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Audiencia General de los Miércoles
5 de Julio 2000

1. El apóstol Pablo, en la Carta a los Romanos, replantea con estupor un
oráculo del libro de Isaías (cf. 65, 1), en el que Dios llega a decir por
boca del profeta. «Me encontraron los que no me buscaban; me manifesté a
quienes no preguntaban por mí» (Romanos 10, 20). Pues bien, después de
haber contemplado en las catequesis precedentes la gloria de la Trinidad en
el cosmos y en la historia, queremos emprender ahora un itinerario interior
a través de los caminos misteriosos por los que Dios sale al encuentro del
hombre, para hacerle partícipe de su vida y de su gloria. Dios, de hecho,
ama a la criatura plasmada a su imagen y, como el pastor atento de la
parábola (cf. Lucas 15, 4-7), no se cansa de buscarla, incluso cuando se
muestra indiferente o fastidiada por la luz divina, como la oveja que se ha
separado de la grey y se ha perdido en lugares agrestes y llenos de riesgos.

 

Dios da el primer paso

2. Perseguido por Dios, el hombre ya advierte su presencia, ya es irradiado
por la luz que está detrás, a sus espaldas, ya es interpelado por esa voz
que le llama desde lejos. De este modo, comienza a buscar él mismo al Dios
que le busca: buscado se pone en búsqueda; amado comienza a amar. Nosotros
comenzamos hoy a pincelar esta sugerente intersección entre la
iniciativa de Dios y la respuesta del hombre, descubriéndola como
componente fundamental de la experiencia religiosa. En realidad, el eco de
esta experiencia se siente también en algunas voces alejadas del
cristianismo, signo del deseo de la humanidad entera de conocer a Dios y de
ser objetivo de su benevolencia. Incluso un enemigo del pueblo bíblico de
Israel, el rey babilónico Nabucodonosor, que en el año 587-586 a. C.
destruyó la ciudad santa, Jerusalén, se dirigía a la divinidad con estas
palabras: «¿Sin ti, Señor, ¿qué sería de este rey al que tú amas y al que
has llamado por su nombre? ¿Cómo podría ser bueno ante tus ojos? ¡Tú guías
su nombre, lo conduces por la senda recta! (.) Por tu gracia, Señor, de la
que haces partícipes a todos en abundancia, haz que tu excelsa majestad sea
misericordiosa y haz que el temor por tu divinidad habite en mi corazón.
Dame lo que es bueno para ti, pues tú has plasmado mi vida» (cf. G.
Pettinato, «Babilonia», Milán 1994, p. 182).

 

3. Nuestros hermanos musulmanes también testimonian una fe semejante,
repitiendo con frecuencia, a lo largo de su existencia cotidiana, la
invocación que se abre el libro del Corán y que celebra precisamente la
senda por la que Dios, «Señor de lo creado, el Clemente, el Misericordioso»
guía a aquellos a los que infunde su gracia.

La gran tradición bíblica lleva al fiel a dirigirse con frecuencia a Dios
para obtener de él la luz y la fuerza necesarias para realizar el bien. Así
reza el salmista en el Salmo 119: «Enséñame, Señor, el camino de tus preceptos,
yo lo quiero guardar en recompensa. Hazme entender, para guardar tu ley y
observarla de todo corazón. Llévame por la senda de tus mandamientos porque
mi complacencia tengo en ella. (.) Aparta mi mirada de las vanidades, por
tu palabra vivifícame» (versículos 33-35. 37).

4. En la experiencia religiosa universal, y especialmente en la transmitida
por la Biblia, encontramos, por tanto, la conciencia de la primacía de Dios
que se pone en búsqueda del hombre para llevarle al horizonte de su luz y
de su misterio. En un inicio está la Palabra que rompe el silencio de la
nada, la «buena voluntad» de Dios (Lucas 2, 14) que nunca abandona a la
criatura a su suerte.

 

El hombre da el segundo paso

Ciertamente este inicio absoluto no cancela la necesidad de la acción
humana, no elimina el compromiso de una respuesta por parte del hombre, el
cual es solicitado a dejarse alcanzar por Dios y a abrirle la puerta de su
vida; es más, también tiene la posibilidad de cerrarse a estas
invitaciones. En este sentido, son realmente estupendas las palabras que el
Apocalipsis pone en boca de Cristo: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si
alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con
él y él conmigo»» (Apocalipsis, 3, 20). Si Cristo no se pusiera en camino
por las sendas del mundo, nosotros quedaríamos solitarios en nuestro
pequeño horizonte. Por eso, es necesario abrirle la puerta, para que se
siente a nuestra mesa, en comunión de vida y de amor.

 

5. El itinerario del encuentro entre Dios y el hombre tendrá lugar bajo la
égida del amor. Por una parte el amor divino trinitario nos previene, nos
envuelve, nos abre constantemente el camino que conduce a la casa paterna.
Allí, el Padre nos espera para darnos su abrazo como en la parábola
evangélica del «hijo pródigo», o mejor del «Padre misericordioso» (cf.
Lucas 15, 11-32). Por otra parte, a nosotros se nos pide el amor fraterno
como respuesta al amor de Dios: «Queridos --nos exhorta Juan en su primera
carta--, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos
unos a otros (...) Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en
Dios y Dios en él» (1Juan 4, 11.16). Del abrazo entre el amor divino y el
humano florecen la salvación, la vida, la alegría eterna.

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