Tomado de
José M. Bover
Teología de San Pablo
BAC, Madrid, 1967, pp. 461-469.
San Pablo es el Apóstol de la libertad cristiana. Mas para San Pablo, la libertad no es el libertinaje ni la anarquía. A la libertad de la carne opone el Apóstol la ley del Espíritu y del amor; y la libertad social o de acción la refrena o modera con el principio de autoridad eclesiástica, principalmente con el primado de San Pedro. Otra libertad reclaman para sí los protestantes, con mayor obstinación que ninguna otra: la del libre examen, que por natural evolución ha degenerado en la moderna libertad de pensamiento. Sin duda que los protestantes, los conservadores por lo menos, limitan o moderan esta libertad de pensar acatando el magisterio escrito de la Biblia. Pero semejante magisterio escrito, al ser sometido al libre examen, resulta ineficaz e irrisorio. Al interpretar la Biblia según su criterio personal, hacen decir a la Biblia lo que ellos quieren, y, en definitiva, piensan como se les antoja. El verdadero freno moderador de la libertad de pensar en materias religiosas no es ni puede ser otro que la autoridad doctrinal, el magisterio viviente instituido por el mismo Jesucristo. Este magisterio oral y externo se hizo para los protestantes un yugo insoportable, como contrario a la libertad cristiana de pensar.
Y, sin embargo, este yugo lo impuso Jesucristo sobre las cervices de cuantos generosamente se resolviesen a dar fe a su palabra y aceptar su autoridad y su doctrina. Y este yugo lo proclama también y lo impone el Apóstol de la libertad en la misma Carta magna de la libertad cristiana, la Epístola a los Gálatas. Vamos a demostrarlo.
Comencemos por una razón que podemos llamar de experiencia.
San Pablo proclama enérgicamente la unidad o unicidad del Evangelio.. Me maravillo ‑dice‑ de que tan de repente os paséis... a un Evangelio diferente, que... no es otro [Evangelio], sino que hay algunos que os revuelven y pretenden trastornar el Evangelio de Cristo (Gál. 1,6‑7). Y este Evangelio único de Jesucristo es inmutable e intangible; intentar tocarlo o modificarlo es profanarlo y destruirlo sacrílegamente. Por eso prosigue el Apóstol: Aun cuando nosotros o un ángel [bajado] del cielo os anuncie un Evangelio fuera del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes lo tenemos dicho, ahora también lo digo de nuevo: Si alguno os anuncia un Evangelio diferente del que recibisteis, sea anatema (Gál. 1,8‑9). Es que el Evangelio no es un mensaje amorfo, que reciba su determinación o significación concreta de la interpretación subjetiva que se le quiera dar, sino que tiene su verdad objetiva y determinada, a la cual hay que someter la inteligencia. Por esto dos veces habla San Pablo de la verdad del Evangelio (Gál. 2,5; 2,14). Por esto también deben los fieles estar o ponerse de acuerdo sobre la inteligencia del Evangelio, como lo significa el mismo Apóstol, cuando escribe: Confío de vosotros en el Señor que no pensaréis de otra manera de como os tengo dicho (Gál. 5,10; cf. 6,16). Esta unidad y verdad intangible, con la consiguiente conformidad en el pensar, la posee el Evangelio por razón de su origen divino. Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio predicado por mí no es conforme al gusto de los hombres; pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo (Gál. 1,11‑12; cf. 1,16). Los hombres no tienen derecho a desfigurar el Evangelio de Dios.
Tales son los principios doctrinales establecidos por San Pablo. Ahora con estos principios comparemos los hechos.
Por ahora podemos conceder o permitir a los protestantes que el Evangelio de que habla San Pablo se contiene íntegramente en las Escrituras del Nuevo Testamento. Podríamos también conceder, sin dificultad, que en el terreno abstracto de las ideas este Evangelio escrito, uniformemente interpretado, pudiera consiguientemente ser para los fieles principio de uniformidad en el pensar y sentir. Pero, decimos, de hecho ni lo ha sido ni lo es. Es, por tanto, el Evangelio escrito insuficiente para crear o mantener la unidad doctrinal que preconiza el Apóstol. Si Dios, pues, quiso, como evidentemente lo quiso, asegurar la verdad del Evangelio, debió instituir en la Iglesia un magisterio no escrito, esto es, un magisterio viviente y oral. Examinemos a fondo esta razón.
Nos concederán los protestantes que el Evangelio escrito no lo destinó Dios para que fuese entretenimiento de ociosos, ni menos campo de batalla donde se librasen sangrientos combates teológicos que desgarrasen la unidad de la fe, sino para que fuese criterio de verdad y norma de vida eterna para todos los hombres de buena voluntad. Ahora bien: estos designios de Dios jamás se han realizado, siempre se han frustrado; cuando el Evangelio escrito ha sido sometido al libre examen, ha sido aislado del magisterio oral y viviente de la Iglesia. Ahí está para comprobar este hecho el testimonio de la Historia. Ya los Padres de los primeros siglos notaron que todos los herejes pretendían fundar en la Escritura los más disparatados errores, contrarios unos de otros. Y, sin ir tan lejos, ahí esta la historia del protestantismo, antiguo y moderno, que, buscando en solo el Evangelio escrito la doctrina revelada, ha venido a parar en muchos puntos capitales a soluciones contradictorias. Es clásico el ejemplo de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Apelando igualmente al testimonio de la Biblia, Lutero la admitía, Calvino y Zwinglio la negaban. Este fenómeno, constantemente repetido en la Historia, demuestra a todas luces que el Evangelio escrito no podía ser en los planes de Dios el único magisterio que El dejaba a los hombres para conocer la verdad de su divina revelación. A no ser que digamos que Dios ignoraba el resultado de su obra o se complacía en dejar a la pobre humanidad un magisterio ambiguo y enigmático.
En conclusión: el Evangelio escrito, aislado del magisterio viviente, es enigmático y lleva fatalmente a la contradicción y a la discordia; completado por el magisterio oral, es luminoso y lleva suavemente a la concordia y a la unidad. ¿Cuál de estas dos hipótesis es más digna de Dios? ¿Cuál salva mejor el honor de la divina Escritura? San Pablo, a lo menos, que tan ardientemente deseaba y recomendaba la unidad de la fe, no podía imaginar un Evangelio que llevase necesariamente a la contradicción y a la discordia.
Mas no tenemos necesidad de apelar a la lógica para deducir de los principios establecidos por San Pablo la necesidad del magisterio oral, cuando él mismo lo acredita e inculca. Por de pronto, el Evangelio de Cristo, cuya verdad quiere sostener a todo trance, es el Evangelio anunciado a los Gálatas por la predicación oral. Seis veces en la Epístola emplea el Apóstol el verbo evangelizar y siete veces el sustantivo Evangelio. Ahora bien: tanto el sustantivo como el verbo no se refieren, ni una sola vez, exclusiva o preferentemente, al Evangelio escrito, y muchas veces, por no decir siempre, se refieren clara y exclusivamente a la predicación oral; como cuando dice: El Evangelio predicado por mí no es conforme al gusto de los hombres (Gál. 1,11). El Evangelio anunciado por el Apóstol a los Gálatas anteriormente a la Epístola, la primera y la única que les escribió, no puede ser sino el Evangelio oral. Oral era también el Evangelio que poco después menciona: Les expuse el Evangelio que predico entre los gentiles (Gál. 2,2). Cuando San Pablo, hacia el ano 50, exponía a los apóstoles de Jerusalén su Evangelio, no había escrito ninguna de sus cartas (cf. Gál. 1,6; 1,7, 2,5; 2,7; 2,14; 1,8‑9; 1,16; 1,23). Más explícitamente aún alude al Evangelio oral cuando escribe: Sabéis que a causa de una enfermedad de la carne os anuncié la primera vez el Evangelio (Gál. 4,13). Esta importancia y relieve que da San Pablo al Evangelio oral prueba evidentemente no sólo la existencia del magisterio viviente, sino también que el magisterio oral era para el Apóstol el medio normal y ordinario de anunciar el Evangelio. ¿Y dónde después ha dicho San Pablo, ni otro alguno de los escritores inspirados, que, una vez escritos los libros del Nuevo Testamento, éstos suplantaban y abrogaban el magisterio vivo, empleado hasta entonces ordinariamente?
De los textos en que San Pablo, sin emplear la palabra Evangelio, enaltece la predicación oral, sólo citaremos algunos que tienen especial significación.
Después de reproducir, resumido, el discurso de Antioquía, apostrofa así el Apóstol a los Gálatas: ¡Oh insensatos Gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, ante cuyos ojos fue exhibida la figura de Jesucristo clavado en cruz? (Gál. 3,1). Estas palabras tan expresivas muestran que en la predicación oral declaraba el Apóstol con tal viveza y plenitud la palabra de la cruz (1 Cor. 1,18), el misterio de la redención, que parecía trasladar a los oyentes al Calvario para hacerles presenciar la crucifixión y muerte de Jesucristo por los pecados de los hombres. Semejantes visiones de los misterios divinos, ¿perdían su valor y debían olvidarse una vez se escribieran los libros del Nuevo Testamento? Al refrescar su recuerdo, ¿no propone más bien el Apóstol que se conserven y se transmitan a las generaciones sucesivas? ¿Y qué otra cosa es la tradición oral, que los protestantes condenan y los católicos veneran?
Habiendo enumerado las obras de la carne, concluye San Pablo: Os prevengo, como ya os previne, que los que hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios (Gál. 5,21). Aquí el magisterio escrito reproduce y confirma el magisterio oral, el cual, según esta declaración del Apóstol, tiene su valor propio, y lo tendría aun cuando no hubiera sido confirmado Por el magisterio escrito.
Al magisterio oral y oído atribuye exclusivamente San Pablo las efusiones del Espíritu Santo sobre los fieles de Galacia. Dos veces les pregunta: Esto sólo quiero saber de vosotros: ¿recibisteis el Espíritu en virtud de las obras de la ley o bien por la fe que habéis oído?... El que os suministra, pues, el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, [hace eso] en virtud de las prácticas de la ley o bien por la fe que habéis oído? (Gál. 3,2‑5). La fe oída no debía ser anulada por la palabra de Dios escrita; debía subsistir al lado de ésta y podía ser transmitida a otros. De nuevo la tradición oral.
Pretenden los protestantes que el único magisterio auténtico de Dios es el escrito; los textos aducidos hasta aquí demuestran, por el contrario, que también el magisterio oral es en la Iglesia (con las debidas condiciones, claro está) magisterio auténtico de Dios. Mas no se contenta San Pablo con atestiguar y acreditar la legitimidad de entrambos magisterios; declara, además, que el magisterio escrito es secundario respecto del oral, que es el principal. Después de agotar todos los recursos de su persuasiva elocuencia, ya terriblemente acerba y sacudida, ya inefablemente blanda y halagadora, no satisfecho de haber expresado fielmente su pensamiento o temeroso de no ser comprendido por los Gálatas, les dice por fin: Quisiera ahora hallarme presente entre vosotros y variar [los tonos de] mi voz, pues no sé qué hacerme con vosotros (Gál. 4,20). Como quien dice: la palabra escrita es incapaz de reproducir fielmente el pensamiento; y, aun cuando lo fuese, yo no sé la impresión que os va causando cada una de las cosas que os voy escribiendo; si os hablase cara a cara, daría yo a mi voz tonos y vibraciones que os revelarían los sentimientos íntimos de mi corazón, y a medida que viese la impresión que os hacían mis palabras, os diría esto o aquello, y os lo diría de este modo o del otro, con tono imperativo o con voz insinuante y amorosa.
Reflexionemos unos instantes sobre esta declaración del Apóstol.
A ser posible, en vez de apelar al lenguaje muerto de una carta, San Pablo hubiera preferido hallarse personalmente entre los fieles de Galacia y hablarles de viva voz. Apela al recurso de la carta, porque entonces le era imposible ir a Galacia; apela al magisterio escrito, porque le era entonces imposible el magisterio oral; redacta una carta inspirada en sustitución y como suplemento de la predicación o enseñanza oral. Este hecho significativo manifiesta que en la propaganda y defensa del Evangelio, el medio primario, normal y ordinario es el magisterio viviente, es la enseñanza oral. Y esta economía de la primitiva predicación evangélica no ha sido modificada; subsiste y subsistirá perpetuamente en la Iglesia de Jesucristo. Y esto por dos razones importantísimas. Porque, primeramente, este cambio de economía o de procedimientos, como cosa tan esencial y de tan graves consecuencias, debería haberse notificado o promulgado con claridad inequívoca; más aún, dentro de los principios protestantes, debería constar en la Escritura. Ahora bien: semejante cambio de economía o de táctica en la predicación del Evangelio no se nos ha intimado ni insinuado ni en la Escritura ni en ninguna otra parte. Subsiste, por tanto, no sólo la legitimidad, sino también la preponderancia del magisterio oral sobre el escrito. Además, en vida de los apóstoles era posible el magisterio escrito, divinamente inspirado, que subsanase la falta o la imposibilidad del magisterio oral; muertos los apóstoles, cesó ya este recurso suplementario. Luego el magisterio oral, necesario en tiempo de los apóstoles, lo es mucho más después de su muerte.
Otra consecuencia importantísima se desprende de la declaración del Apóstol y de todo el tenor de la Epístola a los Gálatas. Sin los manejos de los judaizantes, y sin la imposibilidad de ir entonces el Apóstol a Galacia, no se hubiera escrito jamás esta Epístola. Esto demuestra el origen circunstancial y el carácter ocasional de la Epístola a los Gálatas, y lo mismo pudiéramos decir de muchos y aun de todos los escritos del Nuevo Testamento. Los protestantes se revuelven contra los católicos, y aun nos tratan de sacrílegos, porque señalamos el carácter ocasional de muchos escritos neotestamentarios. Pero la historia de estos escritos y las declaraciones mismas de sus autores inspirados no dejan lugar a duda sobre la verdad de este hecho capital. Ahora bien: si esto es así, como lo es, ¿podrán hacernos creer jamás los protestantes que escritos ocasionales y accidentales constituyen el único magisterio divino, ni siquiera el primario o principal? O si no, que lo prueben, y que lo prueben por la Escritura, y que lo prueben con toda evidencia, como exige la gravedad del caso.
Otra lección importantísima nos suministra la Epístola a los Gálatas. El Apóstol había predicado en Galacia, y, a lo que parece, dos veces (Gál. 4,13), y les había expuesto con toda amplitud principalmente el misterio de la redención. A pesar de ello, bastaron las pérfidas insinuaciones de unos intrusos y falsos hermanos para hacer vacilar o poner en grave riesgo la fe de los Gálatas, precisamente en la eficacia de la redención de Cristo. Estas perversas sugestiones de falsos apóstoles empeñados en trastornar el Evangelio de Cristo (Gál. 1,7), con el consiguiente escándalo y peligro de los fieles, ¿no habían de repetirse en la Iglesia después de la muerte de los apóstoles? Ahí está la historia de las herejías. Y, en medio de esas crisis, ¿debía quedar la Iglesia desprovista de una autoridad doctrinal que desenmascarase a los falsos apóstoles y sostuviese la fe vacilante de los fieles? Dicen, sin duda, los protestantes que en la Escritura se halla ya fijada definitivamente la doctrina de los apóstoles y la verdad revelada, y que a su luz pueden desenmascararse y refutarse todas las herejías. ¿De veras? ¿Es que olvidan los protestantes que precisamente en la Escritura se apoyaban, generalmente, los herejes ‑los que ellos, si son cristianos, deben calificar de herejes‑ para sostener sus herejías? Se presenta, por ejemplo, Arrio, y con aquel texto de San Pablo que llama a Jesucristo primogénito de toda la creación (Col. 1,15) pretende negar la divinidad del Salvador. Hay, sin duda, en la Escritura numerosos textos que demuestran la divinidad de Jesucristo; mas también hay otros que parecen desconocerla. Si no existe en la Iglesia otro magisterio divino auténtico fuera de la Escritura, entregada al libre examen de cada uno, deben los fieles, para mantener la incolumidad de su fe, entregarse al estudio de todos los pasajes de la Escritura relativos a la divinidad de Jesucristo, comparando entre sí escrupulosamente los textos, a primera vista discordantes, para armonizarlos y sacar en limpio la verdad revelada. Y semejante estudio, hoy día sobre todo, cuando son desconocidas para la inmensa mayoría de los fieles las lenguas originales de la Escritura, ¿cuántos fieles son capaces de hacerlo por sí mismos? ¿Y la fe de la gran mayoría de la Iglesia ha de depender de la inteligencia personal de la Escritura, tan erizada de dificultades espinosísimas, expuesta, además, a las pérfidas sugestiones de los falsos apóstoles, más hábiles, por desgracia, generalmente que los hijos de la luz? Y, sobre todo, ¿dónde se dice en la Escritura que éste sea el medio, y medio único, de hallar y de mantener la fe?
No salgamos de la Epístola a los Gálatas. Es proverbial la enorme dificultad exegética de esta Epístola, de estilo entrecortado, tembloroso, palpitante. Y no son mucho más fáciles, ni lo eran cuando fueron escritas, según el testimonio de San Pedro (2 Pe 3,16), las demás Epístolas de San Pablo. ¿Y es de creer que semejantes escritos, en que tropiezan a cada paso los exegetas de oficio, sean para la universalidad de los fieles el magisterio principal, definitivo y único de Dios? ¿Es que los hombres sencillos e incultos, aquellos precisamente a quienes, según la palabra de Jesucristo (Mt. 11,25), revela sus misterios el Padre celestial, han de quedar excluidos del reino de Dios? Credat Iudaeus Apella. Los católicos sentimos más altamente de la bondadosa providencia de Dios, que ha puesto al alcance de todo hombre de buena voluntad, por medio del magisterio viviente, a todos asequible, el conocimiento de la verdad revelada en toda su pureza e integridad, inasequible para la inmensa mayoría de los hombres, si no para todos, en el estudio personal de la Escritura.
Otro carácter de la Epístola a los Gálatas, y de otras epístolas de San Pablo, por no decir todas, es su tono polémico y batallador, y, consiguientemente, apasionado. Ahora bien: nadie ignora que en las discusiones acaloradas, aun cuando se desee sinceramente defender la verdad, es natural y necesario dar a las verdades negadas por el adversario un relieve que no se le daría en la exposición sosegada de la verdad. A este mayor relieve de una parte de la verdad se añade el dejar, como en la sombra, la otra parte, admitida por el contrincante. ¿Y quién dudará que esta manera, legítima ciertamente en las controversias, de proponer la verdad puede dar pie a torcidas inteligencias? Y una enseñanza necesariamente fragmentaria y abultada de la verdad, expuesta por añadidura a fatales equivocaciones, ¿puede ser el magisterio definitivo y, menos, único de Dios a la generalidad de los hombres? Imposible creerlo.
Otras consideraciones aun podríamos hacer valer; pero no hay por que insistir más en cosa tan clara, que solos los prejuicios, la parcialidad y la pasión han podido enturbiar. Un pormenor no queremos omitir, por cuanto se refiere a la libertad cristiana. Escribe el Apóstol: ¿Cómo os tornáis de nuevo a los rudimentos impotentes y miserables, a los cuales de nuevo queréis otra vez servir como esclavos? ¡Andáis observando los días, los meses, las estaciones, los años! (Gál. 4,9‑10). Con estas palabras pretenden los protestantes desacreditar, si no los dogmas, por lo menos ciertas prácticas de la devoción católica basadas en el ritmo de los días, fiestas, etc. Permítasenos aquí una breve digresión, no del todo ajena a nuestro objeto, sobre una denominación en particular, los adventistas del séptimo día. Esta secta, o cúmulo de sectas, tiene como uno de sus dogmas fundamentales y característicos el solemnizar el sábado en vez del domingo. Aplicando, aunque mal en este caso, el principio protestante de que, rechazada toda tradición, hay que atenerse estrictamente a lo que dice la Escritura, puesto que en la Escritura se manda celebrar el sábado, y este precepto, según ellos, en ninguna parte de la misma Escritura ha sido abolido, queda en pleno vigor el mandamiento de la ley y, en consecuencia, hay que celebrar no el domingo, sino el sábado. Notemos de paso el curioso fenómeno de este protestantismo judaizante. Los que tanto odio mostraron contra los judíos, los que tan duramente impugnaron a la Iglesia Romana por haber, según ellos, reincidido en el judaísmo, ahora condenan una práctica tan cristiana como es la celebración del domingo para abrazar otra práctica tan esencial y característicamente judaica como es la celebración del sábado. Contra éstos, que no contra los católicos, recae aquella sentida querella de San Pablo, que se refiere precisamente a las fiestas Judaicas: ¡Andáis observando los días, los meses, las estaciones, los años! (Gál. 4,10). Celebrar fiestas judaicas con espíritu judaico, esto es lo que se opone a la libertad cristiana, preconizada por el Apóstol; no el celebrar fiestas cristianas con espíritu cristiano, esto es, con libertad de espíritu, sin esclavizarse a la práctica externa y sin sombra de superstición.
Escribe el Apóstol: Hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la [esposa] libre. Cristo nos ha libertado para [que gocemos de] la libertad, Manteneos, pues, firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud (Gál. 4,31‑5,1; cf. 1,4; 2,4; 4,1‑30; 5,13; 5,18; etc.). Los católicos acatamos reverentes y acogernos regocijados esta palabra de Dios y este beneficio de Jesucristo. Somos libres, y nos gozamos de vivir en libertad. Mas no por esto olvidamos aquellas otras palabras del mismo Apóstol: Vosotros habéis sido llamados a la libertad, hermanos; solamente no [toméis] esa libertad como pretexto para [soltar las riendas a] la carne, sino que por la caridad os habéis de hacer esclavos los unos de los otros (Gál. 5,13). Juntamente con la libertad admitimos los frenos con los cuales ha querido Dios moderarla o limitarla. Por esto, si rechazamos, como manda el Apóstol, el yugo de la ley mosaica, en cambio nos sometemos gustosos, como manda el mismo Apóstol, al yugo suave de la ley de Cristo (Gál. 6,2); y si admitimos el valor justificante de la fe, nos sometemos igualmente a los ritos sacramentales como instrumentos de justificación. Por esto también, si, rescatados con el precio de la sangre de Jesucristo, tenemos a gloria no hacernos esclavos de los hombres (1 Cor. 7,23), acatamos, empero, la autoridad divina de Jesucristo, así en su persona como en la de los representantes suyos que El ha dejado en su lugar en la Iglesia. Por esto, finalmente, si admitimos el magisterio divino de la Escritura, junto con la unción interna del Espíritu Santo (1 Jn. 2,20; 2,27), admitimos también como auténticamente divino el magisterio viviente y oral que Jesucristo ha instituido en su Iglesia. Si recibimos de Jesucristo el don precioso de la libertad, no es razón rechazar los frenos con que El ha querido moderarla o limitarla. Estos frenos moderadores, la ley de Cristo, los sacramentos, la autoridad y el magisterio de la Iglesia, el mismo Apóstol de la libertad los preconiza en su Carta magna de la libertad cristiana. Al fin, con ellos no nos sometemos a los hombres, sino al mismo Dios. Y someterse a Dios, ser esclavo de Dios, es condición necesaria y complemento de la verdadera libertad, de la libertad cristiana.
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