador. Lo mismo se ha de decir de Polonia y Lituania. En cambio, los duques Alberto de Baviera y Leopoldo de Austria siguieron al pontífice aviñonés; al cabo de pocos años, el primero adoptó una posición neutral, y, muerto Leopoldo en 1386, se deshizo en aquellos países el partido clementino.

En las diócesis de Spira y Maguncia, tras un efímero triunfo de Clemente VII, se impuso definitivamente Urbano VI. Lo mismo sucedió en Utrecht, Cambray y en Lieja, sede que se disputaron un obispo aviñonés y otro romano.

 

En Flandes, cuatro diócesis, como pertenecientes a la provincia eclesiástica de Reims, se declararon en favor de Avignon; pero contra la tendencia del episcopado se alzó el conde Luis de Maele con la mayoría del pueblo. Los flamencos temían a Francia; sus intereses políticos y sobre todo comerciales se orientaban hacia Inglaterra; con razón ha escrito E. Perroy que Flandes en el siglo xiv era la continuación de Inglaterra en el continente. Pero desde 1384 el nuevo conde logró arrastrar a muchos hacia la obediencia aviñonesa.

Inglaterra, enemiga constante de Francia y de la curia aviñonesa, no es extraño que desde el primer momento siguiera la obediencia romana, por más que la conducta de Urbano VI no facilitara mucho esta adhesión 31.

 

Por sus disensiones con Inglaterra, Escocia abrazó el partido contrario. En Irlanda, aunque no dominada completamente por los ingleses, predominó, con mucho, el partido urbanista. Y en los países escandinavos puede decirse que absolutamente.

2. Francia y la Universidad de París.- El reino de Francia fue durante muchos años el más firme sostén del papa de Avignon, aunque no puede negarse que la estrecha unión de Clemente VII con el rey francés fue causa de que algunos países, por oposición política, se dirigiesen hacia el papa romano.

 

Desde antes de la elección de Clemente VII, ya Carlos V -«le sage roy»- miraba con simpatía y benevolencia a los cardenales reunidos en Anagni y Fondi con intenciones cismáticas. Pero, si éstos no le hubiesen convencido de la ilegitimidad de Urbano, él nunca hubiera pensado en abandonar la obediencia de aquel a quien sinceramente había prestado filial homenaje.

Al recibir los informes del colegio cardenalicio y de otros particulares contra el papa italiano y el anuncio de la elección de Clemente VII, convocó una reunión selecta de nobles, consejeros, teólogos y canonistas y de algunos prelados que se hallaban de paso en París (Vincennes, 16 de noviembre), en la que todos o casi todos aconsejaron al rey que se declarase en favor del papa de Fondi. Así lo hizo, transmitiendo a sus súbditos la orden de que en todas las iglesias de Francia se debía reconocer a Clemente VII como a «Papa y supremo pastor de la Iglesia de Dios».

 

Tal decisión no dejó de causar escándalo en muchos franceses, particularmente universitarios de Orleáns, Angers, Cahors y de París, acostumbrados a mirar a Urbano VI como legítimo pontífice, sucesor de Gregorio XI. La diplomacia de Clemente VII se puso en movimiento. Empezó por hacer notables concesiones de orden económico y eclesiástico al monarca y le envió como embajador permanente, con plenos poderes, uno de los personajes mejor vistos en Francia: el cardenal Juan de Cros, que fue recibido en Notre-Dame el 6 de abril de 1379. Poco después llegaron a la corte nuevos cardenales, que repitieron a su manera la historia del conclave bajo la presión de los romanos. Quiso el rey obtener de una manera o de otra la adhesión de la Universidad parisiense, que era la mayor autoridad teológica y científica del mundo cristiano y la institución más universal, ya que entre los maestros y discípulos se contaban muchos de todas las naciones.

 

Las facultades de medicina y de derecho se pronunciaron inmediatamente en favor de Clemente VII. La de teología, internamente dividida, aplazó la decisión. La facultad de artes, que, como es sabido, estaba integrada por cuatro naciones (galicana, normanda, picarda e inglesa), también se dividió; las naciones galicana y normanda dieron gusto al rey, pero las otras dos exigieron que la cuestión se discutiese en asamblea general de toda la Universidad. Celebróse ésta el 24 de mayo, con idéntico resultado, ya que no pudo llegarse a la adhesión unánime por la resistencia de la nación picarda e inglesa. Constituyóse, finalmente, una delegación que, en nombre de toda la Universidad, prometiese al rey el reconocimiento del papa aviñonés. Pero esta adhesión oficial no impedía que dentro de la Universidad hubiese muchos maestros y alumnos—en especial todos los ingleses y alemanes-que negasen la obediencia a Clemente VII. Tanto es así, que fue preciso prohibir se tocase este punto en las disputas escolásticas 32.

3. Actitud del rey de Castilla.- Enrique II de Trastamara (1369-79), apenas recibida la noticia de la elección de Urbano VI, le prestó acatamiento 33. Pronto, sin embargo, llegaron a la corte castellana rumores desfavorables. Quizá por eso, cuando vino el anuncio del cisma, aquel monarca, bien inclinado hacia el papa romano, empezó a titubear, y en la asamblea de Toledo, celebrada en noviembre de 1378, a la que asistieron enviados del papa Urbano y embajadores de Francia, se declaró neutral o indiferente hasta que se hiciese clara luz en el asunto 34. A las solicitaciones de su amigo el rey de Francia (Enrique debía la corona al condestable de Carlos V, Beltrán Duguesclin), respondió siempre que en negocio tan grave había que proceder con cautelosa prudencia. No consta que ya entonces propusiese la convocación de un concilio universal.

 

En diciembre reunió una nueva asamblea en Illescas. Defendió allí brillantemente la causa urbanista el arzobispo de Toledo, Pedro Tenorio, sabio consejero del rey y de gran influjo en la política eclesiástica. Sus argumentos fueron los que hoy todavía nos parecen los más válidos. «Aunque la primera elección de Urbano -decía- hubiera sido irregular, ha sido legitimada por la coronación y demás actos de los cardenales» 35. La cuestión siguió indecisa. Declaró el rey que trataría de ponerse de acuerdo con los demás reyes españoles, y que entre tanto las rentas apostólicas pasasen con garantía al fisco real, para ser luego entregadas fielmente al papa legítimo.

 

Los dos papas enviaron a Castilla sus representaciones. Clemente VII nombró su embajador y legado en los reinos de España al cardenal Pedro de Luna, el cual, sin embargo, no fue admitido en Castilla por el momento . Embajador de Urbano VI en Castilla y Aragón fue designado Fr. Menendo, O.F.M., que tuvo mala suerte, porque el corsario catalán Pedro Bernáldez lo apresó en el camino por orden de Pedro de Luna. Las bulas que llevaba consigo fueron rasgadas y Menendo enviado a Fondi, en cuyas cárceles fue encerrado por Clemente VII. El franciscano, que tenía ya el nombramiento de obispo de Córdoba, logró al cabo de once meses evadirse por la ventana con una cuerda fabricada por él y de nuevo fue enviado como legado pontificio a España.

 

Aquí el más ardiente defensor de Urbano VI era el infante Fr. Pedro de Aragón, tío del rey aragonés. Con sus cartas, avisos, visiones y amenazas de la ira de Dios trató de conmover a Enrique II. Sólo consiguió que el rey le invitase a una solemne asamblea de los grandes y prelados del reino, que se celebraría en Burgos por mayo de 1379. Desgraciadamente, Enrique murió el 29 de mayo, recomendando a su hijo Juan la neutralidad, aunque él siempre había mostrado más inclinación hacia el pontífice de Roma.

 

Empezando a reinar Juan I (1379-1390), intentó el rey de Francia ganárselo para su causa, enviándole una carta con multitud de razones y testimonios de cardenales y doctores en favor de Clemente VII; añadía que, pues los dos monarcas iban unidos en lo político, convenía que fuesen igualmente en lo religioso. Por el mismo correo le escribía en forma mucho más apremiante el cardenal de Amiéns 36. Al mismo tiempo ese cardenal y el de San Eustaquio dirigían sendos memoriales al arzobispo de Toledo esforzándose por convencerle de la legitimidad del papa aviñonés. Don Juan retrasó la contestación, sin duda para oír antes a sus grandes y prelados, reunidos en las cortes de Burgos con motivo de su coronación. Responde por fin en septiembre de 1379, diciendo que los arreglos y convenciones particulares no solucionarán la cuestión. Grave es el problema, y no podrá resolverse sino por medio de un concilio general de toda la cristiandad. El primer elegido ha reinado muchos meses sin contradicción; parecería sospechoso que una asamblea lo condenase ahora sin oírle, tanto más que otras asambleas tenidas en Italia, Alemania y Hungría se han pronunciado en su favor, y será inútil que los reyes intenten forzar las conciencias de los que no piensen como ellos 37.

 

Como el rey francés insistía y el fanático Nicolás Eymerich, O.P., proclamaba delante de D. Juan que solamente los cardenales que asistieron al conclave tenían derecho a hablar y ser oídos, y como ya empezaba a intrigar y maniobrar en la corte el astuto legado Pedro de Luna, admitido por fin en febrero de 1380, determinó el monarca castellano plantear seriamente y a fondo el problema en una asamblea nacional. No bastaba estudiar el caso canónicamente. Antes era preciso conocer exactamente los hechos, someterlos a crítica y escuchar a los testigos de ambas partes, para que del cotejo saliese la luz. Hay que reconocer que nadie buscó la verdad con tanto afán y trabajo y método crítico como el joven rey D. Juan I. Gracias a él poseemos hoy día los historiadores material suficiente y auténtico para rastrear la verdad en el enmarañado problema del cisma.

 

4. La asamblea de Medina del Campo.-A fin de recoger la más amplia y segura información de las dos partes, ordenó el rey castellano que tres embajadores suyos se encaminasen a Avignon y luego a Roma. Eran dos seglares y un fraile franciscano: D. Rodrigo Bernárdez (o Ruy Bernal), que ya había desempeñado otra embajada en París; D. Alvaro Meléndez, doctor en leyes, y Fr. Fernando de Illescas, confesor del rey.

A fines de mayo de 1380 se hallaban en Avignon. A la propuesta de un concilio universal, respondió Clemente VII -y casi lo mismo sus cardenales- que de ninguna manera 38. Más felices estuvieron los embajadores en sus interrogaciones sobre el conclave. En dos o tres semanas recogieron testimonios jurados y respuestas de ocho de los cardenales conclavistas y de otros veintitrés testigos de vista o de oídas 39. El 20 de junio, D. Rodrigo y Fr. Fernando -D. Alvaro Meléndez acababa de morir- estaban en Roma. Entrevistáronse con Urbano VI, poco dispuesto a un concilio general, y con veintiocho testigos, «quórum nomina aliquando occultantur propter eorum periculum, sed rex Castellae habet nomina» 400.

 

El mismo papa les entregó su Casus envuelto en un pergamino cerrado con bula de plomo, a diferencia de Clemente VII, que hizo llegar al rey D. Juan su Factum por medio de Pedro de Luna. Por haber caído enfermo Rodrigo Bernárdez, salió para Nápoles solo Fr. Fernando de Illescas con objeto de entrevistarse allí con dos cardenales testigos del conclave. Con tan precioso material regresaron a Castilla. El 23 de noviembre de 1380 se pudo iniciar el examen y la discusión de los testimonios y demás documentos en la gran asamblea de Medina del Campo, que, a juicio de Seidlmayer, «es, sin duda, uno de los más interesantes procesos de toda la Edad Media» 41.

Presidía el obispo de Sigüenza y a las principales sesiones venía también el rey. El primer día (23 de noviembre), tras una relación de lo que habían hecho en este negocio D. Enrique II y D. Juan I, habló el cardenal Pedro de Luna en lengua castellana con ampulosidad retórica y escolástica de mal gusto, para no decir sino que en la elección no hubo libertad. Dos días después, el obispo de Faenza, Francisco de Urbino, hizo la defensa de Urbano VI en forma muy concreta, exponiendo diecisiete veritates sobre la elección del 8 de abril 42. El 26 tocó a Ruy Bernal hacer una breve relación de su viaje, entregando al rey el Factum de Urbano VI 43. Abierto el pergamino, se leyó en público. Lo mismo se hizo el día siguiente con el Casus de Clemente VI presentado por Pedro de Luna 44.

Del 6 al 10 de diciembre se tuvieron diversos actos públicos, y en particular se nombraron dos comisiones; una «ad causae examinationem» y otra para recibir nuevas testificaciones y examinarlas. Participaban en ellas los arzobispos de Toledo y de Sevilla, los miembros del Consejo Real, la mayor parte de los obispos castellanos, el embajador Alvaro Martínez y, por supuesto, Ruy Bernal y Fr. Fernando de Illescas.

Para facilitar el examen y la discusión, los dos documentos pontificios se dividieron en muchos artículos; así el Factum comprendía 104 artículos y 35 adiciones, más 73 preguntas que trataban de aclarar o especificar más los artículos; el Casus tenía 89 artículos, II adiciones y 107 preguntas. Los llamados a responder eran los representantes oficiales de Urbano y de Clemente, así como muchos españoles que en Roma habían sido testigos de los hechos. Distinguíase con toda precisión el valor de cada testimonio, anotándose al margen: scientia (de ciencia cierta), fama et vox publica (si era sólo un rumor), de audito incerto, o bien de auditu a persona certa, credulitas, etc. 45

Aunque en las disputas abogaron elocuentemente por la causa urbanista personajes como Fr. Pedro de Aragón y Fr. Menendo de Córdoba, no hay duda que poco a poco se fue creando en Medina del Campo un ambiente contrario al papa romano y favorable al aviñonés. Es evidente que la amistad política con Francia influyó en ello. Además, la habilidad diplomática de Pedro de Luna supo ganarse muchas voluntades. Y allí estaban, para defender a Clemente VII, su abogado fiscal Bonifacio de Ammanati y los embajadores de Carlos VI. También intervino el obispo de Pamplona, Martín de Zalba, que no sabemos con qué título asistía a aquella asamblea.

 

La balanza se fue inclinando en favor de la obediencia aviñonesa, siendo el argumento más eficaz «quod cardinales... habuerunt causam timendi, et quod omnia supradicta erant suficientia ad incutiendum metum». La comisión, integrada por veintitrés canonistas y prelados, al fin de cuatro meses se decidió unánimemente contra la legitimidad de Urbano VI. Cosa extraña -confiesa el propio N. Valois-, «pues el atento examen de las piezas del proceso conduciría hoy a un lector imparcial, si no a la conclusión contraria, al menos a la convicción de no poderse dictar sentencia cierta». Terminada la asamblea a principios de abril, sus más ilustres miembros se trasladaron con el rey a Salamanca, donde el 19 de mayo de 1381, después de una misa solemne en la catedral, D. Juan I hizo leer ante el clero, nobleza y pueblo una declaración ordenando a sus súbditos de Castilla y León reconocer al papa Clemente VII como a «vicario de Jesucristo e sucesor de Sant Pedro» 46. Un mes antes, Francia y Castilla firmaban una alianza contra Inglaterra y Portugal. Es difícil no ver alguna conexión entre ambos hechos.

 

5. Oscilaciones de Portugal.- Ocupaba el trono portugués don Fernando I (1367-83), de carácter versátil y de política inconstante. Recién elegido, Urbano VI le escribió cartas amistosas prometiéndole favores y ventajas políticas, que al rey portugués no le conmovieron ni poco ni mucho. Pronto llegaron a Lisboa noticias desfavorables al papa y sospechas, que los embajadores de Roma no lograron desvanecer. Más aún, Juan de Roquefeuille, uno de esos enviados, traicionó a Urbano, informando siniestramente al rey respecto de la elección del 8 de abril. El monarca envió a varios de sus clérigos con orden de que hiciesen averiguaciones en Roma, y, como su encuesta resultó más bien favorable a los cardenales, Fernando I optó por mantenerse neutral. De esta neutralidad o indiferencia salió en diciembre de 1379 o enero de 1380, abrazando públicamente en Evora la causa del papa aviñonés. Ello se debió a las influencias del duque de Anjou y, sobre todo, a las instancias que ejercieron en la corte y en el clero los activos representantes de Clemente VII.

 

Hallábase entonces en paz con Castilla, aunque deseoso de tomar represalias por las derrotas que le había infligido en 1372 Enrique II apoderándose de Lisboa. Pactó ahora, en julio de 1380, con Inglaterra, comprometiéndose a guerrear contra Castilla apenas viniesen tropas auxiliares bajo el mando del conde de Cambridge. Desembarcó en Lisboa el hijo de Eduardo III de Inglaterra al frente de 3.000 soldados el 19 de julio de 1381; y consiguientemente, para garantizar la alianza, el rey Fernando tuvo que abjurar la obediencia de Clemente VII y pasarse a la de Urbano VI, acatado por los ingleses.

Antes de que esto sucediera y previendo el peligro, el cardenal legado Pedro de Luna, que por entonces estaba triunfando en la asamblea de Medina del Campo, corrió a Santarem en marzo de 1381 acompañado de San Vicente Ferrer. En las deliberaciones del rey con su Consejo acerca de cuál era el papa legítimo, pronunció Pedro de Luna una arenga retórica, conceptuosa y dialéctica, como suya, interpretando a su modo las palabras de la Sagrada Escritura: Vere scio quod non sit alius (4 Re 5,15); Scio enim quia tu... clemens es (Jn 4,2); Clemens est Dominus (2 Par 30,9); Quod vidimus, testamur (Jn 3,11). Su argumento fue el de siempre: es preciso creer a los cardenales 47.

 

Pero toda su fuerza de persuasión se estrelló contra las serias objeciones que le pusieron los obispos portugueses, y en especial el deán de Coímbra, que arguyó de esta manera: «Decís que no pudisteis deliberar sobre la persona idónea a elegir. ¿Y para qué queríais deliberar sobre la persona, si pensabais rechazarla luego y negarle la dignidad pontificia? ¿Y qué hicisteis en aquellos seis días que pasaron desde la muerte de Gregorio IX hasta la elección? Si no creíais que el elegido era verdaderamente papa, ¿por qué decís que le elegíais por seros bien conocido y experto en negocios de curia? Y si lo elegíais para evitar el peligro de muerte, ¿por qué no notificasteis a los romanos la elección hecha, cuando en tiempo del tumulto estaba él en el palacio? ¿Y con qué conciencia recibíais de él fiel juramentos y sacramentos eclesiásticos, si sabíais que era apóstata y anatematizado? ¿Y por qué recibíais beneficios y negociabais con él otras cosas que no eran necesarias, sino voluntarias? ¿Y por qué en vuestras cartas privadas ibais diciendo al mundo que era verdadero papa, siendo así que a eso nadie os obligaba, y, por lo tanto, podíais dejar de escribir tales cosas?» 48.

Fracasado en su empeño, Pedro de Luna y Fr. Vicente Ferrer volvieron a Salamanca sin haber conjurado la apostasía -así la llamaban- del rey Fernando I, el cual, entrando en la catedral de Braga el 29 de agosto de 1381, juró sobre una hostia consagrada y declaró que tenía por verdadero papa a Urbano VI. Esta adhesión del monarca portugués al pontífice de Roma duró cuanto la guerra contra Castilla, guerra que resultó desafortunada para los ingleses. Una flota portuguesa de veinte naves cayó en poder de los castellanos y el rey don Juan I invadió Portugal, obligando a don Fernando a firmar la paz el 9 de agosto de 1382. Repatriados los ingleses, don Fernando volvió a reconocer al papa Clemente VII, y quién sabe si no hubiera cambiado de nuevo el tornadizo monarca si la muerte no le hubiera sorprendido el 22 de octubre de 1383.

Momento crítico para la monarquía lusitana, porque D. Juan I de Castilla, con la aprobación del papa aviñonés, se proclamó inmediatamente soberano de ambos reinos, fundado en que Portugal pertenecía a su esposa D.a Beatriz, hija única superviviente del difunto D. Fernando.

 

Estallaron tumultos populares, en uno de los cuales murió asesinado el obispo de Lisboa, Martín de Zamora, de origen castellano y ferviente partidario de Clemente VII. Originóse la guerra, acaudillando a los portugueses D. Juan, gran maestre de la Orden de Avís, hijo bastardo de D. Pedro I. El monarca castellano puso sitio a Lisboa, y la hubiera tomado si la peste, cebándose en sus tropas, no le hubiese obligado a retirarse en septiembre de 1384. El 6 de abril del año siguiente, el maestre de Avís fue proclamado rey por el pueblo y por las cortes. Y, tras varias vicisitudes, el ejército portugués, inferior en número, derrotó al castellano en la célebre batalla de Aljubarrota el 15 de agosto de 1385, distinguiéndose entre los vencedores el condestable Nuño Alvares Pereira. La independencia del reino portugués estaba asegurada, y también, en atención a la ayuda que le habían prestado sus aliados ingleses, la adhesión definitiva al papa Urbano VI.

 

6. Aragón tarda en decidirse. -¿Qué hacía entre tanto el anciano rey de Aragón, D. Pedro IV el Ceremonioso (1336-87), el más viejo y experimentado de los príncipes cristianos? Apenas tuvo noticia del cisma que se preparaba, bien informado por Gil Sánchez Muñoz, emisario de los cardenales, mandó a su procurador en Roma mantenerse neutral y prohibió a los obispos de su reino el 19 de octubre de 1378 publicar la declaración de los cardenales franceses contra Urbano VI, diciendo que no se debía reconocer «a ninguno de los pontífices elegidos sin que primero se recibiese información de las elecciones, porque, con acuerdo y deliberación de los prelados y personas de letras de sus reinos, se declarase a quién se debía dar la obediencia» 49.

Aquel monarca astuto, tenaz, calculador y muy amigo de las fórmulas jurídicas no quiso romper con ninguno de los dos pontífices. En 1379 pedía a Clemente VII la fundación de la Universidad de Perpignan y le suplicaba la concesión de los hermos; poco después entablaba negociaciones con Urbano VI en orden a conseguir de él importantes ventajas de orden beneficial y aun político. Mientras tanto, retenía los bienes que correspondían a la Cámara Apostólica, vedaba la entrada en Aragón a los colectores de ambos papas e impedía el cumplimiento de las bulas, cualquiera que fuese su procedencia.

A fin de resolver el grave problema eclesiástico, el rey convocó en Barcelona (31 de agosto 1379) una reunión de obispos y letrados, de cuyas decisiones no tenemos noticia. Hemos visto la suerte que le tocó a Fr. Menendo, enviado de Urbano VI a Aragón y Castilla; cosa parecida le aconteció a otro legado del papa romano, Perfecto de Malatesta, abad de Istria, que, arrestado en Perpignan y luego puesto en libertad, llegó hasta Valencia, mas no se le permitió hacer propaganda de la causa urbanista 50.

 

Clemente VII, por su parte, mandó con poderes omnímodos y copiosos recursos económicos al cardenal Pedro de Luna, perteneciente a una de las familias más nobles del reino aragonés. El rey Enrique II no le permitió entrar en Castilla; Pedro IV no pudo menos de admitirlo en Aragón, aunque no como legado oficial, sino «como cardenal y como natural del reino». Entró Luna en su patria por marzo de 1379, y a los pocos meses tuvo, en presencia del rey y su Consejo, una discusión con Perfecto de Malatesta, de la que el monarca aragonés salió más confirmado aún en su neutralidad.

Otros dos personajes actuaban en el reino con tendencias contrarias; de una parte, San Vicente Ferrer, y de la otra, Fr. Pedro de Aragón, tío del rey. Pedro de Luna tuvo la habilidad de iniciar poco a poco el desempate a favor del papa aviñonés, ganándose la amistad del príncipe heredero, a quien primeramente trató de casar con una hermana de Clemente VII y por fin unió en matrimonio con Violante o Yolanda de Bar, sobrina de Carlos V de Francia. Igualmente influían en el ánimo de Pedro IV para apartarlo del papa Urbano su tercera mujer, Sibila, y el gran maestre de Rodas, Juan Fernández de Heredia.

 

En mayo de 1386, el viejo monarca despachó dos de sus legistas a Avignon con orden de que interrogasen a los cardenales. Cuando regresaron con las respuestas en septiembre, consultó el Ceremonioso otra vez a los canonistas de su reino, y quizás hubiera acabado por abrazar la causa clementina si la muerte no le hubiera alcanzado el 5 de enero de 1387.

Su hijo y sucesor D. Juan I (1387-92) hacía tiempo que se inclinaba hacia Avignon y en el fuero de su conciencia acataba y obedecía a Clemente VII. No bien subió al trono, firmó un pacto de alianza con Carlos VI, y, al publicar la encuesta ordenada por su padre, declaró solemnemente que el reino de Aragón reconocía desde aquel momento (24 de febrero 1387) al papa Clemente VII por verdadero vicario de Cristo; lo cual sucedió con gran alegría de sus súbditos, «de la misma manera que si redujera a la devoción y obediencia de la santa Madre Iglesia católica, porque en la suspensión e indiferencia en que el rey se entretuvo, les parecía que estaban fuera della» 51.

 

7. Navarra, finalmente, por Avignon -El rey de Navarra, Carlos II el Malo (1349-87), ambicioso, felón, inquieto, aunque dotado de grandes cualidades, estaba casado con una princesa de Francia hija de Juan II el Bueno († 1364). Había guerreado muchos años contra su suegro, porque le negaba la posesión de diversos territorios de Francia a los que creía tener derecho, y ahora guerreaba contra su cuñado Carlos V, a quien odiaba hasta el punto de haberle querido envenenar. Como, por otra parte, estaba aliado con Inglaterra, nada tiene de particular que al principio del cisma, como dicen algunos, escribiese a Urbano VI asegurándole la adhesión de Navarra 52.

Enrique II de Castilla, aliado de Francia, invadió el territorio navarro, obligándole a Carlos el Malo a firmar la paz de Briones (31 de marzo 1379), ratificada dos meses después en Santo Domingo de la Calzada, en la que se comprometía a ser amigo de Castilla y de las naciones amigas de Castilla, esto es, de Francia. Consiguientemente, dejó de obedecer a Urbano VI, manteniéndose en estricta neutralidad. En favor de Clemente VII empezó a trabajar el obispo de Pamplona, Martín de Zalba, llegado a Navarra en octubre de 1379.

 

La muerte de Carlos V vino a suavizar más las relaciones con Francia, ya que su hijo y sucesor Carlos VI, por intercesión del rey castellano, otorgó al navarro las ciudades de Normandía que éste reclamaba y la libertad de su hijo, que se hallaba en rehenes en París desde 1377. Este noble príncipe se había aficionado en Francia a la causa de Clemente VII y a la política francesa, a la cual le inducía su parentesco con Juan I de Castilla.

Regresando a su patria a fines de 1381, quiso pasar por Avignon para recibir la bendición del papa. En Navarra encontró a su padre bastante propenso hacia la obediencia aviñonesa. De hecho, cuando Pedro de Luna entró en Navarra en calidad de legado de Clemente VII y mediador con Castilla (abril de 1382), el monarca navarro le dispuso un solemne recibimiento, dándole más muestras de afecto que al obispo de Faenza, legado del papa romano 53.

 

En aquella ocasión, el príncipe Carlos trató amistosamente con el cardenal aragonés, y al año siguiente pudo conversar con él más largamente, pues hallándose en Segovia, firmó el 15 de octubre un tratado con su cuñado el rey castellano por el que éste le cedía ciertos castillos y villas que habían pertenecido a Navarra, exigiéndole, entre otras condiciones, una secreta, a saber, que el infante consiguiese de su padre la adhesión al papa aviñonés 54.

Deseaba por entonces Carlos el Malo pactar amistosamente con Castilla, para lo cual invitó a Pedro de Luna a que viniese otra vez a Navarra. Hallábase el cardenal en Calatayud, y en la primavera de 1385 acudió a Pamplona para hacer de intermediario o representante del rey castellano. Así pudo firmarse el tratado de Estella (16 de febrero 1386), en el que se ratificaron los pactos anteriores y la entrega de las plazas discutidas, con la condición implícita de que Carlos II se declarase a favor de Clemente VII. El astuto rey, sin duda por motivos políticos, o sea, por no romper con los ingleses, de quienes esperaba la devolución de Cherburgo, que le habían arrebatado, tardó tanto en tomar una decisión, que, cuando murió el 1 de enero de 1387, no había dejado aún la neutralidad eclesiástica.

 

Su hijo y sucesor Carlos III el Noble (1387-1425) era, como bien lo indica el apelativo, el reverso de la medalla. Su política fue contraria a Inglaterra y favorable a Castilla y Francia. Paralela orientación siguió en lo eclesiástico. Una de sus primeras actuaciones fue la de consultar a sus juristas y letrados de Pamplona, cuyo parecer fue unánime en favor de Clemente VII, y escribir a este papa presentándole sus respetos personales. Diversos negocios retrasaron por tres años su solemne coronación. Esta se celebró por fin el 13 de febrero de 1390 ante toda la nobleza del reino. Siete días antes, el 6 de febrero, había hecho pública su obediencia al papa de Avignon al fin de una misa pontifical celebrada en la catedral de Pamplona, en la que predicó Pedro de Luna 55. En agradecimiento, Clemente VII concedió al obispo de Pamplona, Martín de Zalba, el capelo cardenalicio. Pedro de Luna podía presentarse triunfante en la curia aviñonesa, llevando al papa el glorioso trofeo de tres reinos conquistados: Castilla, Aragón y Navarra 56.

8. El cisma de las almas. -No es fácil con todo lo dicho delinear el mapa eclesiástico de las dos obediencias, porque no siempre estaban bien definidos los límites geográficos. Hubo provincias y aun naciones que empezaron obedeciendo a Roma, para pasarse luego a Avignon, y viceversa. Dentro de la misma Francia -mucho más dentro de otros países clementinos- hubo prelados, y párrocos, y frailes que perseveraron fieles a Urbano VI a veces hasta el martirio. Hubo órdenes religiosas, como los Carmelitas, los Dominicos, los Franciscanos, etc., que se dividieron hasta el punto de tener dos superiores generales contrarios. Hubo abadías y parroquias a las cuales aspiraban dos abades y dos párrocos de opuesta tendencia; y diócesis que se disputaban dos obispos, de los cuales uno era de nombramiento clementino y otro de nombramiento urbanista. Pero, como queda ya dicho, ninguno quería ser cismático, ni lo era formalmente, ya que todos deseaban obedecer al legítimo y verdadero vicario de Cristo y se dolían profundamente de la división que afligía a la cristiandad. En ambas obediencias hubo santos, lo que demuestra que el defecto no estaba en la voluntad.

 

En la obediencia de Roma brilló principalmente Santa Catalina de Siena, la joven enérgica, fervorosa e ingenua, que tanto había trabajado por que la Santa Sede retornase de Avignon, y que ahora se esforzaba por atraer a todos a la obediencia de Urbano, escribiendo cartas encendidas y violentas a la reina de Nápoles, al rey de Francia, a los tres cardenales italianos, a quienes llama abiertamente mentirosos y embusteros, porque mienten a sabiendas; viles, abyectos, ingratos, mercenarios, porque se adhirieron a la elección de Fondi, donde «los demonios encarnados eligieron a un demonio»; el allí elegido fue «un miembro del diablo», y, siendo así que «el Cristo en la tierra es italiano y vosotros italianos», no dudáis en abandonarlo.

Su homónima Santa Catalina de Suecia, hija de Santa Brígida, que en los comienzos del cisma se hallaba en Roma activando la canonización de su madre, nos dejó un testimonio sereno y objetivo en favor de Urbano VI, que por su misma sencillez tiene mayor fuerza probativa. Gozaba por entonces de mucha fama de santidad, por su generosa renuncia a los honores, siendo de sangre real, y por las continuas visiones y revelaciones con que Dios -según su íntima persuasión- le revelaba el porvenir, Fr. Pedro de Aragón, elocuentísimo defensor de la causa urbanista contra los cardenales franceses 57.

 

Y otros virtuosísimos varones, como el austero predicador Gerardo Groote y su devoto discípulo Florencio Radewijns, engendradores ambos de la corriente espiritual llamada devotio moderna, fueron partidarios de Urbano VI. Tampoco en la obediencia aviñonesa faltaron grandes santos, siendo el más célebre de todos Vicente Ferrer (1350-1419), gran predicador y taumaturgo, compatriota y amigo de Pedro de Luna, algún tiempo su director espiritual. Escribió San Vicente un tratado De moderno Ecclesiae schismate, declarando que todo cristiano está obligado a obedecer a Clemente VII y los príncipes tienen que defenderlo incluso con la espada 58.

 

Santa Coleta de Corbie (1381-1447), la reformadora de la segunda orden de San Francisco, se dirigió a Benedicto XIII cuando éste se hallaba en Niza (1406), testimoniándole su veneración y pidiéndole licencia para entrar en las Clarisas y reformarlas según la Regla primitiva. El papa Luna la nombró abadesa de todas las que entrasen en la reforma y le envió como grato recuerdo un breviario artísticamente iluminado.

Menos conocido en nuestros días es el joven Beato Pedro de Luxemburgo (1369-1387), que antes de cumplir los quince años fue nombrado por Clemente VII obispo de Metz y cardenal. Poco tiempo vivió en la curia aviñonesa, pues murió a los dieciocho años escasos de edad, dejando en pos de sí un aroma de pureza y humildad, sin haber dudado nunca de la legitimidad del papa Clemente. Lo dicho demuestra cómo la gracia de Dios no dejó de derramarse abundantemente durante el cisma sobre las almas cristianas de una y otra obediencia.

 

En una y otra parte florecieron también varones doctos en teología y derecho, que pusieron su ciencia al servicio de sus convicciones y militaron con la pluma, unos en pro de Roma, otros en pro de Avignon. Propugnaron la causa urbanista en eruditos tratados los más ilustres canonistas de entonces, como Juan de Legnano, maestro de Bolonia; Baldo de Ubaldis, doctor de Perusa; Tomás de Acerno, Bartolomeo de Saliceto, Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo; Alfonso Pecha, obispo dimisionario de Jaén; Mateo Climent, doctor en leyes, etc. Salieron a la defensa de Clemente VII los cardenales Lagier y Flandrin, el obispo de Senez, Roberto Gervais, autor del libro Myrrha electa; Bonifacio Ferrer, el inquisidor Nicolás Eymerich, Felipe de Meizières y otros 59.

 

III. ROMA Y AVIGNON. ITALIA Y FRANCIA

1. Los papas romanos.- Volvamos ahora la mirada a Roma. Apenas Urbano VI se vio abandonado de todo el sacro colegio, creó de un golpe 29 nuevos cardenales el 18 de septiembre de 1378 y poco después excomulgó a Roberto de Ginebra y a sus secuaces, mientras Clemente VII lanzaba el mismo anatema contra Bartolomeo Prignano y los suyos.

El 30 de diciembre, Urbano VI castigaba con la excomunión a Juana de Nápoles. Esta reina sin descendencia empezó a conspirar de acuerdo con el papa de Avignon y con el ambicioso Luis de Anjou, a quien adoptó por hijo y heredero. Así el reino napolitano caería en manos de un príncipe francés y bajo la obediencia eclesiástica de Clemente VII.

 

No lo toleró Carlos de Durazzo, casado con una sobrina de Juana, y se dispuso a hacer valer sus derechos. Al mando de un ejército de soldados húngaros y después de renunciar a la corona de Hungría, de cuyo rey Luis I era sobrino, invadió el territorio de Nápoles. Poco antes, el 1 de junio de 1381, en Roma había recibido del papa la investidura y la corona del reino que debía conquistar. Efectivamente, Carlos salió de Roma con la bendición de Urbano VI, y antes de cuarenta días entraba triunfante en la capital partenopea (16 de julio), dejando asediada en el Castel Nuovo a la desesperada reina, que no cesaba de pedir auxilio a su hijo adoptivo. El duque de Anjou no se puso en movimiento hasta después que le llegó la noticia de la rendición de Juana. En junio de 1382 atravesó el Delfinado y penetró en Turín con un poderosísimo ejército de más de 60.000 caballeros y cerca de 40.000 infantes, bien avituallado por Clemente VII y por Carlos VI.

 

Atravesó los Estados pontificios como en un paseo militar brillante y ordenado; desde Ancona pensó en lanzarse sobre Roma, donde se hallaba casi indefenso Urbano VI. Eso era lo que suspiraba Clemente VII: el cisma habría terminado súbitamente por vía de fuerza. Pero Luis de Anjou, siguiendo el parecer de sus consejeros, optó por conquistar primero Nápoles y volver luego contra Roma. Con ayuda de la flota, pensaba le sería muy fácil sitiar por mar y tierra a Carlos III de Durazzo y apoderarse en un santiamén del rey y del reino.

 

Se engañaba. Detenido en escaramuzas y en desafíos caballerescos, dio tiempo a que Urbano VI alquilase las tropas del temido Hawkwood, que vinieron en auxilio de Carlos. Este pudo entre tanto armarse perfectamente y enardecer a los napolitanos contra los franceses. Luis de Anjou tuvo la desgracia de perder a uno de los mejores jefes de su ejército, Amadeo VI, conde de Saboya (1 de marzo 1383), y, no atreviéndose a dar el golpe definitivo contra la capital, se retiró hacia el interior, bajando luego hasta Tarento. En el castillo de Bari se acabó la aventura de aquel príncipe soñador y ambicioso, que murió de una angina gangrenosa el 20 de septiembre de 1384. La reina Juana había muerto dos años antes, estrangulada, según parece, en la prisión. Su marido Otón de Brunswick era prisionero de Carlos de Durazzo.

 

Mientras tanto, las relaciones entre Carlos de Durazzo y Urbano VI se habían puesto muy tirantes, porque aquél no cumplía las promesas hechas a los sobrinos del papa. A fin de exigirlas más eficazmente y luchar juntos contra el enemigo común, quiso Urbano trasladarse a Nápoles, provocando la irritación de los cardenales, a quienes intimó le acompañaran (octubre de 1383). Carlos III lo hizo capturar y encerrar en el castillo de Aversa. Después se reconcilió con él, permitiéndole entrar pomposamente en Nápoles. Pero a la muerte de Luis de Anjou volvieron a reñir más seriamente. La conducta de Urbano VI, tal como la refiere el curialista Teodorico de Niem, se asemeja mucho a la de un demente.

Hallándose en Nocera, aherrojó a seis cardenales y al obispo de Aquila, a quienes sometió a crueles torturas en enero de 1385, complaciéndose sádicamente en oír los gritos de las víctimas mientras rezaba su breviario en el jardín contiguo. Contra Carlos de Durazzo y su esposa Margarita lanzó toda suerte de maldiciones, excomuniones y entredichos. Asediado en el castillo de Nocera por el ejército real, salía a la ventana tres o cuatro veces al día para fulminar anatemas contra los sitiadores entre el lúgubre son de las campanas y la extinción de cirios encendidos.

 

Por fin, en 7 de mayo, con la complicidad de soldados mercenarios, logró escapar hasta Salermo, embarcándose a continuación para Génova 60. Arrastraba consigo a seis cardenales. Uno, que era inglés, alcanzó la libertad; los otros cinco sufrieron durísima prisión en el propio palacio del papa. Cuando al año siguiente, el 16 de octubre de 1386, tuvo que salir de Génova para sus Estados, se dijo que los cinco cardenales habían desaparecido. ¿Los arrojó al mar o bien los pasó a cuchillo en la cárcel y luego sepultó sus cadáveres en un pozo de cal viva? No es extraño que otros dos cardenales se pasasen a la curia aviñonesa.

Por su dureza de corazón y por sus desaciertos políticos, Urbano VI fue un desgraciado. En vano se esforzó por que Inglaterra y Alemania se aliasen contra Francia; inútilmente prestó auxilio al duque de Lancaster contra el rey de Castilla, que había dejado su obediencia. Ni en la misma Italia estaban contentos de su modo de gobernar. Bolonia y la Toscana estuvieron a punto de abandonarlo. Así que, cuando el 15 de octubre de 1389 el papa romano pasó de esta vida, no hubo nadie que llorara su muerte. A todos se había hecho antipático por su crueldad y sus imprudencias. Quizás era un perturbado mental. Para la Iglesia fue funestísimo, aunque nadie le negó integridad de vida y deseo de reformar los abusos y corruptelas de la curia papal.

 

Excelente ocasión -vacante la sede romana- para poner fin al cisma. Bastaba que los cardenales de Roma se abstuviesen de elegir un sucesor y reconociesen al papa aviñonés. No lo hicieron así, antes, al contrario, se dieron prisa a dar sus votos al joven cardenal napolitano Pedro Tomacelli, de treinta y cinco años, que tomó el nombre de Bonifacio IX (1389-1404).

Era afable, benigno, piadoso, apto para reconquistar muchas voluntades enajenadas de su antecesor. Excomulgado inmediatamente por Clemente VII, le pagó en la misma moneda. Para eliminar de Italia a Luis II de Anjou, hijo de Luis I y dueño de gran parte de Nápoles, favoreció al joven hijo de Carlos de Durazzo, Ladislao, a quien impuso la corona real en 1390. Obligado a salir de Roma por los tumultos populares de 1392, regresó al año siguiente y logró liberar a sus Estados de las tropas bretonas que aún quedaban.

Bonifacio IX ha sido acusado de simonía y excesivo fiscalismo por haber urgido de un modo más constante y general la contribución de las anatas y por haberse procurado el oro que necesitaba otorgando beneficios eclesiásticos, indulgencias y otras gracias espirituales. No otra cosa hacía su rival de Avignon. Y hay que convenir en que las circunstancias eran muy difíciles, y para sostener su autoridad tenían que echar mano de todos los medios que no fuesen injustos o escandalosos.

 

Acrecentó su prestigio con la celebración de dos años jubilares: el de 1390 y el de 1400. El primero había sido promulgado por Urbano VI, quien poco antes de morir restringió el lapso de tiempo de cincuenta años a treinta y tres. Asistió el rey Wenceslao de Bohemia y otros muchos peregrinos, según atestigua Teodorico de Niem; de Alemania, Hungría, Polonia, mas no de Francia. El otro jubileo de 1400 entra normalmente en el período de cien años fijado por Bonifacio VIII en 1300. Signo de aquella época atormentada y dolorosa eran los flagelantes, o multitudes de peregrinos que, vestidos con hábitos blancos de penitencia, se disciplinaban las espaldas, y venían de la Provenza, del norte de Italia y de los países germánicos cantando por los caminos el Stabat mater y otras melodías religiosas, o gritando «¡Paz, paz!» y «¡Misericordia!» 61

A Bonifacio IX, muerto el 1.° de octubre de 1404, le sucedió Inocencio VII (1404-1406), también napolitano, de Sulmona, que sólo reinó dos años, lo suficiente para dar nueva vida a la Universidad de Roma creando nuevas cátedras, mas no para trabajar eficazmente en la eliminación del cisma. De su sucesor Gregorio XII trataremos a su tiempo.

2. Los papas aviñoneses.- Clemente VII, fracasado su primer intento de establecerse en Roma por la fuerza de las armas, puso su residencia en el gigantesco palacio que los papas poseían a la orilla del Ródano. Bajo su obediencia consiguió retener prácticamente a toda Francia, Escocia, Castilla, Aragón y Navarra. Sus esfuerzos por darle un principado en Italia y luego el reino de Nápoles a su fidelísimo Luis de Anjou fracasaron no obstante el apoyo incondicionado de Carlos V de Francia, que fue siempre su más poderoso protector. Mientras este rey vivió, también la Universidad de París, tan universal e influyente, sostuvo su causa.

 

Clemente VII, amante del lujo y del boato principesco, se mostró manirroto y espléndido en conceder bienes de la Iglesia a los que podían acelerar el triunfo de su causa, v.gr., a Luis de Anjou, y a los emisarios que distribuía por diversos países diplomáticamente.

El humanista y teólogo francés Nicolás de Clemanges, escritor de la Cancillería aviñonesa y secretario de Benedicto XIII, conoció bien a Clemente VII, de quien nos trazó un retrato poco halagüeño.

«¿Qué espectáculo -escribe- más miserable que la vida de nuestro Clemente? Tan entregado estaba a la servidumbre de los príncipes franceses, que les toleraba a los cortesanos diariamente injurias y afrentas de las que no se dicen ni a un lacayo. Cedía a la indignación, cedía al tiempo... A unos les otorgaba beneficios, a otros les daba buenas palabras y promesas. Ponía sumo empeño en agradar a los más influyentes de la corte y en hacerles favores a fin de conseguir con su patrocinio la gracia de los señores. A éstos, pues, y a los jóvenes hermosos y elegantes, cuyo consorcio mucho le placía, les daba casi todos los episcopados vacantes y las principales dignidades eclesiásticas. Y, para alcanzar más fácilmente la benevolencia de los príncipes, les hacía de buen grado muchos regalos y dádivas; a todas las exacciones sobre el clero que se le pedían accedía sin dificultad..., sometiendo de este modo el clero al arbitrio de los magistrados civiles, de suerte que cualquiera de ellos, mejor que él, parecía ser papa» 62.

 

En orden a la extinción del cisma, puede decirse que no hizo nada. No veía otra solución que la de acabar con su rival manu militar¡. Del concilio, ni hablar. Verdad que en esto de rechazar un concilio general no estaban menos firmes los papas de Roma. Del sucesor de Clemente, Benedicto XIII, trataremos en seguida.

3. La Universidad de París y el problema del cisma.-El gobierno de Francia, a la muerte del rey Carlos V en septiembre de 1380, cayó en manos de los príncipes de la sangre: Felipe el Atrevido, duque de Borgoña; Juan, duque de Berry; Luis, duque de Borbón, y, sobre todo, Luis I de Anjou, que llevaba el título de regente en la minoridad de Carlos VI.

Bajo este gobierno oligárquico no tardaron en brotar rivalidades, desórdenes y desbarajuste social. Clemente VII seguía disfrutando en Avignon de su dominio absoluto sobre la iglesia de Francia, porque el duque de Anjou, a quien halagaba el reino de Adria, prometido por el papa, y luego el reino de Nápoles, era su defensor incondicionado.

 

Pero la Universidad de París, aquella «Civitas litterarum» cuya autoridad doctrinal y especialmente teológica era reverenciada en todas partes como la más alta de la cristiandad y de cuya facultad de teología dirá más tarde Bossuet que era como un concilio permanente, empezó ahora a obrar con cierta libertad en la cuestión del cisma. En una reunión del 20 de mayo de 1381 determinó que era preciso actuar enérgicamente, procurando la convocación de un concilio universal, medio que parecía el más fácil para que la Iglesia recobrase su unidad.

No era ésta la primera vez que se hablaba de concilio. Ya en los orígenes del cisma habían pensado en este remedio los tres cardenales italianos. Después, el rey de Castilla, con su arzobispo D. Pedro Tenorio, había trabajado en ese sentido. Enrique de Langenstein o de Hesse en su Epistola pacis (mayo-junio de 1379) y Conrado de Gelnhausen en su Epistola concordiae (mayo de 1380) se habían demostrado igualmente partidarios de la vía conciliar.

Plan a primera vista sencillo, en la realidad muy complicado y espinoso. Porque ni el papa aviñonés ni el romano querían avenirse a ser juzgados por un concilio. Ahora bien, sin la aprobación del verdadero papa, todo concilio era ilegítimo. Por lo tanto, ¿con qué derecho se podía convocar? ¿Y quién lo convocaría? ¿Y dónde? Para ser aceptado por las dos obediencias tenía que ser en un lugar independiente y en condiciones de perfecta igualdad.

 

Pedro de Ailly, profesor entonces de teología, fue enviado por la Universidad a estimular el celo del Consejo Real, moviéndolo a dar los primeros pasos. No recibió más que buenas palabras. Un segundo enviado, Juan Rousse, fue mal acogido por el duque de Anjou, quien poco después le hizo encarcelar. Varios personajes huyeron de París para seguir abiertamente la obediencia de Urbano VI. Por su parte, Clemente VII reaccionó procediendo severamente contra los pocos urbanistas de Francia.

Una gran efervescencia se dejó sentir aquellos años en la Universidad. Publícanse de una parte y de otra libelos poéticos, profecías, como las de Telesforo de Cosenza; epístolas, como la de Langenstein (Epístola concilii pacis, junio-septiembre de 1381) o la de Pedro d'Ailly (Epístola Leviathan ad pseudopraelatos Ecclesiae pro schismate confirmando), en la que se hace decir a Lucifer: «Nada de concilio, por más que las ranas no cesen de croar: '¡Concilio general! ¡Concilio general!' Sería mi derrota la elección de un jefe único de la Iglesia» 63.

Ante la oposición de los príncipes, la Universidad tuvo que capitular. Pero la situación cambió cuando, muerto Luis I de Anjou, las relaciones tan íntimas de la corte francesa con el papa de Avignon empezaron a aflojarse por causa de ciertas disensiones políticas. Los primeros síntomas aparecen en 1385. En la fiesta de la Epifanía de 1391, el bachiller en teología, luego famoso canciller de la Universidad, Juan Gersón predicaba delante de Carlos VI: «¡Oh si Carlomagno el Grande, si Roldán y Olivier, si Judas Macabeo, si Eleazar, si Matatías, si San Luis y los otros príncipes fuesen ahora en vida y viesen tal división en su pueblo y en la santa Iglesia, que ellos tanto enriquecieron, acrecentaron y honraron, preferirían cien veces morir antes que dejarla continuar así!». Era una exhortación al rey para que trabajase por la unión de la Iglesia. Conforme a la propuesta de Gersón, organizáronse predicaciones, oraciones públicas, procesiones. El mismo Clemente VII instituyó una misa especial Pro sedatione schismatis, que debía celebrarse el primer jueves de cada mes 64.

En enero de 1394, Carlos VI mostró deseos de que la Universidad propusiese algunos medios para la unión. Hízose una encuesta no sólo entre los universitarios, sino entre todos los que quisiesen colaborar con su consejo. Cuando el 25 de febrero los 54 profesores encargados de abrir el cofre en forma de hucha, donde se habían depositado las papeletas, vinieron al escrutinio, hallaron más de 10.000 cédulas, muchas de las cuales optaban por el concilio general, convocado por el emperador y los príncipes. La Iglesia universal allí representada decidiría cuál de los dos papas era el verdadero. Eran numerosos los votos que se declararon por la vía cessionis: los dos pontífices debían ceder de su derecho y abdicar sencillamente, después de lo cual los cardenales reunidos elegirían un nuevo papa. Otros preferían la via compromissi, a saber, que unos cuantos doctores de ambas obediencias expusiesen sus razones y luego se dejase el negocio en manos de dos jueces o árbitros imparciales, que decidiesen en última instancia quién era el verdadero papa. La dificultad estaba en encontrar esos árbitros imparciales. Una apremiante carta de la Universidad a Carlos VI proponiendo en primer lugar la via cessionis, con amenazas para el papa que rehusara entrar por este camino, no obtuvo resultado. También se dirigió al mismo Clemente VII, invitándole a seguir alguna de las tres vías con palabras tan desgarradoras, que al papa le parecieron irrespetuosas, por lo que se indignó violentamente 65. Ya había redactado otra epístola al mismo, cuando llegó a París la noticia de que Clemente VII había muerto en Avignon de un ataque de apoplejía el 16 de septiembre de 1394.

 

4. Pedro de Luna se hace llamar Benedicto XIII. - Buena coyuntura para la extinción del cisma. Avignon carecía por el momento de su pontífice. El grito de unión cundía por toda Francia. Los mismos deseos ardían en España, como lo demuestran las cartas que el rey de Aragón escribió a los cardenales aviñoneses, y en particular a Pedro de Luna, rogándoles «ab intimis, per viscera misericordiae Dei viventis», que, pues en sus manos estaba la terminación del cisma, no obrasen precipitadamente, sin consultar antes a los católicos príncipes y reyes 66.

Bastaba que los cardenales no se reuniesen en conclave o que reunidos eligiesen a Bonifacio IX, que reinaba en Roma. Toda la cristiandad se hubiese alegrado infinitamente. Otra solución que muchos propugnaban en aquel momento era no elegir nuevo papa en Avignon y persuadir al papa romano a que renunciase. De todos modos, convenía que el colegio cardenalicio no diese un paso en falso y aguardase hasta ver cómo se orientaba la cristiandad. Desgraciadamente no lo hizo así. Los cardenales fueron los responsables del origen del cisma y lo serán ahora de su continuación.

 

Apresuráronse a entrar en conclave. Pero aconteció que aquel mismo día llegó para ellos una carta del rey Carlos VI ordenándoles que no procediesen a la elección. Deliberaron si debían abrirla o no. Un cardenal, que muy probablemente era Pedro de Luna, manifestó sus escrúpulos canónicos. Sería mejor abrirla y leerla después de la elección, no antes, porque convenía proveer cuanto antes a la sede vacante y porque cualquier retardo fortificaría la situación del intruso Bonifacio. Habiendo papa en Avignon, se podría tratar con el de Roma de igual a igual. Además no era conforme a las normas canónicas el que uno de fuera se comunicase con los conclavistas.

Así pudieron los cardenales elegir un nuevo papa sin desobedecer al rey. A fin de no parecer enemigos de la unión, propusieron algunos hacer un juramento antes del escrutinio, comprometiéndose cada cual a trabajar con todas sus fuerzas por la unión de la Iglesia y, en el caso de ser elegido papa, emplear todos los medios a ello conducentes, incluso la vía cessionis, si así lo juzgase la mayoría de los cardenales 67.

Repuso Pedro de Luna que tal juramento era, además de inútil, perjudicial y deshonroso para el papa, que ya estaba obligado, como católico, a ensayar todos los medios para bien de la Iglesia. No faltó quien, sonriendo, murmuró: «Este se cree ya elegido». Y entonces Pedro de Luna juró la cédula como todos los demás cardenales, a excepción del de Florencia, de Saint-Martial y D'Aigrefeuille. Por completa unanimidad, el 28 de septiembre salió elegido Pedro de Luna, que se llamó Benedicto XIII (1394-1423).

 

Un historiador que le es francamente favorable lo pinta de esta manera: «Pequeño, enjuto de carnes, de ojos hundidos, de unos sesenta y seis años de edad, no era Pedro de Luna el hipócrita vulgar que han pintado sus adversarios. Austero en su trato, grave y comedido, generoso y aun pródigo, como fueron generalmente los de su casa; casto y sobrio en medio de la general corrupción de costumbres del clero, enemigo acérrimo de simonías y bajezas, habíase destacado como singular entre millares por su irreprochable pureza de vida. Su cuidado de esconderse y su lentitud en intervenir en el naciente cisma le habían conquistado fama de conciencia escrupulosa. Temible polemista, político sagaz, hábil diplomático, llegaba a la Silla de San Pedro precedido de universal reputación. Si en algo pecaba este grande hombre, confiesan sus mismos adversarios, era por el exceso de sus mismas cualidades. Su habilidad degeneraba a veces en astucia; su inflexible energía, en terquedad; su dignidad personal e independencia de carácter, en orgullo insoportable» 68.

Hay que añadir que era doctísimo en derecho canónico, como que lo había enseñado en la Universidad de Montpellier, y que, sin ser teólogo de profesión, defendió siempre la pura doctrina de la plenitudo potestatis pontificiae, sin dejarse corromper, como casi todos los de su tiempo, por las teorías del conciliarismo. Reconozcamos su celo -sincero, aunque apasionado- por la causa del que creía verdadero papa, pero da la impresión de que en su conducta se guiaba por razones políticas y egoístas más que por motivos sobrenaturales. Si hubiera amado a la Iglesia de Cristo más limpia y desinteresadamente, habría sido más humilde, más atento a las voces suplicantes y dolorosas de la cristiandad y hubiera evitado al mundo el triste espectáculo de su absurda obstinación.

Había nacido en Illueca, provincia de Zaragoza, y estaba emparentado con los más altos linajes del reino de Aragón. El último papa aviñonés le, había nombrado cardenal. Su actuación en el conclave romano de 1378, en el origen del cisma y en la conquista de los reinos españoles para Clemente VII la conocemos ya.

 

5. Descontento en Francia. El primer concilio galicano. -No fue mal recibida la noticia de la elevación de Benedicto XIII, ya que, cuando Luna era legado en París, se había manifestado favorable a la vía cessionis; era pública, además, la integridad de su vida moral y bien conocidos sus merecimientos en las legaciones desempeñadas 69.

El nuevo papa comunicó inmediatamente su elección al rey Carlos VI, aseverando que su intención era la de terminar el cisma y que en servicio de la Iglesia estaba dispuesto a emplear todos los medios razonables y posibles, «porque prefiero acabar mis días en un desierto o en un monasterio antes que contribuir a prolongar esta situación de desorden, tan perjudicial a todos»70. Tanto el monarca como la Universidad de París se apresuraron a mandar un embajador extraordinario que le felicitase en nombre de todos y le exhortase a realizar la suspirada terminación del cisma. El escogido para ello fue el Dr. Pedro d'Ailly, capellán real y canciller de la Universidad, miembro, por tanto, de la corte y de la Alma Mater 71.

A las palabras del embajador respondió Benedicto con buenas promesas para el porvenir; en concreto nada, sino frases dilatorias. Cuando Pedro d'Ailly dio cuenta en París de la morosidad del pontífice, abogó por que ambos papas renunciasen de grado o por fuerza. A fin de deliberar seriamente, Carlos VI convocó para el 2 de febrero de 1395 una asamblea compuesta de obispos, abades, priores, representantes de la Universidad y del Parlamento, «el primero de los concilios galicanos tenido para procurar la unión»72.

 

Bajo la presidencia de Simón de Cramaud, patriarca de Alejandría, personaje autoritario, fastuoso y opulento, de tanta habilidad política como doctrina canónica y elocuencia, los 109 miembros de la asamblea deliberaron durante quince días, pronunciándose finalmente por la via cessionis con una mayoría de 87 votos contra 22. En caso que los pontífices se nieguen a dimitir espontáneamente, los reyes cristianos deberán negarles la obediencia. Una solemne embajada de los duques de Borgoña y de Berry, tíos del rey, y del duque de Orleáns, hermano de Carlos V, partió para Avignon en el mes de mayo con objeto de invitar al papa a la renuncia. Mas toda la diplomacia francesa se estrelló ante la testarudez del papa Luna.

Respondió Benedicto XIII que de cesión, ni hablar; antes se dejaría desollar vivo o quemar en una hoguera que renunciar al papado. Esta via cessionis para acabar un cisma no la reconoce el derecho ni se ha usado nunca en la Iglesia; sería, pues, una innovación anticanónica y perjudicial. Mejor sería, según él, la via conventionis, es decir, un coloquio de ambos papas, acompañados de sus respectivos cardenales, para que cada uno expusiese libremente sus razones; el que venciese en la discusión sería declarado verdadero papa. Aquel homo contentiosus que era Pedro de Luna tenía absoluta confianza en su dialéctica.

Los cardenales de Avignon, ligados económicamente al rey de Francia, se pusieron de parte de los embajadores, al bando de la via cessionis. Sólo hubo una excepción, la del cardenal de Pamplona, Martín de Zalba, que sostuvo la via facti, o sea, el uso de la fuerza contra el intruso Bonifacio IX.

 

Reunida por segunda vez, a ruegos de la Universidad, la asamblea del clero en agosto de 1396, se reclamaron contra Benedicto las más severas medidas, tratando de ahogarlo económicamente. Sólo a ruegos del duque de Orleáns se convino en requerir de nuevo al papa antes de proceder contra él violentamente. Este requerimiento había de ser solemnísimo y en nombre de los principales monarcas de la cristiandad. Con objeto de pedirles a éstos su asentimiento, Carlos VI despachó embajadas a las diversas naciones. La que se dirigió a los reinos españoles iba encabezada por Simón de Cramaud, obispo de Poitiers y patriarca de Alejandría

 

IV. Fracasa el plan de renuncia

1. La embajada de los reyes. Substracción de la obediencia.- Ricardo II de Inglaterra, que aspiraba a la mano de la joven Isabel de Francia, respondió a los enviados ofreciéndose para lo que fuera menester, por más que la Universidad de Oxford patrocinaba resueltamente la causa del papa romano. El indolente Wenceslao, rey de romanos, no se dignó recibir a los enviados de la Universidad de París, y sólo tuvo palabras de cumplimiento para los enviados del rey francés. Mejor acogidos fueron en la corte de Segismundo de Hungría. En España sólo el rey de Castilla -un año más tarde también el de Navarra- aprobó los planes de Carlos VI sobre la via cessionis. Aragón los hubiera aceptado de no haber subido entonces mismo al trono Martín I el Humano, compatriota y pariente de Pedro de Luna.

Tales manejos sufrieron una pausa mientras Francia trataba de rescatar la persona del conde de Nevers -futuro Juan Sin Miedo-, que había caído prisionero de los turcos luchando, en unión con Segismundo, junto a Nicópolis (25 septiembre de 1396).

Por fin, en junio de 1397 una triple embajada de Francia, Inglaterra y Castilla se presentó en Avignon. Uno de los embajadores castellanos era el canciller Pero López de Ayala, que iría meditando los versos de su Rimado de palacio:

 

La nave de Sant Pedro está en gran perdición

por los nuestros pecados e la nuestra ocasión.

Acorra Dios aquí con la su bendición,

que vengan estos fechos a mejor conclusión.

... E segund me paresce, maguer non so

letrado, si Dios por bien tuviese que fuese acordado

que se ficiese concilio segunt es ordenado,

el tal caso como éste allí fuese librado.

Mas los nuestros perlados, que lo tienen en cura,

asás han que faser por la nuestra ventura;

cohechan sus súbditos sin ninguna mesura

e olvidan consciencia e la santa Scriptura.

... La nave de Sant Pedro pasa grande tormenta,

e non cura ninguno de la ir a acorrer:

(des)de mil e trescientos e ocho con setenta

así la veo fuerte padescer;

e quien lo puede non quiere valer,

e así está en punto de ser anegada,

si Dios non acorre aquesta vegada

por su misericordia, segunt suele faser.

Veo grandes ondas e ola espantosa,

el piélago grande, el mástel fendido,

... el su gobernalle está enflaquecido...

La nave es la Eglesia católica santa,

e el su gobernalle es nuestro prelado;

el mástel fendido que a todos espanta

es el su colegio muy noble e honrado

de los cardenales, que está devisado

por muchos pecados en muchos desmanos;

las áncoras son los reyes cristianos

que la sostienen e la han ya dejado. 73

El embajador francés, Colard de Calleville, intentó cortar las escapatorias de Benedicto XIII con un serio ultimátum: si para la Candelaria del año próximo no se lograba la unión, el rey Carlos VI impediría al papa toda cobranza de dinero y cualquier nombramiento de beneficios eclesiásticos. La embajada continuó su camino hacia Roma para hacer idéntica propuesta a Bonifacio IX. Hablóle, en nombre de todos, el embajador inglés. La respuesta del pontífice fue absolutamente negativa: él jamás renunciaría a sus derechos, ni los dejaría al arbitrio de nadie, ni se sometería a un concilio. Parecidos sentimientos manifestaron los cardenales y el pueblo romano. La embajada de los reyes había fracasado rotundamente. ¿Qué camino tomar?

 

2. Concilio nacional de 1398. Substracción de la obediencia.- Ofendido Carlos VI de la pertinaz resistencia que oponían los dos papas, trató con la Universidad sobre los medios más eficaces que se podían emplear para la supresión del cisma. En múltiples sesiones, los maestros, casi por unanimidad, optaban por la substracción beneficial y financiera, que era como sitiar por hambre al papa aviñonés. Debió de comprender Pedro de Luna el peligro que le amenazaba; pero, lejos de contemporizar ni ceder en lo más mínimo, comenzó a tratar al rey y al clero de Francia como a enemigos de la Iglesia.

 

Un apoyo moral le vino a Carlos VI de parte de Wenceslao IV, el cual, urgido por la Universidad de Praga, empezó a separarse de Bonifacio IX e hizo un viaje a Reims en la primavera de 1398 para tratar con el monarca francés sobre la paz religiosa. Alegre Wenceslao por los agasajos que se le tributaban, prometió hacer lo posible por obtener la abdicación del papa romano.

Por su parte, Carlos VI, antes de tomar una decisión transcendental, juzgó prudente reunir en su palacio a todos los obispos del reino y a los más notables clérigos. Este concilio nacional, integrado por 11 arzobispos, 60 obispos, 30 abades y gran número de prelados inferiores y representantes de las universidades, abrió sus debates el 22 de mayo bajo la presidencia del duque de Orleáns y con la asistencia del rey de Navarra, duques de Borgoña y de Berry y miembros del Consejo Real. No pudo presentarse el monarca en persona, porque desde 1392 padecía a temporadas accesos de locura, y entonces se hallaba bajo el ataque de la enfermedad.

 

El primero en tomar la palabra fue el patriarca Simón de Cramaud, personaje de suma influencia en todos los asuntos religiosos. Hizo la historia de los últimos acontecimientos y declaró en nombre del rey que ahora no se trataba de discutir sobre la vía de cesión, que ésa ya estaba admitida; la discusión versaría sobre los modos prácticos de realizarla. Esos modos se reducían a dos: substracción total de la obediencia a Benedicto XIII o substracción parcial, consistente en negarle todo subsidio económico y en impedirle cualquier colación de beneficios eclesiásticos 74.

Doce oradores discursearon en los días sucesivos: seis debían abogar en favor de la substracción y seis en contra. El principal defensor de la obediencia aviñonesa era el obispo Pedro Ravat, quien supo exponer claramente los derechos divinos del verdadero vicario de Cristo y lo ilógico de negarle la obediencia parcialmente. Prevalecieron, como se deja entender, los contrarios. Y el resultado fue la substracción de la obediencia a Benedicto XIII. Lo interesante de este concilio francés de 1398 es, como lo ha notado Víctor Martin, la aparición descarada de las doctrinas galicanas.

«Cuando el obrar del papa produce escándalo en la Iglesia -decía Simón Cramaud-, el papa no debe ser obedecido», y aplicaba esta doctrina a las circunstancias presentes. El distinguido teólogo Gil des Champs quiso probar históricamente que a los reyes compete el intervenir en los asuntos eclesiásticos. «Mucho más se le ha de conceder esto al rey de Francia, guardián de las franquicias de su reino, que debe cuidar del buen estado de la iglesia francesa. No es necesario reunir un concilio ecuménico para juzgar al papa cuando los crímenes de éste son tan notorios como en el caso de Benedicto XIII, cuya avaricia y ambición tienen a la Iglesia dividida; además, los concilios particulares son virtualmente universales y la historia demuestra que bastan para reprimir las herejías. Y no solamente en tiempo de cisma, también en tiempos de paz hay que arrebatar al papa la usurpada facultad de disponer de los beneficios eclesiásticos. ¿Acaso la Iglesia galicana no podrá disponer de sus propios beneficios? ¿En qué consiste, pues, su libertad?»

 

Otro teólogo de la Universidad, Pedro Plaoul, comparando la potestad pontificia con la potestad real, dijo que los papas reciben su poder de los mandatarios de la comunidad eclesiástica, y, por tanto, se hallan bajo el control de la Iglesia; no así los reyes, que reciben su poder por nacimiento o herencia y no están sometidos al pueblo.

No menos explícito y audaz se mostró el teólogo Pedro Le Roy, «in sacra pagina excellentissimus professor» según la Chronica Caroli VI, y que años adelante fue obispo de Senlis. «La potestad del papa -afirmó en su discurso- está condicionada y limitada por la naturaleza de su misión, que es apacentar su rebaño con el ejemplo, la palabra y la doctrina. Nadie está obligado a obedecer cuando los preceptos no se conforman a la ley natural, a la ley evangélica o al bien de la Iglesia. Si el papa nos excomulga por la substracción de la obediencia, no hay que temer esa excomunión, que no tiene validez ante Dios» 75.

«Supongamos-decía Le Roy-que no se quiera romper totalmente con el papa; al menos la substracción beneficial se impone, así como la denegación de los impuestos. En la antigua Iglesia, obispados y abadías se proveían por elección; la confirmación de los obispos pertenecía al metropolitano, y la colación de los beneficios menores, a los ordinarios. Al usurpar el papa esos derechos, obra contra la sana disciplina. El papa no puede ir contra las decisiones de los concilios generales ni arrogarse el poder ordinario de los obispos. Si le privamos de sus recursos económicos, aceleraremos la unión y devolveremos a la iglesia galicana su antigua libertad».

 

La mayoría del concilio opinó que el reino de Francia debía «apartarse totalmente de la obediencia de nuestro Santo Padre» 76, Efectivamente, el 27 de julio se firmó la substracción de la obediencia a Benedicto XIII, «no mencionando aquí a su adversario, porque jamás le hemos obedecido ni queremos ni podemos obedecerle». Así la iglesia francesa, con muy buena voluntad, se metía por un camino peligroso, caótico, sin salida. En la historia del galicanismo eclesiástico, el concilio de 1398 debe ocupar uno de sus primeros capítulos.

3. El papa de Avignon, en asedio.- Casi cinco años había de durar esta primera substracción de obediencia. Dos emisarios del rey la publicaron en Avignon el 1 de septiembre, ordenando a todos los clérigos que abandonasen la ciudad si no querían perder sus beneficios. Aquello fue una desbandada de eclesiásticos. La gran mayoría de los cardenales, como buenos súbditos franceses, pasaron el Ródano para establecerse en Villeneuve. Sólo siete lo rehusaron: dos que se retiraron a sus casas y cinco que se mantuvieron fieles al lado de Benedicto XIII. Eran éstos los cardenales Martín de Zalba, que gozaba de toda su confianza, y Fernando Pérez de Calvillo, obispo de Tarazona; Berenguer de Anglesola, obispo de Gerona; Godofredo Boil y Bonifacio degli Ammanati, que le debían el capello.

 

Benedicto XIII hizo que su confesor, San Vicente Ferrer, predicase por la ciudad que el papa se dejaría descuartizar miembro a miembro antes que aceptar la via cessionis 77. Había en la Francia meridional un aventurero que ostentaba el título de chambelán del rey y un apellido que hará famoso un hermano suyo. Ese soldado codicioso, violento y batallador, Godofredo Boucicaut, tomó bajo su protección a los cardenales disidentes y provocó rebeldías contra el pontífice entre los ciudadanos de Avignon.

El 22 de septiembre, Godofredo Boucicaut entró a banderas desplegadas en la ciudad y a los pocos días puso sitio con sus tropas al palacio pontifical, donde Benedicto XIII con sus fieles se dispuso a resistir en aquel formidable castillo. Los doscientos soldados aragoneses que formaban la guarnición, mal avituallados, no podían oponer gran resistencia a los de Boucicaut, que atacaban con bombardas, ballestas e incluso abriendo minas subterráneas. Se pensó en una transacción o convenio, para lo cual tres cardenales de Benedicto salieron a parlamentar con otros tres cardenales de los disidentes. No llegaron a ningún acuerdo, y, cuando regresaban al palacio aviñonés, fueron traidoramente aprisionados por Boucicaut.

 

Benedicto XIII se sentía abandonado de todos los reinos cristianos menos de su patria aragonesa. Don Martín I el Humano (1395-1410) envió una embajada a París, pasando antes por Avignon para que negociase la paz entre el Gobierno de Francia y Benedicto. Además, una flota catalana, bajo el mando del canónigo de Valencia Pedro de Luna, pariente del papa, remontaba el Ródano hasta el puerto de Arlés. Las negociaciones diplomáticas fueron largas. Por fin, el 10 de mayo de 1399 pareció aceptar las condiciones que le imponía Carlos VI. El rey le ofrecía su protección y un tratamiento digno de su persona a cambio de que Benedicto prometiese renunciar a la tiara en el caso de que también renunciase o muriese Bonifacio IX. (Poco tiempo después redactó una protesta secreta, diciendo que no le obligaba una promesa impuesta por la fuerza; rasgo característico del astuto Benedicto.) Se comprometía también a no salir del palacio aviñonés sin licencia del monarca, quedando allí bajo la protección del duque de Orleáns, su particular amigo y devoto. Si hasta ahora había padecido un asedio militar con sus dificultades económicas, en adelante esas estrecheces desaparecerían y el asedio sería pacífico durante cuatro años.

 

4. La fuga y la restitución de la obediencia.- Entre tanto, las circunstancias iban cambiando en favor del papa cautivo. El pueblo cristiano de Francia, Castilla y otros países que habían abandonado a Benedicto XIII no podía soportar por mucho tiempo aquella situación anómala en que se hallaban sin obedecer a ningún pontífice. Las dignidades eclesiásticas se concedían en Francia, según el concilio nacional de 1398, pero al clero se le hacían intolerables las intromisiones de la corte y de los nobles en la colación de los beneficios. La misma Universidad parisiense, cuyos rótulos de beneficiandos gozaban siempre de la preferencia del pontífice, se lamentaba de que no eran ahora sus súplicas bastante atendidas por los obispos. Estos por su parte se quejaban del gobierno real, que les exigía los diezmos y les imponía nuevas cargas y tributos. En señal de protesta, la Universidad suspendió sus lecciones y sus predicaciones en la Cuaresma de 1400, con grave daño para el orden público. Muchos estudiantes se marcharon a otras universidades. El descontento crecía, y el origen de todos los males lo ponían algunos en la substracción de la obediencia al papa.

 

A principios de 1402, la Universidad de Orleáns proclamó que ella no había votado la decisión de 1398; la de Toulouse, con enérgicas palabras, expresó al rey su parecer y su deseo de que se renovase el acatamiento a Benedicto XIII. Lo mismo opinaba la Universidad de Angers. De hecho, la Orden cartujana comenzó a obedecerle. Entre los mismos maestros de la Universidad de París se alzaron voces autorizadas, como las del canciller Juan Gersón y de Nicolás de Clemanges, para defender a Benedicto de la tacha de hereje y cismático y aconsejar su obediencia 78.

También la corte estaba dividida. Seguían hostiles a Pedro de Luna los duques de Borgoña y de Berry, mientras el duque de Orleáns, hermano del rey, perseveraba en su fidelidad. De Aragón y Castilla venían quejas contra el tratamiento que se daba al cautivo de Avignon. Conocedor de todo esto, Benedicto XIII pensó que la opinión pública se pondría de su parte el día que él pudiese obrar libremente. Y decidió dar un golpe de sorpresa. Ganó para sus planes al capitán Roberto de Bracquemont, encargado de la guardia del papa, y, en la noche del 11 de marzo de 1403, Benedicto XIII, disfrazado de cartujo con un hábito que probablemente le prestó Fr. Bonifacio Ferrer y llevando sobre el pecho una hostia consagrada 79, salió del palacio apostólico, después de remover las piedras de una puerta tapiada, sin que los centinelas nocturnos lo advirtiesen. En la calle le esperaba el condestable y embajador de Aragón, Jaime de Prades, con otro caballero y dos doctores. Conducido a casa del embajador aragonés, recibió el homenaje de muchos franceses que allí estaban, y, apenas clareó la nueva aurora, se dirigió a la orilla del río, donde le aguardaba una barca enviada por el cardenal de Pamplona. Descendió por el Ródano, remontó luego las aguas del Durance y atracó a la izquierda junto a Château-Renard, territorio de su amigo Luis II de Anjou, señor de Provenza.

A este joven príncipe, que vino a recibirle con todos los honores, le dio en agradecimiento la larga y hermosa barba que se había dejado crecer durante el asedio 80. Cuando con el sol del día 12 se percataron los aviñoneses de la evasión del pontífice, se arrepintieron de su equivocada conducta y, organizando una solemne procesión por las calles de la ciudad con asistencia del clero y de los frailes, iban gritando entre el sonido de las trompetas: «¡Viva el papa! ¡Viva el papa Benedicto!» Los mismos cardenales desobedientes, que poco antes le decían cismático y hereje, vinieron ahora a Château-Renard implorando perdón, que inmediatamente les fue concedido.

 

Esto acontecía el 28 y 29 de abril. Y en esos mismos días, el rey de Castilla, Enrique III, hallándose en Valladolid, restituía solemnemente la obediencia a Benedicto XIII 81.

También Francia se volvió hacia él. Apenas se recibió en la corte la epístola del papa fugitivo comunicando al rey su libertad, el duque de Orleáns, de acuerdo con los obispos, pidió a Carlos VI restituyese la obediencia a Benedicto XIII; y el monarca, que aquellos días gozaba de plena lucidez, accedió a ello inmediatamente. El 28 de mayo, extendida la mano sobre un crucifijo, juró por la santa cruz de Nuestro Señor reconocer la autoridad del papa, y dos días más tarde asistió a una misa solemne en Notre-Dame, en que Pedro d'Ailly, obispo de Cambray, anunció al pueblo que Francia de nuevo obedecía a Benedicto XIII. La via cessionis, a buenas y a malas, podía darse por definitivamente fracasada.

 

V. La marcha sobre Roma

La restitución de la obediencia no había sido del todo gratuita. Benedicto XIII se comprometió -por lo menos así lo creía el rey- a renunciar a la tiara en caso que su adversario abdicara, o muriera, o fuera depuesto 82.

La muerte del duque de Borgoña, Felipe el Atrevido, el 27 de abril de 1404, vino a favorecerle, reforzando el influjo del duque de Orleáns en la corte. Desde fines de 1403 se había instalado el pontífice con sus cardenales en Marsella. No quería volver ya más a Avignon. Ahora miraba a Italia y aun a la Ciudad Eterna. Desde la abadía de San Víctor envió una embajada en mayo de 1404 al papa de Roma proponiéndole su antiguo plan de encontrarse los dos en un lugar neutral y seguro para disputar sobre sus respectivos derechos y sobre el modo de extinguir el cisma. Bonifacio IX recibió a los embajadores ya moribundo y nada pudo responder a la propuesta; falleció el 1 de octubre de 1404 persuadido de que con él estaba la razón.

Si Benedicto XIII tenía sincera voluntad de poner fin al cisma, la ocasión que ahora se le ofrecía era inmejorable. Bastaba que él renunciase a la tiara, como lo había prometido, y sus cardenales se juntarían con los de Roma para elegir un papa indiscutido. No pensó en tal cosa. Y los cardenales romanos eligieron el 17 de octubre un nuevo pontífice en la persona de Inocencio VII, el cual tres días antes había prometido, como todos los del conclave, que abdicaría espontáneamente si era conveniente para el bien de la Iglesia. Lo que uno y otro apetecían era que abdicase el adversario; por eso tampoco Inocencio VII entró en negociaciones serias con los embajadores de Benedicto XIII, que se hallaban ya de vuelta en Florencia cuando la elección.

 

Indignado de esta «mala voluntad» del papa romano, Benedicto salió de Marsella el 2 de diciembre, dispuesto a avanzar hasta el patrimonio de San Pedro para vencer y convencer a su rival. ¿Esperaba tal vez que el duque de Orleáns viniese en su auxilio con tropas y le introdujese victorioso en Roma? El aseguraba que iría hasta Viterbo con objeto de hacer valer sus títulos en disputa personal con Inocencio VII.

1. Alto en Génova.- «Fiel a este designio, después de reforzar su estado mayor con su cuarta promoción de cardenales (9 de mayo 1404) se apresuró a llenar sus cofres. Pidió prestados a Aragón doscientos florines de oro; requirió el celo del rey D. Martín y el de las villas de su reino para que acudieran en su auxilio; hizo saber por conducto de su camarlengo a los colectores de Francia que contaba con ellos para reunir los 128.000 francos que necesitaba invertir antes del 1 de abril de 1405; ordenó personalmente a su tesorero, Climent, electo, aunque contra su voluntad, obispo de Mallorca, que pignorara, vendiera o enajenara todos los vasos sagrados y alhajas de la Cámara Apostólica hasta la suma de 20.000 florines de oro de Florencia. Los prelados rivalizaban en generosa esplendidez con los monasterios en procurar recursos a la empresa» 83. El 21 de diciembre entraba en Niza. Luis II de Anjou y Martín I de Sicilia vinieron a rendirle homenaje (enero-febrero de 1405) y a prometerle que ellos lo conducirían hasta Roma, promesa prematura que luego no pudieron cumplir 84.

 

El viaje de Benedicto XIII, entre las aclamaciones de pueblos y ciudades, tenía trazas de un paseo triunfal. Mónaco le ofreció las llaves de la ciudad y del castillo con el homenaje de las autoridades. El 11 de mayo arribó a Savona, donde el obispo con todo el clero y los ciudadanos lo llevaron en procesión a la catedral, reteniéndolo consigo una semana. Donde el entusiasmo popular se desbordó fue en Génova, a cuyo puerto llegó la armada pontificia, compuesta de tres galeras catalanas y tres genovesas, el 16 de mayo a mediodía. Toda la ciudad estaba de fiesta para recibir al pontífice con el mayor aparato y conducirlo procesionalmente por las calles, adornadas de ramos y flores. Durante un mes había trabajado Pedro de Ailly preparando con generosas dádivas el solemnísimo recibimiento. Y el gobernador de la ciudad, mariscal Juan Boucicaut, hermano de aquel que le había atacado en Avignon, colmado de beneficios por el papa, se excedió en cumplimentarle con todos los honores.

 

Procesiones festivas y otras solemnidades religiosas, revistas de tropas, banquetes espléndidos, regocijos públicos, suntuosas recepciones de altos personajes, sermones de muchas campanillas, espectáculos variadísimos, daban animación a la ciudad, y hasta prodigios estupendos, obrados por San Vicente Ferrer, «legatus a latere Christi», antiguo confesor de Benedicto, que desde el 8 de julio estaba en Génova predicando en su lengua nativa valenciana a gentes de muy diversas naciones 85.

El día 1 de julio, fiesta de la Santísima Trinidad, Pedro de Ailly, en un sermón teológico sobre tan sublime misterio, se volvió hacia el papa suplicándole que instituyese para toda la Iglesia esta festividad litúrgica, que ya se celebraba en algunos lugares. E inmediatamente Benedicto XIII accedió a ello, imponiéndola en toda su obediencia.

 

2. Triste retroceso.- Graves tumultos populares y luchas de bandos habían estallado mientras tanto en Roma, obligando a Inocencio VII a retirarse a Viterbo. Pues bien, Benedicto XIII anunció que él iría hasta Viterbo para entrevistarse con el papa romano y hacerle entrar en razón. Como Inocencio le negase el salvoconducto que había demandado para penetrar en los Estados pontificios, dirigióse al rey de Francia pidiéndole fuerzas militares, y al duque de Borbón animándole a acelerar el viaje. Carlos VI se opuso a la partida de su tío Luis de Borbón, cuyos consejos le eran indispensables, y en su lugar dejó partir a Luis II de Anjou con bastantes tropas; mas antes de que este ejército llegase a Génova, nueva orden del rey en agosto de 1405 le hizo volver atrás.

En cambio, buen número de caballeros de San Juan de Jerusalén marcharon a ayudar al pontífice y algunos prelados españoles le enviaron tropas de Aragón y Castilla. En la misma Italia, los marqueses de Ceva y de Montferrato y el señor de Pisa, que se hallaba entonces bajo el protectorado francés, se pusieron bajo su obediencia.

 

Todas las esperanzas de Benedicto comenzaron a derrumbarse cuando la lucha entre pisanos y florentinos le cortó el paso y cuando súbitamente una epidemia se declaró en Génova y otros lugares de la Riviera. En vez de avanzar hacia Roma, el papa se vio forzado en octubre de 1405 a retroceder hasta Savona; en mayo de 1406, por la misma causa, hubo de retirarse a Niza y a Mónaco; en agosto, de nuevo a Niza; en noviembre, a Fréjus, y, finalmente, desde Tolón, por mar, a Marsella, adonde llegó el 4 de diciembre.

3. Segunda substracción de la obediencia. -El reino de Francia y especialmente la Universidad de París se iban enfriando en su partidismo por aquel papa errabundo, que ni aceptaba la via cessionis ni conseguía nada por la via facti (o de la fuerza) o por la via conventionis (o de la disputa con su rival), y que, por otra parte, no respetaba las libertades galicanas, imponiendo cada día nuevos y más fuertes tributos.

 

Deseoso de afianzar en la corte su autoridad, que se tambaleaba, Benedicto XIII mandó al cardenal Antonio de Chalant que negociase diplomáticamente con los duques que regían la política francesa durante la perturbación mental de Carlos VI. Crecía la influencia del duque de Borgoña, Juan Sin Miedo, enemigo de Benedicto, como lo había sido su padre, Felipe el Atrevido, y enemigo también del duque Luis de Orleáns. Así se explica que el legado pontificio fuese recibido en París con mucha frialdad y que sólo después de bastantes semanas se le concediera audiencia el 29 de abril de 1406.

Poco antes, en febrero de aquel año, había llegado una embajada del rey de Castilla proponiendo que se intimase a los dos pontífices la abdicación; si tan sólo uno la aceptaba, ése sería aclamado por todos como verdadero papa, mientras el otro sería universalmente repudiado.

 

Estas ideas flotaban en el ambiente, cuando la Universidad se decidió a tomar cartas en el asunto de una manera radical: había que negar la obediencia a Benedicto XIII y tratarlo como a cismático empedernido. A mediados de mayo, los príncipes se dignaron oír al representante de la Universidad, que era el Dr. Juan Petit, natural de Normandía, orador elocuente, apasionado, sarcástico, que lo mismo componía poemas que tratados teológico-políticos, y que, al ser asesinado el duque de Orleáns, hará la apología del tiranicidio.

Pocos días después, ante el Parlamento, el teólogo Pedro Plaoul atacó violentamente a la Universidad de Toulouse, defensora de Benedicto, y estableció el principio galicano de que la Iglesia no puede errar, el papa sí 86. A continuación tomó la palabra Juan Petit, y en un discurso de tonos cálidos y agresivos declaró que la restitución de la obediencia al papa de Avignon había sido bajo condiciones; Benedicto no había cumplido esas condiciones y había violado sin pudor sus propios juramentos y promesas; con urgencia y avidez exigía el papa las anatas, los diezmos, las procuraciones, los servicios y demás impuestos inventados por algunos de sus predecesores; por no cumplir esas reclamaciones, en las puertas de Notre-Dame hemos visto los nombres de cuatrocientos clérigos excomulgados. Al día siguiente, el abogado del rey, Juan Jouvenel, remachó las afirmaciones de los oradores precedentes; mas, cuando se vino a la decisión, el Parlamento pensó que no se debía negar la obediencia antes de consultarlo con la asamblea del clero.

 

4. El concilio galicano de 1406.- Reunióse la asamblea a mediados de noviembre. No era tan numerosa como la de 1398, porque muchos obispos se hicieron excusar ante el rey, el cual se halló presente con el de Navarra y con la más alta nobleza 87.

Venían los prelados y doctores a discutir la moción de la Universidad de París sobre la substracción de la obediencia a Benedicto XIII; pero, dado el espíritu que informaba aquel concilio de la iglesia de Francia, pronto se vio -y lo notó el canonista G. Fillastre, defensor del papa Luna- que los oradores atendían al problema religioso puramente nacional, desentendiéndose del que afligía a toda la cristiandad.

A propósito del papel excesivamente presuntuoso que en todo el negocio del cisma se arrogaban los doctores universitarios frente a los obispos, escribe Salembier: «Desde 1391 estos doctores no temían presentarse como investidos de una misión atentatoria a los derechos de la autoridad episcopal. Pretendían ser en el cuerpo de la Iglesia como la razón, que dicta lo que es bueno y lo malo, lo que se debe hacer o evitar. No dejaban a los prelados otra función que la de la voluntad, el poder ejecutivo, la obligación moral de obrar según las luces que les transmitía la inteligencia, por ellos representada. El doctorado les parecía un sacramento» 88.

Como en la asamblea de 1398, también ahora se decidió que tres hablasen en pro de Benedicto y tres en contra. Ya puede suponerse que la opinión general estaba con los últimos. Por la importancia que en los orígenes del galicanismo tiene este concilio, recojamos algunas proposiciones que en él se pronunciaron.

 

El ambicioso patriarca de Alejandría, Simón de Cramaud, gallican avant la lettre, refiriéndose a Inocencio VII y Benedicto XIII, preguntaba: « ¿Cómo han entrado en el papado? Como dos zorros... El nuestro especialmente ha hecho maravillas». Arriesgaba luego una idea que nadie hasta entonces se había atrevido a proponer: que la iglesia francesa juzgase de todas las apelaciones sin necesidad de recurrir al papa: «¿No tenemos arzobispos, como los de Bourges, Vienne y Lyón, que son primados? Sería conveniente dirimir en Francia y no en Italia las causas francesas, por más que yo no querría decir nada contra las libertades y franquicias de Roma».

Pedro Plaoul declaró a los dos papas cismáticos empedernidos, y, por consiguiente, herejes; había, pues, que substraerse a su obediencia. Y Pedro Le Roy, canonista de gran fama, desarrolló estos conceptos: «Los papas se han reservado indebidamente la provisión de las iglesias y de los beneficios, prohibiendo a cualquier otro la disposición de los mismos y enervando el poder y la libertad de los prelados; de aquí el origen del cisma, pues la ambición de poseer tan gran dominio y de ganar tales emolumentos han sido causa de que muchos aspiren al papado». Con semejantes abusos, Francia ha sufrido muchísimo, empobreciéndose y arruinándose no pocas de sus iglesias y fundaciones. ¿Qué remedio se impone? Que la Iglesia torne a regirse por el derecho común antiguo, dejando a los obispos, patronos y colegios la disposición de los beneficios, elecciones, confirmaciones, etc. Porque Jesucristo dijo a San Pedro: Pasce oves meas, y no que quitase a sus ovejas el alimento. Además, «el papa no puede modificar los concilios generales o los cánones en ellos establecidos, sino que está obligado a guardarlos, en frase de San Gregorio, lo mismo que los cuatro evangelios»; ahora bien, según el derecho común, la provisión de los beneficios compete a los patronos, a los prelados, a los colegios, y las reservaciones de los papas van contra los decretos de los antiguos Santos Padres.

 

¿Quién podrá cortar este abuso? Tan sólo el rey, porque él es el patrono de las iglesias de Francia y el protector nato de sus súbditos oprimidos. Y que no tema a las censuras, porque «nadie en el mundo debe obedecer al papa circa dispositionem beneficiorum, vel exactionem et usurpationem huiusmodi pecuniarum». En suma, había que restablecer las antiguas libertades de la iglesia galicana.

El 4 de enero de 1407 se clausuraron las sesiones. Viniendo al escrutinio, se vio que los votos no iban todos en la dirección extrema que deseaban los doctores de la Universidad.

Algunos prelados, los más benignos, deseaban que nuevamente se hicieran al papa humildes y respetuosos ruegos a fin de que él espontáneamente tomase las medidas conducentes a la unión. Otros, los más radicales, pidieron que se le negase absolutamente la obediencia en todo. La mayoría se contentó con reclamar las libertades de la iglesia galicana, proponiendo que se negase la obediencia a Benedicto XIII en lo temporal, no en lo espiritual, o sea que continuase la nación reconociéndolo como papa legítimo, pero que se le negase el derecho a exigir impuestos y a conferir beneficios, prelaturas y dignidades.

 

Esta decisión media fue la que triunfó, y el rey la aprobó el II de febrero.

5. Gregorio XII, papa romano. -Antes de que se disolviese la asamblea del clero, llegó a París la noticia de la muerte de Inocencio VII, acaecida el 6 de noviembre. Magnífica ocasión para que los dos colegios cardenalicios se juntasen en uno y eligiesen pontífice para toda la Iglesia. Pocos días más tarde se anunció que en Roma había nuevo papa. En efecto, el cardenal Angel Corrario, de noble familia veneciana, ocupaba la Silla de San Pedro con el nombre de Gregorio XII. Decían las cartas que el pontífice romano antes de su elección había jurado renunciar a la dignidad pontificia por el bien de la Iglesia si renunciaba igualmente su rival; y este juramento lo había confirmado siendo ya papa. Esto alegró enormemente a los franceses, y su alegría se manifestó en procesiones públicas y otros festejos. Veniat pax!, clamaba Gersón, exultante de gozo, el 16 de enero de 1407 delante de todos los obispos y doctores.

Era Gregorio XII un anciano de por lo menos setenta y dos años, fisonomía ascética, cuerpo alto y magro, vida austera y fama de santo. En cartas a varios obispos, no tardó en declarar que estaba dispuesto a abdicar en favor de la unión. El 12 de diciembre había escrito a Benedicto XIII diciéndole: «No es tiempo de disputar acerca de nuestros respectivos derechos, sino de ceder ambos para utilidad pública. La verdadera madre, como en el caso salomónico, prefiere renunciar a sus derechos antes que la desmembración de su hijo» 89.

Y prometía abdicar en el caso que Benedicto hiciese otro tanto. La contestación dada por el papa Luna desde Marsella parecía acceder a la propuesta de Gregorio, aunque insistiendo en que mejor sería que los dos discutiesen primero en un coloquio.

 

Tan lejos estaba entonces Gregorio XII en poner dificultades a este plan, que envió inmediatamente sus embajadores para que tratasen sobre el punto de reunión, y en cierta ocasión llegó a decir estas palabras: «Yo iré a verme con Benedicto aunque me fuera preciso hacer el viaje solo, apoyándome en un bastón y embarcándome en una simple navecilla».

Tras largas discusiones, se convino por fin en designar la ciudad de Savona como lugar de reunión de los dos pontífices. Hallábase entonces esa ciudad italiana bajo la dependencia de Francia y bajo la autoridad del gobernador de Génova, mariscal Boucicaut, pero Carlos VI tomaba bajo su protección aquel coloquio, garantizando la plena libertad de ambos pontífices. Deberían encontrarse en Savona para el día 29 de octubre de 1407 o, a más tardar, para el I de noviembre. Y se presentarían uno y otro con el mismo número de naves: galeras, seis, siete, a lo más ocho; con igual número de hombres de armas, doscientos; idéntico número de lacayos, doscientos; de ballesteros, cien; de prelados, veinticinco; de doctores en derecho, doce; de profesores de teología, doce; de protonotarios, dos, y de servidores, cien. La ciudad se dividiría en dos zonas iguales, cada una con un castillo para seguridad de uno y otro bando.

 

Alegre y confiado en su dialéctica, Benedicto XIII apresuró su viaje, y más cuando supo que su rival perdía ánimos y se mostraba remolón e indeciso. Pues hay que confesar que Gregorio XII, tan bien dispuesto en un principio a tomar todos los medios para la unión, se iba enfriando en sus propósitos por influjo de sus nepotes, enemigos de la renuncia, y por la presión de Ladislao de Nápoles, que temía el nombramiento de un papa favorable a Luis de Anjou.

No tenía fortaleza el buen anciano para resistir a estas tentaciones, que con especiosos argumentos le disuadían de emprender un viaje a tierra poco segura, como era la de Génova, perpetua enemiga de su patria Venecia.

 

A los embajadores de Francia que vinieron a invitarle a que se pusiese en camino les respondió que el viaje por mar sólo se atrevería a hacerlo en naves venecianas, las cuales por ahora no estaban a su disposición, y el viaje por tierra le resultaba difícil y dispendioso.

6. Imposible la «via conventionis». -Pero Gregorio XII había empeñado su palabra y no podía faltar a ella. Así que lenta y perezosamente salió por fin de Roma el 9 de agosto de 1407. El II llegó a Viterbo, donde permaneció veinte días. El 4 de septiembre entró en la ciudad de Siena, de donde no se movió en más de cuatro meses, dando excusas y más excusas para no aproximarse a Savona. En Savona le estaba aguardando su rival desde el 24 de septiembre. Pedro de Luna, impaciente, se adelantó hasta Génova, y, pasadas allí las Navidades, continuó hasta Porto Venere (junto a La Spezzia), en donde desembarcó el 3 de enero de 1408. El pontífice de Roma se decidió por fin a seguir en su viaje por tierra hasta Lucca (28 de enero); mas de allí no pasó, alegando que entrar en tierras más o menos dependientes de Francia era peligroso para su persona. Siempre desconfió del mariscal Boucicaut.

 

Animoso y decidido, el papa Luna se ofreció a penetrar él hasta sesenta millas en territorio de la obediencia romana con tal que viniera a su encuentro Gregorio XII; pero ni siquiera esta proposición fue aceptada. Y el uno en la costa (Porto Venere) y el otro en el interior (Lucca), a siete leguas de distancia, parecían espiarse mutuamente recelosos, como dos púgiles que dudan en atacarse, o, según dijo más graciosamente Leonardo de Arezzo, como dos animales, uno terrestre y otro acuático, que no quieren salir de sus respectivos elementos 90.

Como aquello parecía que iba acabar en comedia -y no faltó quien sospechase, aunque sin motivo, que los dos protagonistas actuaban conchabados-, los cristianos de ambas obediencias empezaron a impacientarse y aun a indignarse contra aquella falta de seriedad y de conciencia. Donde más fuerte y amenazadora cundía la irritación era en Francia. La situación había cambiado muy desfavorablemente para Benedicto XIII desde el día 23 de noviembre de 1407, en que su principal apoyo, Luis de Orleáns, hermano del rey, había caído en las calles de París asesinado por orden del duque de Borgoña, Juan Sin Miedo. Desde aquel momento, Carlos VI no hizo sino obedecer a los enemigos del papa Luna. Por dos edictos del 12 de enero de 1408 anunció a los pontífices que, si la unión no se realizaba para la fiesta de la Ascensión (24 de mayo), Francia se declararía neutral, sin obedecer a uno ni a otro. Benedicto XIII, siempre astuto y maquinador, pensó hacerse dueño de la situación con un golpe de mano teatral e impresionante. Planeó nada menos que bajar con una flota hasta Roma y apoderarse de la capital del mundo cristiano. El gobernador de la Urbe, Pablo Orsini, no le haría resistencia, pues se hallaba entonces en tratos con Boucicaut. El mariscal Boucicaut puso a disposición de Benedicto cuatro galeras. Otras cuatro las tomaría de la flotilla que le transportó a Porto Venere bajo el mando del aragonés Jaime de Prades. Pero antes que zarpase la armada pontificia llegó la noticia de que Roma había caído bajo Ladislao de Nápoles el 25 de abril de 1408, cosa que no dolió lo más mínimo a Gregorio XII.

Y Ladislao anunció que, dondequiera que se reuniesen a discutir los dos papas, allí había de estar él presente, lo cual era lo mismo que impedir la reunión, porque deshacía el equilibrio de las dos partes, violando su libertad e independencia. La via conventionis había fracasado definitivamente.

 

En Francia los acontecimientos se precipitaban. Una bula del papa Luna amenazando con la excomunión al monarca y a cuantos aceptaran la substracción de la obediencia fue rasgada públicamente por dos secretarios del rey. En plena asamblea universitaria, el teólogo Juan Courtecuisse acusó a Pedro de Luna de cismático, hereje, perturbador de la paz y perseguidor de la Iglesia. «En adelante no será obedecido, ni llamado papa, ni cardenal; sus bulas son falsas, inicuas, de ningún valor, perjudiciales a Francia e injuriosas a la majestad real». El Consejo Real y toda la corte aplaudieron. Y el 25 de mayo, Carlos VI anunció a su pueblo que mientras durase el cisma no toleraría que nadie obedeciese a cualquiera de los dos contendientes.

 

VI. CONSECUENCIAS DEL CISMA

Antes de contemplar la solución de aquel grave problema eclesiástico, anotemos brevemente algunas de las consecuencias perniciosas que se derivaron del gran cisma de Occidente.

I. Disminución de la autoridad papal. «Placet regium».- La disminución de la autoridad y prestigio del Pontificado es un fenómeno evidente durante los siglos xiv y xv, desde Bonifacio VIII hasta Paulo III, desde el concilio de Vienne hasta el concilio de Trento. Ya en Avignon se había mermado no poco la autoridad de los papas por su acentuado particularismo francés. Y ya se comprende que la veneración y respeto máximo que antes se les tenía había de ir en descenso durante el cisma, cuando el pontífice no era acatado y obedecido sino en una parte de la cristiandad, siguiendo la otra a su rival.

En aquella situación, tanto el papa romano como el aviñonés sentían la necesidad de que le apoyase y sostuviese el príncipe secular. De los reyes dependía el que un papa fuese o no reconocido en las diversas naciones, y, consiguientemente, se veía constreñido a lisonjearlos, a concederles inusitados favores y privilegios, a rebajarse un poco ante ellos a fin de tenerlos de su parte.

 

Contra sus adversarios abusaban los papas del anatema eclesiástico, fulminando excomuniones a diestro y siniestro por el más leve motivo, lo cual era causa de que esa suprema censura de la Iglesia y aun el mismo poder pontificio cayese en descrédito y fuese públicamente menospreciado.

El mismo apego que mostraron a la dignidad pontificia los dos papas rivales, no queriendo renunciar a la tiara ni siquiera cuando el bien universal de la Iglesia lo aconsejaba, persuadió a muchos cristianos que aquellos pontífices obraban con miras egoístas, lo cual redundaba en perjuicio de su autoridad.

Se ha dicho que el placet o exequatur regium, de que abusaron más tarde los príncipes regalistas, tiene su origen en el cisma de Occidente. Esto no es exacto, porque ya mucho antes se encuentran casos en la historia político-eclesiástica de las naciones; pero es claro que las circunstancias del cisma parecían justificar esta injerencia abusiva de los reyes, que exigían que todo documento pontificio llevase el vidimus, o el placet, o el exequatur a fin de que pudiese ser promulgado en el reino. Dícese que Urbano VI concedió, en vista de los muchos rescriptos pontificios publicados por la otra obediencia, no se diese ejecución a ninguna bula o breve del papa antes de que los obispos sujetos al legítimo pontífice le reconociesen. Más fácilmente que los obispos podía hacer esto el rey. Lo hizo en efecto, y, terminado el cisma, quisieron algunos perpetuar esa concesión o tolerancia, contra lo cual protestó Martín V en 1418 91.

 

2. Conciliarismo.- La disminución de la autoridad pontificia se manifestó también en el orden de las ideas, cuajando teóricamente en la doctrina del conciliarismo. Los orígenes del conciliarismo se están estudiando modernamente con sagacidad y método 92.

Dos fuentes del conciliarismo se han querido descubrir en la Edad Media: una filosófico-política y otra canónico-teológica. La primera sería una democratización de la Iglesia fundada en la doctrina de Aristóteles, según la cual el origen del poder público radica en la comunidad, en el pueblo, del cual recibe inmediatamente el príncipe su potestad. Semejantes doctrinas aplicó al régimen eclesiástico Marsilio de Padua. Si el papa recibe su poder de la universalidad o conjunto de los fieles y sólo remotamente de Dios, se entiende cómo deba estar sujeto al concilio universal, que representa a toda la Iglesia.

Otra fuente muy estudiada hoy día es la doctrina de canonistas y teólogos sobre el papa herético. Era antigua opinión, que aparece en la colección canónica del cardenal Deusdedit y en el Decretum de Graciano, aceptada luego por el mismo Inocencio III, que un papa podía ser depuesto en caso de herejía. Al concilio general, representativo de toda la Iglesia, competía dar la sentencia.

 

Canonistas y teólogos medievales equiparaban a la herejía otros crímenes, como el de simonía, etc. Si se admite que en estos casos puede ser juzgado el sumo pontífice por un concilio, fácilmente se pasará a dogmatizar que la autoridad de los concilios es superior a la de los papas. Y es lo que sucedió, aunque muy paulatinamente.

Ya Guillermo Duranti en el tratado que presentó al concilio de Vienne defendía que el romano pontífice está obligado a admitir no sólo las Sagradas Escrituras, sino también las decisiones conciliares. Y el teólogo tomista Juan de París, O.P., en su tratado De potestate regia et papali, compuesto hacia 1302, aunque defiende el origen divino del primado, limita la plenitudo potestatis, diciendo que el concilio universal puede deponer al papa en caso de herejía, de locura, de incapacidad personal, de simonía o de abuso de potestad 93 . En la teoría del papa herético se apoyaba Guillermo Nogaret, el ministro de Felipe el Hermoso, contra Bonifacio VIII, y Guillermo de Ockham, el inspirador de Luis de Baviera, contra Juan XXII.

 

Preciso es decir, con todo, que la doctrina conciliarista cobró vuelo a fines del siglo XIV, apoyándose no en teorías, sino en la grave situación práctica del cisma, que había que resolver. Ya en 1378 los cardenales italianos propusieron la convocación de un concilio universal independiente del pontífice para solucionar el incipiente cisma. Pero quienes trataron de justificar tal concilio fueron dos profesores alemanes que enseñaban en la Universidad de París: Gelnhausen y Langenstein.

Conrado Gelnhausen (1320-90), canónigo de Worms, en su Epístola brevis, de 1379, y mejor en su Epístola concordiae, del año siguiente, apela al principio aristotélico de la «epiqueya», según el cual es licito transgredir una ley o derecho positivo en casos excepcionales, cuando el cumplimiento de tal ley implica una injusticia. La convocación del concilio es generaliter de la competencia exclusiva del romano pontífice; pero en el caso actual, casualiter, aun contra la voluntad del papa, es lícito convocar el concilio en atención al bien supremo de la Iglesia. No quiere con esto defender teóricamente el conciliarismo; sólo pretende resolver el problema de la unión de la Iglesia en aquellas excepcionales circunstancias, en que se ignoraba quién era el verdadero vicario de Cristo. «Al fin y al cabo -dice-, permanecemos siempre unidos al Caput primarium Ecclesiae, que es Cristo, mientras que el papa es solamente Caput secundarium».

Partiendo de estas mismas ideas, Enrique de Langenstein (1340-97), que en 1382 saldrá de París para ser rector de la Universidad de Viena, escribía su Epístola pacis (1379) y su Epístola concilii pacis (1381), en donde se pregunta: ¿Cuál es el derecho de la Iglesia y del concilio general en orden a la elección pontificia? Y responde: A la totalidad de los obispos, reunidos en concilio, compete originaliter el juzgar sobre la validez y legitimidad de la elección del sumo pontífice; los cardenales lo eligen tan sólo como «commissarii Ecclesiae». En las actuales circunstancias pueden, pues, los obispos reunirse en concilio general y dictaminar sobre el verdadero papa.

 

Como se ve, estas ideas son mucho más moderadas que las que surgirán poco después. Aun Pedro de Ailly, Gersón y otros pueden contarse entre los moderados, porque sus afirmaciones más audaces no brotan de principios ideológicos revolucionarios, como los de Ockham o Marsilio de Padua, sino del ansia de justificar teológicamente el paso que se veían forzados a dar juzgando y condenando conciliarmente a los papas rivales de entonces.

Pedro de Ailly (1350-1420), llamado «Aquila Franciae» antiguo canciller de la Universidad de París y profesor en ella, luego obispo de Cambray y cardenal, agudo filósofo nominalista y docto teólogo, fue uno de los que más actuaron en Pisa y Constanza. «Todo ser viviente -decía- se recoge espontáneamente cuando peligra su unidad; mucho más la Iglesia, que, además de la vida natural, tiene otra sobrenatural, como cuerpo místico de Cristo, debe recogerse ahora y reunirse en concilio, pues peligra su unidad y existencia. Cristo es su cabeza esencial, con quien necesariamente tiene que estar unida; de Cristo le viene la vida y el poder de congregarse en concilio, aunque sea sin el papa. De Cristo procede inmediatamente la jurisdicción de los obispos, no del pontífice romano. La Iglesia de Roma, como cualquier iglesia parcial, puede equivocarse; solamente la Iglesia universal es infalible y está fundada sólidamente en la roca de Cristo, no en la arena de Pedro. El concilio puede congregarse sin el papa, puede juzgarlo, deponerlo y elegir otro, pues el papa es para la Iglesia y no la Iglesia para el papa».

 

También el discípulo de D'Ailly, Juan Gersón (prop. Charlier, 1363-1429), el grande, piadoso y místico Gersón, «doctor christianissimus», canciller y profesor de la Universidad de París, se contagió de ideas conciliaristas debido a las circunstancias históricas. Gersón reconoce que la doctrina del primado del romano pontífice ha sido tradicional en la Iglesia, mas no ve modo de salvar la paz y unión de la cristiandad en aquellos momentos sino apelando a un concilio, como a suprema autoridad. «Del mismo modo que el papa -razonaba- puede, renunciando a la tiara, separarse de la Iglesia a pesar de su matrimonio espiritual con ella, así también la Iglesia puede darle libelo de repudio, pues ambos tienen iguales derechos. En estas circunstancias, en que de la unión o matrimonio místico con un determinado papa se le sigue a la Iglesia peligro gravísimo, puede ésta divorciarse de él por sentencia judiciaria de un concilio, pues la salud y paz de la Iglesia es el fin de la constitución eclesiástica. Además, toda sociedad perfecta tiene el derecho de deponer y echar de sí a su cabeza en caso necesario». Otras ideas conciliaristas de Gersón se expondrán al tratar de los concilios de Pisa y de Constanza.

 

Semejantes doctrinas defendieron los más célebres canonistas, como Francisco Zabarella (1360-1417), a quien veremos actuar en Constanza, el cual concedía al emperador la facultad de convocar el concilio si no lo hacía el colegio cardenalicio, y resumía su pensamiento en esta frase: «Potestas (es decir, plenitudo potestatis ecclesiasticae) est in universitate, tamquam in fundamento, et in papa tamquam in principali ministro». Baste por ahora indicar que en la turbia atmósfera del cisma era natural que los conceptos -especialmente acerca de la Iglesia- se obscureciesen y deformasen, engendrándose teorías poco conformes con la sana doctrina.

 

3. Galicanismo.- Íntimamente unido con el conciliarismo está el galicanismo, una de cuyas doctrinas es la teoría conciliarista. Hay un galicanismo político y otro eclesiástico. El galicanismo político o parlamentario, elaborado por los legistas y abogados del Parlamento de París, coarta la jurisdicción de la Santa Sede, para extender más y más la del rey. Coincide plenamente con el regalismo francés. Se han querido ver sus inicios en Carlomagno, protector de la Iglesia; en el mismo San Luis, que empleó medidas de fuerza contra ciertas leyes eclesiásticas; pero su verdadero origen debe ponerse en Felipe el Hermoso con sus ministros Pedro Dubois, Guillermo Nogaret, etc., según los cuales el ius regium se extendía hasta la colación de obispados y prebendas, al usufructo de los beneficios vacantes y aun hasta la abolición de la propiedad eclesiástica. Estos legistas, con su concepción pagano-absolutista del príncipe, se injerían en la administración de las diócesis, abadías y parroquias; impedían en ocasiones el contacto directo de las iglesias particulares con la Santa Sede; exigían el placet regium; querían que el Parlamento fuese el intermediario entre Roma y la Iglesia nacional. Este galicanismo trata de formularse en los tiempos obscuros y tumultuosos del cisma, siguiendo la pauta -como cree Haller- del Parlamento inglés, que en el Statute of Provisors (1351) y en el Statute of Praemunire (1353) había limitado mucho la jurisdicción papal en Inglaterra 94.

Indisolublemente ligado a éste se desenvolvía el galicanismo teológico o eclesiástico, cuya base y cimiento eran las loables costumbres de la iglesia galicana 95, y cuyos principales postulados eran la doctrina conciliarista y la teoría de que el papa no posee otra jurisdicción temporal que la que le viene por concesión de los emperadores o príncipes o por prescripción; en el foro externo no puede ejercer más que un poder coercitivo moral. El primado es ciertamente de institución divina, mas no concede al papa el poder de modificar arbitrariamente las costumbres y estatutos de las iglesias particulares ni de suprimir las libertades y fueros de la iglesia galicana. El sumo pontífice está en la Iglesia, mas no sobre la Iglesia; no puede legislar sino conforme a los cánones de los concilios; sus propios decretos son reformables y ninguna de sus decisiones es infalible, a no ser que coincida con la Escritura, la revelación, las decisiones dogmáticas conciliares. La provisión de los beneficios eclesiásticos pertenece a los obispos, a los cabildos, a los patronos, no a la curia romana.

 

Estas doctrinas, que hemos visto apuntar en los concilios nacionales o asambleas del clero de 1398 y 1406, fueron expuestas y defendidas, al menos en parte, por los dos luminares de la Universidad de París Pedro de Ailly y Juan Gersón en varios tratados y sermones; con ocasión del concilio de Constanza se hicieron ley del reino en la pragmática sanción de Bourges (1438), fueron codificadas por el abogado parlamentario Pedro Pithou en 1594 y triunfaron en la Declaratio cleri gallicani de 1682, para ser, finalmente, condenadas en el concilio Vaticano 96.

4. Relajación de costumbres. -Consecuencia del cisma fue también, aunque sólo en parte, la relajación de costumbres que durante los siglos XIV, xv y principios del XVI serpea por todo el cuerpo social. No poseyendo el papa suficiente autoridad e influencia para cortar enérgicamente los abusos y corruptelas y hallándose todos los grados de la jerarquía eclesiástica un poco desquiciados e inseguros, es natural que el celo de la disciplina se amortiguase y la debida vigilancia se descuidase.

 

Además, no era sólo el cisma el que influía perniciosamente en la moral pública y privada. Eran las guerras casi continuas, con su secuela de devastaciones, pillajes, hambres, pestes y desórdenes; era la anarquía política y la falta de autoridad en varias naciones; era también el crecimiento de la industria, el comercio y las riquezas en las grandes ciudades.

Lo que más escandalizaba era la conducta inmoral de muchos eclesiásticos, sin excluir a los prelados más altos. El número de los clérigos se multiplicaba excesivamente. A las dignidades eclesiásticas llegaban solamente los nobles, y éstos no siempre movidos por fines sobrenaturales; las consecuencias fácilmente se adivinan. Los concilios particulares lamentan con frecuencia el concubinato de los clérigos 97.

Llegaron algunos a opinar que no había humano remedio y que sería más conveniente y menos escandaloso que la Iglesia permitiese el matrimonio a los eclesiásticos. Otros, en cambio, dotados de más fino sentido espiritual y cristiano, salieron con Gersón a la defensa de la ley del celibato, sosteniendo que no era difícil de imponerse, con tal que se diese a los aspirantes al sacerdocio una educación conforme a su alta vocación 98

Nada diremos aquí de la anarquía de las ideas y de aquella penumbra o subobscuridad teológica que antes de Trento envuelve las doctrinas, difuminándolas, hasta no saber dónde termina la opinión discutible y dónde empieza la verdad dogmática, porque la causa de esta confusión e incertidumbre de la teología se ha de buscar en el nominalismo y en el antagonismo que reinaba entre las diversas escuelas. Tampoco puede afirmarse que del cisma nazcan, aunque en aquel ambiente se originan y se afianzan las grandes herejías de Wiclef y Hus.

 

5. Visionarios y seudoprofetas. -El pulular de profecías y de visiones apocalípticas sobre el destino de la humanidad es fenómeno ordinario en cualquier época atormentada por guerras y cataclismos. Hemos visto cómo en el círculo de los exaltados espirituales y en el exilio aviñonés cunde el visionarismo y el seudoprofetismo, confundiéndose muchas veces con los dones sobrenaturales de los santos. El cisma acalora la fantasía de los soñadores, y el aire se llena de fatídicos augurios y de predicciones sobre la inminencia del fin del mundo y del anticristo.

Un supuesto ermitaño, Telesforo de Cosenza, enemigo de Alemania y partidario de la obediencia aviñonesa, declama contra la Iglesia de Roma y contra las costumbres del clero, anunciando el pontificado de un papa angelicus, al igual de los joaquinistas, y vaticina el final del cisma para el año 1393, añadiendo que la corona imperial pasará a Francia, cuyo Rey Cristianísimo llegará a ser un monarca universal, en lo cual no hacía sino repetir las predicciones de Juan de Rocquetaillade (†1362) 99.

San Vicente Ferrer, en carta a Benedicto XIII, le profetiza el próximo advenimiento del anticristo, que vendrá cito, bene cito, valde breviter 100. Todos se contagian de esta epidemia profética, y los predicadores en sus sermones mezclaban tales vaticinios y revelaciones con cábalas astrológicas. El mismo Pedro de Ailly, gran teólogo y filósofo, obispo de Cambray, en un discurso pronunciado en el Adviento de 1385, ponía las profecías de Joaquín de Fiore y las del monje Cirilo (atribuidas al general de los Carmelitas, San Cirilo de Constantinopla, †1234) a la misma altura que las de San Juan Evangelista, ya que, según él, la era de los profetas no se cerró con el Apocalipsis. Interpretando al abad Joaquín de Fiore, escribe en 1385 que el fin del mundo será hacia el año 1400.

 

Esto es inconciliable con lo que él mismo profetizó astrológicamente: «Hablemos -dice- de la octava y máxima conjunción de Saturno y Júpiter, que tendrá lugar hacia el año 1692 de la encarnación de Cristo, y al cabo de diez revoluciones saturnales vendrá el año 1789... Si dura el mundo hasta aquellos tiempos, lo cual sólo Dios sabe, habrá entonces muchas, y grandes, y asombrosas alteraciones y mudanzas del mundo, sobre todo en el aspecto político y religioso» 101.

También Nicolás de Clemanges, orador, teólogo y humanista, y Nicolás Oresme, notable filósofo y obispo de Lisieux, compusieron libros sobre el anticristo y el fin del mundo 102. Y todavía después de terminado el cisma siguen vaticinando el próximo fin del mundo personajes tan insignes como el filósofo-místico Nicolás de Cusa y el santo predicador Juan de Capistrano 103.

NOTAS

[1] El mismo Próspero Lambertini (Benedicto XIV) escribía: «Depulsa temporum caligine, in clara luce hodie positum est, legitimum ius pontificatus penes Urbanum VI eiusque successores Bonifacium IX, Innocentium VII, etc., stetisse» (De servorum Dei beatificatione 1.I c.9 n.10).
[2] La opinión de H. Hemmer, en «Revue du clergé francais» 37 (1904) 603 y en «Rev. d'Hist. et de Litt. relig.» II (1906) 476; la de A. Baudrillart, en «Bulletin critique» (1896) 146-150. Del gran historiador Noel Valois son estas palabras: «La solution du grand problème posé au XIVe siecle échappe au jugement de l'histoire» (La France et le grand schisme I,82); con todo, a lo largo de su trabajo tiene frases muy favorables a la legitimidad de Urbano VI. Es chocante la decisión con que el belga K. Hanquet escribe: «Le vraie pape, c'est pour nous Clément VII» (Documents relatifs au grand schisme. I. Suppliques et lettres de Clément VII [Bruselas 19241 p.VI].

[3] Apoyándose en un testimonio de Fr. Menendo, obispo de Córdoba, cita Valois a varios Orsini, Colonna, Vico y Gaetani entre los amigos de los cardenales (La France et le grand schisme I,16).

[4] Valois, I, 16-17

[5] Testimonio de Fr. Menendo en Seidlmayer, Die Anf änge des grossen abendländischen Schismas 276; Valois, I, 18. Que había motivo para temer, se deduce de las declaraciones del más valiente de los cardenales, Pedro de Luna, quien pocos días antes del conclave afirmó «quod ipse erat dispositus potius mori quam facere [papam], nisi illum de quo conscientia sua dictaret. Hoc dicebat, quia romani supplicando dicebant, quod dubitabant de scandalo populi, nisi exaudirentur» (test. de Raimundo de Capua, en Seidlmayer, Die Anf änge 259). Igual testimonio de Fr. Gonzalo, O.P. (ibid., 295).

[6] Testimonio del obispo Bartolomé de Ammanati (Gayet, Le grand schisme 1,81; Hefeleleclerqc, Histoire des conciles VI-2,1040). Que algunos proferían amenazas, parece innegable. Otros exclamaban: «¡Misericordia! ¡Un papa romano!» (Valois I,21). Hasta ahora no puede hablarse de verdadero tumulto popular.

[7] Testimonios de Gilles Bellemère y de otros en Gayet, 1,39.66, etc.

[8] Las citas en Valois, I,42.

[9] Texto en Rainaldi, Annales a. 1378 n°4.

[10] Valois, I,44-45; Gayet, I,323.

[11] «Dominus autem de Ursinis nunquam elegit». El testimonio es del infante Fr. Pedro de Aragón en carta al cardenal Bertrand Lagier, publicado por Bliemetzrieder en «Arch. franc. hist». 2 (1909) 444. Unicamente del cardenal glandevense, Bertrand Lagier, podemos decir casi con certeza que dio su voto al arzobispo de Bari a disgusto y con repugnancia. ¿Por temor a la muerte, como él dijo después, o por otros motivos? Ya antes del conclave manifestó que no aceptaría la candidatura del italiano.

[12] «Vidimus magnam multitudinem... clamantium alta vote, quod volebant romanum pontificem de Urbe penitus omnino» (test¡ de Fr. Angelo de Spoleto, general de los franciscanos, en Seidlmayer, 247).

[13] La síntesis que hace Valois a base de numerosos documentos parece indicar que los trece cardenales dieron su consentimiento, pero Fr. Pedro (¿de España?), O.P., testificó haber oído a un cardenal que "tempore reelectionis fuerunt omissi tres cardinales, qui in una camera simul comedebant separatin et non fuerunt vocati, et ex toto catervo cardinalium remanserunt XIII, et ex istis tres contradixerunt vel suas voces non tradiderunt. Et sic remanent X dumtaxat reeligentes, qui non sunt duo partes XVI" (Seildlmayer, 292).

[14] Seildlmayer, 258; Valois, I,31-35. Pedro de Luna entró en el conclave con el propósito de elegir al arzobispo de Bari. Así lo confesó él después a un fraile que le preguntaba: "Reverendissime domine, est iste dominus Urbanus verus papa et verus electus? Tunc ipse respondit: lpse est ita verus papa, sicut beatus Petrus. Et sciatis, quod ego cum ista intentione intravi conclave, ut eligerem eum" (Seildlmayer, 259).

[15] Testimonio de Rodrigo Fernández, porcionero de Sevilla, en Seidlmayer, 265.

[16] «Et él [Bartolomé Prignano] le dixo [a Luna] que non queria seer enganyado et quel dixiesse si entendía que él fuesse sleido debidamente. Et él le respondió que el fecho staba bien. Non se acuerda que expressamente le dixiesse que la elección era canónica, pero creye que, si jelo preguntó, que le respondió que sí» (test. de P. de Luna en Medina del Campo, en Seidlmayer, Peter de Luna 240).

[17] «Post haec vidi, quod Urbanus fuit publice coronatus cum gaudiis, cum omni tranquillitate... ministrantibus eidem dom. cardinalibus, et eidem ut papae vero reverentiam exhibentibus» (Seidlmayer, 267). Y vio más tarde los rótulos con peticiones de beneficios que los cardenales presentaban al papa (ibid., 273).

[18] Seidelmayer, Die Anfänge 317. Con más fuerza aún lo repetía Pedro de Luna (véase n.14 y Seidelmayer, 278), el cual en Medina del Campo confesó públicamente que «continuamente la su voluntad se sosegaba más en aquel fecho, veyendo que los otros cardenales se acordaban a entronizarlo et a coronarlo et hacer los otros actos, que en la elección del papa se deben fazer» (Seidelmayer, Peter de Luna 240).

[19] Y al mismo poco antes de morir: «Ipse [Urbanus] est verissime papa» (Seidelmayer, 319).

[20] Teodorico de Niem, De schismate I,3. Verdad es que el cardenal de Glandéve la víspera de entrar en el conclave protestó oficialmente (según él declaró meses adelante) contra la posible elección de un italiano alegando la falta de libertad; pero, aun suponiendo que no miente (cosa que Ullmann pone en duda), su previa protesta tiene poco valor, porque la verdadera razón de protestar era que veía casi cierta la elección del arzobispo de Bari. ¿Preveía también la falta de libertad en los electores? Yo pienso que era la pasión la que le ofuscaba. Cf. Ullmann, The originis of the Great Schismo 78; Valois, 1,32.

[21] A los cardenales de Avignon: «Ad personam Rev. in X. Patris Bartholomaei Archiepiscopi Barensis... libere et unanimiter direximus vota nostra» (Rainaldi, a.1378 n.19; Baluze-Mollat, Vitae paparum 1,520). Firman el documento los dieciséis cardenales de Roma. La carta de Roberto de Ginebra al emperador, en Pastor, Geschichte der Päpste I, 810.

[22] No todos, pues por lo menos Pedro de Luna afirmó repetidas veces que él no había tenido ningún miedo. Otros cardenales obraron, sí, con miedo, aunque no se ve claro que obrasen por miedo. Eligieron al arzobispo de Bari por otros motivos serios y razonables. El miedo les hubiera movido a elegir más bien al romano Tibaldeschi, o al romano Orsini, o a otro extraño al sacro colegio, no a B. Prignano, a quien los romanos no le tenían simpatía. Véase el testimonio de Fr. Menendo (Seidelmayer, 281), el cual dice que, si Urbano VI fue aceptado y aclamado por el pueblo, fue «quia semper populus sequitur partem potentiorem Romae, secundum regulam italicam: Vivat qui vincit!», (ibid., 282).

[23] Seidelmayer, 8 . Lo mismo viene a decir H. Finke, Über Schisma-Publikationen: «Hist. Jahrbuchen 52 (1932) 459. Con elocuencia apasionada escribía Fr. Pedro de Aragón al cardenal de Glandéve: «Quis coegit vos ipsum inthronizare et ipsum cappa scarleti induere... ipsum denunciare regibus et populis catholicis summum pontificem et antistitem?... Quis coegit vos ab eo plenam absolutionem peccatorum vestrorum petivisse? Quis coegit fere omnes vos beneficia petere ab eo...? Quis coegit vos, cui haec littera dirigitur, cum magna instantia impetrasse et obtinuisse ab eo titulum Ostiensem?... Vel nunc omnes mentimini, salva vestra reverentia, vel a principio mentiti fuistis» (F. Bliemetzrieder en «Arch. Franc. Hist.» [1909]444-45). En forma más serena y jurídica argüía el arzobispo toledano Pedro Tenorio, doctor en cánones, al cardenal de San Eustaquio (Martène-Durand, Novus thesaurus II,1102) y el célebre jurisconsulto Baldo (Rainaldi a.1378 n36-38).

[24] «Caveant reges, quod serviant Ecclesiae corporaliter et de facto, et non cum verbis, alioquin ego deponam eos. lsta audiens (testifica el embajador Alvaro Martinez) totus fui stupefactus, et dixi quod ista verba non bene adaptabantur, facta mencione domini mei, qui erat christianitatis murus» (Seidelmayer, 266). El cardenal glandavense escribía: «Quasi dementatus... iactabat se, quod deponeret reges et regna daret; excludebat homines a paradiso» (ibid., 336).

[25] Seidelmayer, 279.

[26] T. de Niem, De schismate I,4. Niem dice de Zalba que «fuit doctor egregius in iure canonico et diu Avinione in eodem iure legit». Erróneamente le llama catalán en vez de navarro (véase la nt.56).

[27] Seidlmayer, 269.

[28] Todo esto lo refieren los tres cardenales italianos en carta a los príncipes (C. du Boulay, Historia Univ. Paris. IV,526-28; Gayet, II,22).

[29] Baluze-Mollat, Vitae paparum I,450-54. La declaratio del 2 de agosto en IV,174-54.

[30] Ibid., I,471, con la nota correspondiente del t.2.

[31] Perroy, L'Angleterre et le grand schisme 51-95. Sobre la actitud de Flandes, p.166-209.

[32] Denifle-Chatelain, Chartularium Univ. Paris. III,249.

[33] Rainaldi, a.1381 n.30; a.1398 n.26.

[34] Crónica del rey D. Enrique II de Castilla a.13 c.6-10: «Bibl. Aut. Esp.» LXVIII,34ss. El autor de la crónica es D. Pero López de Ayala (L. Suárez Fernández, Notas acerca de la actitud de Castilla con respecto al cisma de Occidente: «Rev. Univ. Oviedo» 9 [1948] 91-116).

[35] Martène-Durand, Thesaurus novus anecd. II,1102; Rainaldi, a.1379 n.5. Valois piensa que la asamblea fue en septiembre o en agosto; no así Seidlmayer, 31.

[36] Valois, I,203-4.

[37] «Quis enim unquam regnantium, prudentissime princeps, mentem sibi firma ratione cohaerentem a propriae conscientiae statu potuit amovere, aut libero animo additis etiam cruciatibus imperare?» (Baluze-Mollat, Vitae paparum IV,221-23). Esta carta, de ideas nobilísimas y de tono retórico, acentuado por el continuo y casi monótono cursus metricus, fue probablemente compuesta por D. Pedro Tenorio (Valois, I,205-7). El mismo arzobispo respondió a los cardenales de San Eustaquio y de Amiéns con alta dignidad y severa critica (Martène-Durand, Thesaurus novus 11,1099-1120). El rey de Castilla deseaba proceder de acuerdo con los demás reyes españoles, como se ve en la carta que dirigió a Pedro IV de Aragón (Seidlmayer, 353-54)

[38] «Longe tolerabilius est neutri duorum obedire quam ambobus» (Seidlmayer, 39).

[39] La lista de los 31, en Seidlmayer, 217-18. La relación que de la encuesta en Avignon y en Roma hizo Rodrigo Bernárdez, ibid., 231-41.

[40] Seidlmayer, 219. Los nombres de los 28 en la p.218.

[41] Ibid., 42. El protocolo, cuidadosamente escrito, de todo este proceso contiene 277 folios y se debe al notario apostólico Pedro Fernández de Pinna, arcediano de Carrión, que asistió a todos los actos de la asamblea. Se conserva hoy en la Bibl. Nat. de París, cód. lat. 11745; fragmento, en el apénd. de Seidlmayer; índice resumen del mismo en Baluze-Mollat, Vitae paparum II,800-809. Una segunda parte, contenida en el cód. lat. 1469, sirve sólo de complemento.

[42] Martène-Durand (Thesaurus novus 11,1083-94) publica sólo la última parte. Juntamente con el obispo de Faenza representaba a Urbano VI el jurisconsulto Francisco de Pavia o de Siclenis.

[43] Publicado en Rainaldi a.1378 n.73-102.
[44] Es casi idéntico al Instrumentum o relación que escribieron los cardenales en Anagni el 2 de agosto de 1378 (Baluze-Mollat, Vitae paparum IV,821-35).

[45] Véase algún ejemplo: «Frare Remón de Capua depone que lo oyó al cardenal. Depone de oída, es la persona sospechosa. (Y al margen:) Non adhibetur fieles totaliter». «Acordó el consejo que había de ser creído el dicho obispo [Alfonso de Jaén], así como a un testigo de presencia, e que las razones que pone de su creencia que son verosímiles» (Seidlmayer, 50).

[46] Pero López de Ayala, Crónica del rey D. Juan I a.3 c.I-3: «Bibl. Aut. Esp." LXXI, 71-75. El documento en Baluze-Mollat, Vitae paparum IV,250-56. Sobre la alegría de Clemente VII, VALOIS, 11,204-5. En cambio, Urbano VI declaró al rey depuesto, llamándole herético, infame e hijo de iniquidad (Rainaldi, a.1383 n.7).

[47] Extracto de la arenga en H. Fages, Histoire de S. V. Ferrier 2 vols. (París 1901) 1,120.

[48] Rainaldi, a.1381 n.35; Julio César Baptista, Portugal e o Cisma do Ocidente: «Lusitania sacra» : (1956) 65-203, expone amplia y eruditamente todos los sucesos.

[49] J, Zurita, Los anales de la Corona de Aragón l.10 c.22. Véase para estos años el documentado estudio de Ivars arriba citado.

[50] Malatesta redactó en favor de Urbano VI un curioso tratado De triumpho romano, diálogo entre Roma y Francia, llegando a los más vulgares insultos contra la nación francesa (fatua, bestia, semblante de meretriz: «Gallia enim a gallo, ave, qui modico cerebro gaudet») y haciéndola exclamar en su derrota: «Vicisti, Galilee» (Seildlmayer, 136; Valois, II,224).

[51] Zurita, Los anales X,42. El documento real en Balauze-Mollat, Vitae paparum IV,302-4. En premio le permitió Clemente VII disfrutar ampliamente de los diezmos en sus Estados (Valois, II,2I4).

[52] No consta documentalmente, pero tampoco demuestra lo contrario un rotulus de súplicas enviado, según Valois, al papa de Fondi, pues ese rótulo originariamente pudo estar dirigido a Urbano (Zunzunegui, El reino de Navarra 93-4).

[53] Léase la carta del obispo Francisco de Faenza a Carlos II previniéndole contra Martín de Zalba, a quien, no obstante, llama "virum magnae litteraturae et bonae vitae» (Seidlmayer, 289-90).

[54] Sin duda que aquí andaba la mano de Pedro de Luna (Zunzunegui, El reino de Navarra 118).

[55] Es curioso y típico el sermón del cardenal, basado en el texto escriturístico Nova lux oriri visa est, gaudium, honor et tripudium (Est 8,16). Tras un breve exordio, se pone a considerar:

«lo primero, una splendor de verdat, queste regno esclarece;

lo segundo, una senyal de caritat, do consolación recresce;

lo tercero, un poder et dignitat, que al papa pertenesce;

lo cuarto, una real magestat, quen las obras se paresce.

Et estas cosas, declaradas et vistas con la ayuda de Dios, será fin de aqueste breu sermón. Et lo primero digo, que nos es representada una splendor de verdat...» (Sigue explicando la alegría del acontecimiento, y, en viniendo a la elección de Bartolomeo de dampnada memoria y de nuestro señor el papa Clement, intenta probar la ilegitimidad del primero y la legitimidad del segundo por tres capítulos:)

«de part de la crueldat et rumor desordenada;

de part de la auctoridat a los cardenales dada;

de part de la magestat al rey por Dios otorgada.

Et cuanto a lo primero, que la dicha crueldat et grant rumor del pueblo de Roma, que se movió contra nos, los cardenales, que habíamos de fazer la elección, hubiemos muy grant miedo et fuimos forzados de fazer contra nuestra voluntat» (Zunzunegui, El reino de Navarra 324-29). Y esto lo afirma categóricamente él, que tantas veces había dicho de sí mismo no haber tenido absolutamente ningún miedo y haber dado su voto libérrimamente. El texto del documento oficial lo publicó Du Boulay, Historia Univers. Par. IV, 648-50. Sobre la técnica del sermón con sus divisiones y subdivisiones rimadas véase L. Mourin, Jean Gerson, prédicateur francais (París 1952) p.287-343.

[56] El gozo de Avignon se refleja en estas palabras del canónigo de Zaragoza y familiar de Benedicto XIII, Martín de Alpartil: «Ispania igitur sic ardenter, sic potenter, sic diligenter ad obedientiam veri pastoris reducta, ad curiam rediens multum honorabiliter et gratanter a domino Clemente et dominis cardinalibus receptus fuit et festivatus» (Chronica actitatorum, ed. Ehrle, 6). Véase a este propósito J. Ríus Serra, El cardenal Zalba: su elogio por el cardenal Pedro de Luna: «Hispania» 4 (1944) 211-243.

[57] Pou y Martí, Visionarios, beguinos 355-96; Ivars, La indiferencia de Pedro IV 55-68; véase arriba n.23. El testimonio de Santa Catalina de Suecia en Rainaldi, a.1379 n.20.

[58] Edición moderna de A. Sorbelli, Il trattato di San Vincenzo Ferrer intorno al grande scisma d'Occidente (Bolonia 1905). Cuando el concilio de Constanza supo que el santo predicador había abandonado a Benedicto XIII, ordenó un Te Deum en acción de gracias.

[59] Infinita es la literatura polémica y de escasa utilidad para el historiador del cisma. Además de los trabajos citados de Bliemetzrieder, véase Finke, Drei spanische Publizisten aus den Anfängen des grossen Schismas: «Spanische Forschungen» 1 (1928) 174-195, donde trata de Mateo Climent, Nicolás Eymerich y San Vicente Ferrer. Un tratadito de P. Tenorio en Bliemetzrieder, Literarische Polemik 71-91. Véase también la n.37. Sobre este doctísimo arzobispo hay una antigua biografía de E. Narbona, Historia de D. Pedro, arzobispo de Toledo (Toledo 1624), y un trabajo reciente de Luis Suárez, Don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, ya citado. El opúsculo de Alfonso Pecha, obispo dimisionario de Jaén, en Rainaldi, a.1379 n. 8-20.

[60] Antes hizo matar al obispo de Aquila por meras sospechas, abandonando en el camino su cadáver insepulto (Niem, De schismate 1,56). Al mismo Niem debemos las otras noticias. Carlos III de Durazzo, a la muerte de Luis I de Hungría, usurpó la corona de los magiares, a la que había renunciado. Mas a los pocos días, el 27 de febrero de 1386, murió asesinado.

[61] A este jubileo vinieron muchos peregrinos franceses aun contra la expresa prohibición del rey. En la cuestión del cisma, Bonifacio no dio ningún paso eficaz y generoso. Por medio del duque Esteban de Baviera prometió a Clemente VII, si renunciaba al pontificado, los honores perpetuos de legado apostólico y vicario general de la Santa Sede en todas las naciones que seguían su obediencia ¡Vana ilusión! (Rainaldi, a.1390 n.6-8). Sobre Bonifacio véase T. de Niem, De schiamate II,6-3I, y Muratori, Rerum ¡tal. script. III-2,832-52.

[62] Martène-Durand, Veterum scriptorum VII p.XXXVIII. Sobre el lujo, gastos y concesiones del papa aviñonés, datos concretos en Valois, II,379-91.

[63] La Epistola Leviathan, publ. en P. Tschackert, Peter von Ailly (Gotha 1877), ap.15-21. Para toda esa literatura consúltese Valois, I,349-94, que publica en apéndice varios poemas franceses. Añadamos aquí la cita de un poema anónimo español, escrito hacia 1390, abogando también por el concilio:

«Yo so un ome simple et de poco saber, con buena entención quiérome atrevera fablar en aquesto, e cómo podría ser que tal cisma podiese algun de remedio haber. En segund me parece, maguer non soy letrado, si Dios por bien toviese, e fuese acordado que se ficiese concilio, segund es ordenado, e el tal caso como éste allí fuese librado. Mas los nuestros perlados, que nos tienen en cura, asaz han que fazer por nuestra desventura en cohechar sus súbditos sin ninguna mesura et olvidar conciencia e la santa Escritura».

Sigue criticando a los nobles y reyes. La cita en I. de Asso, De ibris quibusdam hispanorum rarioribus disquisitio

(Zaragoza 1794). Cf. «Boletín de la Acad. de la Hist.» 93 (1928) 372.
[64] Valois, II,403.

[65] La carta al rey en Denifle-Chatelain, Chartularium Univ. Par. III,617-24; a Clemente VII, ibid., 631-33. El tono de esta carta puede deducirse de las palabras siguientes: «Satis iam, satis hucusque cessatum est, satis tepuimus, satis quievimus, satis exspectavimus. Exurgendum tandem aliquando ad pacem est». Las publicó también, como otros documentos universitarios, Du Boulay, Historia Univ. Par. IV,689-96,699-700.

[66] Publicadas defectuosamente por Puig y Puig, Pedro de Luna ap.3-4 p.448 Y 449. A Pedro de Luna le dice D. Juan I: «Vos rogamos así affectuosamente e de corazón, como podemos, que por reverencia de Dios e de su sta. Esglesia, salut e consolation de cristiandat e bien avenir de vosotros mismos, fagades vos e los otros todo aquello que dignament e saludablement poredes, a final remediamiento de la tribulation e pestilencia sobredita... E seguiendo los virtuosos passos de nuestros altos predecessores, que siempre fueron prestos e devotos a servicio de Dios e de l'Esglesia, faremos lo que de buen princep e católico pertenesce». Fechada el 24 de septiembre, y dos días antes la carta latina a los cardenales.

[67] Balauze-Mollat, Vitae paparum I,541; Rainaldi, a.1394 n.6.

[68] Puig v Puig, Pedro de Luna 33. Sobre su actividad de legado en España (constituciones de la facultad teológica de Salamanca, reforma del clero en los concilios de Palencia y Gerona), Zunzunegui, La legación en España del cardenal Pedro de Luna: «Miscellanea Hist. Pontificiae» II (1943) 83-137, espec. 125-28. Sobre el estudio que fundó en Calatayud, V. Beltrán de Heredia, El Estudio general de Calatayud. Documentos referentes a su institución: «Rev. Esp. Teología» 17 (1957) 205-30. Sobre las peripecias de su pontificado, Alpartil, Chronica actitatorum, toda ella, y la riquísima documentación de Ehrle, Neue Materialien zur Geschichte Peters von Luna: «Archiv f. Lit. und KG» VII,I-310. Sobre sus escritos canónicos, Ehrle, Die kirchenrechtlichen Schriften Peters von Luna: ibid., 515-75. Puede verse además J Dizé, Le dernier pape d'Avignon: «Études» 94 (1903) 356-82.833-57; Benoît XIII á Peñíscola: «Etudes» 95 (1904) 370-92; G. Pillement, Pedro de Luna, dernier pape d'Avignon (París 1955).

[69] El mismo Simon Cramaud, acérrimo adversario de Benedicto XIII, dirá más tarde: «Je jure en ma consciente que si je eusse eu voix á la élection, que je l'eusse voulontiers eleu» (Bourgeois de Chastenet, Nouvelle hist. du concile de Constante [París 1718] 216). Otros testimonios en Haller, Päpstum und Kirchenreform I,525. Haller pone en duda que Luna antes del papado se mostrara nunca partidario de la cesión.

[70] Chronica Caroli VI I.15 c.9.

[71] La carta de la Universidad invitándole a poner en ejecución sus antiguos deseos y propósitos de la unión de la Iglesia, en Du Boulay, Hist. Univ. Par. IV,713-15, Tschacker, Peter von Ailly 91. Pedro de Ailly disertó ante Benedicto XIII con un estilo tan conceptuosamente retórico como el que usaba el propio Luna (véase nt.55):

"Fiet pax ista vera utique et perfecta,

si sit misericordia in affectu, quantum ad inchoationis ingressum

si sit veritas in effectu, quantum ad mediationis progressum;

si sit iustitia in profectu, quantum ad consummationis progressum"

(Douet D'Arcq, Choix de pièces inédites du temps de Charles VI [París 1863] I,145).
[72] Víctor Martin, Les origines du Gallicanisme (París 1939) I,245. Las actas en Martène-Durand, Veterum scriptorum VII,461-65.

[73] Rimado de palacio estr. 211 215 216 794-96: «Bibl. Aut. Esp.» p.481s.550. Los otros embajadores de Castilla eran Fr. Fernando de Illescas, el obispo de Mondoñedo y el Dr. Alfonso Rodríguez. Todos debían presentarse ante Benedicto XIII, según las instrucciones del rey Enrique III, pero sólo el último continuaría el viaje hasta Roma.

[74] Processus tertii concilii tenti Parisius de aneo XCVIII, in quo fuit facta substractio, publ. por Ehrle en «Archiv f. Lit. und KG» 6 (1882) 273-87; Mansi, Concilia XXVI,839-914.

[75] «Non tenetur quis obedire nisi in praeceptis Dei et illis quae sunt ad utilitatem et salutem Ecclesiae... Non debet attendi voluntas papae, sed salus populi... Si papa hac occasione aliquem excommunicaret... in hoc excederet suam potestatem». Citas en V. Martín, Les origines du Gallicanisme I,281. Los discursos fueron pronunciados en francés, pero transcritos allí mismo en latín por Guillermo de Longueil.

[76] Bourgeois de Chastenet, Nouvelle hist. du concile de Constance (Preuves) 72.

[77] Valois, III,192 nt.2. Sin embargo, el Santo no quiso encerrarse con el papa en la fortaleza, porque desaprobaba la resistencia armada.

[78] Gersón, Opera 11,74; Schwab, Johannes Gerson 178; N. de Clemangis, Opera omnia (Leiden 1613) 61-72.

[79] Alpartil, Chronica 140. Era antigua costumbre de los papas llevar consigo la eucaristía en sus viajes (Baluze-Mollat, Vitae paparum 11,752).

[80] Escribe Alpartil: «Et erat [barba] quasi binorum palmorum, quae valde faciem papalem decorabat... Et ipsa deposita, saltim mihi, qui haec scribo, et multis aliis videbatur, quod nec gravitatem nec auctoritatem tantam haberet memoratus papa» (Chronica 140).

[81] Agradecido Benedicto, ordenó públicas procesiones y se mostró generoso en la concesión de diezmos al rey castellano, pero al nombrar arzobispo de la sede toledana a su sobrino Pedro de Luna desagradó al monarca (Valois, III,334).

[82] Martène-Durand, Veterum scriptorum VII,678; Ehrle, Neue Materlalien VII,280. Y el 8 de enero de 1404 expidió cinco bulas prometiendo hacer todo lo posible por la unión de la Iglesia (Rainaldi, a.1404 n.4-6).

[83] Puig y Puig, Pedro de Luna 122-23, con documentación, Valois, III,400.

[84] Alpartil, Chronica 149 y 343. Todo el itinerario lo cuenta Alpartil con abundancia de detalles.

[85] Alpartil (p.152) cuenta la admiración de un alemán que le entendía como si el Santo predicase en tudesco. Lo mismo refiere Clemanges en una carta (Fages, Histoire de Saint Vincent Ferrier I, 185).

[86] Salembier, Le Grand Schisme 209.

[87] Piensa Valois que la cifra de 64 obispos es exagerada. Las actas de este concilio nacional se conservan en el ms.23428 de la Bibl. Nat. de París y sólo en parte han sido publicadas por Bourgeois de Chastenet, Nouv. hist. du concile de Constance; un resumen en Chronica Caroli VI III,465-73.

[88] Salembier, Le Grand Schisme 212.

[89] Rainaldi, a.1406 n.13; a.1407 n.I-2.

[90] «Noster tanquam terrestre animal ad littus accedere, ille tanquam aquaticum, a mari discedere recusabat" (Chronica rerum suo tempore, en Muratori, Rerum ital. script. XIX,926). Las mismas palabras repite Sozomeno de Pistoya en su Specimen historiae: ibid., XVI,1191

[91] H. Papius, Zur Geschichte des Placet: «Archiv f. kathol. Kirchenrecht» (1867) 161-237. Para los abusos cometidos en España, V. La Fuente, Historia eclesiástica de España IV,445; V,77.

[92] Véase Brian Tierney, Foundations of the Conciliar Theory (Cambridge 1955); V. Martin, Les origines du Gallicanisme II,9-84; H. X. Arquillière, L'appel au concile sous Philippe le Bel et la génèse des théories conciliaires: «Revue des Questions historiques» 45 (1911) 23-55; F. Bliemetzrieder, Das Generalkonzil im grossen abendl ändischen Schisma (Paderborn 1904); Seidlmayer, Die Anfänge 172-193.

[93] Advierte que el concilio sólo debe obrar así en casos de extrema necesidad.

[94] J. Haller, Päpstum und Kirchenreform (Berlín 1903) 374. Léase todo el capítulo Der Ursprung der gallikanischen Freiheiten 197-479.

[95] J. Lecler, Qu'est-ce que les libertés de I'Église gallicane?: «Revue de Sciences religieuses" 23 (1933) 387-410.542-68; 24 (1934) 47-85

[96] L. Saltet, Aux origines du Gallicanisme: «Bulletin litt. eccl.» (1913) 193-214; V. Martin, Les origines du Gallicanisme (París 1939) 2 vols.; C. Gérin, Recherches historiques sur I'assemblée du clergé de France (París 1870); Dubruel-Arquilière, Gallicanisme: «Dict. théol. cath.» y «Dict. apolog.».

[97] Mansi, Concilia, passim. Ante el escándalo continuo de los clérigos, se explica que el pueblo llegase a persuadirse, como dice el concilio de Paris de 1429, que la simple fornicación no era pecado mortal: «Illud nefandissimum scelus [concubinatus] in Ecclesia Dei adeo invaluit, ut iam non credant christiani simplicem fornicationem esse peccatum mortale» (Mansi, Concilia 28,1108). De España escribe Vicente de La Fuente: «Durante el siglo XIV se echa de ver la propensión [de los obispos] a la política y a la intriga; en el xv se une a estas debilidades la incontinencia. Apenas hay intriga ni conjuración en que no se vea aparecer el nombre de un obispo» (Historia eclesiástica de España IV,448)

[98] J. Gersón, Dialogus sophiae et naturae super caelibatu sive castitate ecclesiasticorunt: «Opera omnia» II,617-34.

[99] Al ermitaño Telesforo le respondió con una larga refutación Enrique de Langenstein, Contra quendam eremitam de ult¡mis temporibus vaticinantem; B. Pez, Thesaurus anecdotorum novissimus (Augsburg 1721) I-2,505-64.

[100] Fages, Histoire de S. V. Ferrier I ap.LXXVI.

[101] «Maxime circa leges et sectas». (De concordia astronomicae veritatis et narrationis historicae c.60; Salembier, Petrus de Alliaco [Lille 1886] 187.)

[102] N. De Clemanges, Liber de Antichristo, de ortu eius, vita, moribus et operibus, ed. Lydius (Leiden 1613); N. Oresme, De Antichristo; Martène-Durand, Veterum scriptorum IX,1271-1446. T. de Niem trata de los indicios de la próxima venida del anticristo en De schismate III c.41.

[103] Nicolás de Cusa en su Coniectura de ultimis diebus anuncia la victoria del anticristo entre los años 1700-1734, aunque ignora cuánto tiempo durará el mundo. Véase E. Vansteenberghe, Le cardinal Nicolas de Cuse. L'action. La pensée (París 1920) 248-50. San Juan de Capistrano escribe De iudicio universali, esperándolo próximamente, y añade a su publicación algunas profecías de otros sobre el mismo argumento (J. Hofer, Giovanni di Capestrano. Trad. ital. [L'Aquila 1955] 241-42). Sobre profetas y visionarios de esta época, I. Rohr, Die Prophetie im letzten Jahrhundert vor der Reformation: «Hist. Jahrbuch» (1898) 29-56.447-66; I. Doellinger, Die Weissagungsglaube und das Prophetentum in der christlichen Zeit: «Kleinere Schriften (Stuttgart 1890) 450-557, particularmente 533-57.

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