Nota previa: este tratadito de Santo Tomás de Aquino, poco conocido, es una verdadera joya de la espiritualidad católica. Trata sobre los obstáculos que normalmente encuentra quién se decide a seguir a Cristo en pobreza, castidad y obediencia, es decir, como miembro de una orden o familia religiosa. A pesar del paso del tiempo (Santo Tomás vivió en el siglo XIII), las realidades fundamentales no han cambiado: el diablo buscará mil artimañas para evitar que una persona se entregue a Dios en la vida consagrada. El lector podrá distinguir sin dificultad lo que es permanentemente válido de aquello que se refiere a circunstancias históricas exclusivas del tiempo de Santo Tomás, y de aquello que pertenece a la retórica de aquel tiempo.
CAPÍTULO I: PREFACIO DEL AUTOR
El fin de la religión cristiana consiste principalmente, a nuestro parecer, en apartar a los hombres de las cosas terrenas y hacerlos tender a las espirituales. De ahí que Jesús, autor y término de la fe, al venir a este mundo predicara a sus fieles con el ejemplo y la palabra, el desprecio de las cosas del siglo. Con el ejemplo, pues como dice San Agustín, el Señor Jesús hecho hombre despreció todos los bienes terrenos para enseñarnos a despreciarlos, y soportó todos los males terrenos que mandaba soportar, para que ni en aquéllos se busque la felicidad, ni en éstos se tema la infelicidad. Nació de una madre que, aunque haya concebido sin conocer varón y permaneciendo siempre virgen, estaba desposada con un obrero, borrando así todo título de nobleza según la carne. Nació en Belén, la más pequeña entre las ciudades de Judá, para que nadie se gloriase de la grandeza de la ciudad terrena. Se hizo pobre aquél cuyas son todas las cosas y por quien todas las cosas fueron hechas, para que nadie se enorgullezca de las riquezas terrenas. No quiso ser proclamado rey por los hombres, para mostrarnos el camino de la humildad. Tuvo hambre el que a todos alimenta; tuvo sed el que creó toda bebida; se cansó de caminar quien se hizo por nosotros camino del cielo; fue crucificado quien puso término a nuestros tormentos; murió quien resucitó a los muertos.
Todo esto lo enseñó también de palabra, puesto que al comenzar su predicación, no prometió reino terreno alguno, sino el reino de los cielos para los que hicieran penitencia. Fundó la felicidad primera de sus discípulos en la pobreza de espíritu, a la cual señala como el camino de la perfección al responder a la pregunta del joven: Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; ven, después, y sígueme (Mt 19,21) y éste es el camino que siguieron los discípulos, como si nada poseyesen temporalmente, pero poseyéndolo todo espiritualmente por la virtud. Con tener lo necesario para alimentarse y vestirse, ya estaban contentos. Pero el diablo, el enemigo de la salvación humana, desde tiempos antiguos procura por medio de los hombres carnales, enemigos de la Cruz de Cristo, aficionados a lo terreno, estorbar tan piadosas como saludables aspiraciones.
Dice San Agustín: "Los hombres, las mujeres, toda edad y toda dignidad han sido transformados en vista a la vida eterna. Unos, desechando los bienes temporales, vuelan a los divinos. Otros aprueban las virtudes de quienes así proceden y alaban lo que no se atreven a imitar. Pero existen aún unos pocos murmuradores, atormentados por una envidia tonta, son los que buscan en la Iglesia sus propios intereses aunque en apariencia sean católicos; o buscan su gloria valiéndose del nombre de Cristo siendo en realidad herejes". Y bien, herejes de esta clase surgieron muchos desde antiguo y en diversos lugares, sobresaliendo con igual extravagancia Joviniano en Roma y Vigilancio en la Galia, lugares que se habían visto anteriormente libres del monstruo del error. Con manifiesta perfidia pretendía el primero equiparar el matrimonio a la virginidad, y el segundo las riquezas a la pobreza, desautorizando, en cuanto estuviese en sus manos, los consejos del Evangelio y de los Apóstoles. En efecto, si las riquezas se han de equiparar a la pobreza y el matrimonio a la virginidad, Nuestro Señor hubiese aconsejado en vano practicar la pobreza y su Apóstol guardar la castidad.
El insigne doctor San Jerónimo refutó eficazmente a ambos. Pero, como se lee en el Apocalipsis, una de las cabezas de la bestia que parecía muerta, se ha curado de su herida mortal, porque surgen en la Galia nuevos Vigilancios que de mil maneras y con toda astucia alejan a los hombres de la observancia de los consejos. He aquí sus doctrinas:
1) Ninguno debe obligarse por el ingreso a la vida religiosa, a la observancia de los consejos, sin haberse ejercitado antes en la observancia de los mandamientos.
Y con esto obstruyen el camino de la perfección a los niños, a los pecadores y a los recién convertidos a la fe.
2) Nadie debe seguir el camino de los consejos sin haber requerido el consejo de muchos.
A nadie que piense rectamente puede pasar inadvertido el grave obstáculo que acarrea esto a quienes desean alcanzar la perfección, teniendo en cuenta que los consejos de los hombres carnales, que tan numerosos son, alejan a los hombres de las cosas espirituales con mayor facilidad que para atraerlos.
3) Sus esfuerzos se dirigen sobre todo a impedir que los hombres se obliguen a ingresar a la vida religiosa.
Con lo cual quitan de por medio esa obligación que afianza al alma en su propósito de abrazar el camino de la perfección.
4) Por último procuran de mil maneras y sin ningún escrúpulo, rebajar la perfección de la pobreza.
Este malvado intento tiene un antecedente en la actitud de Faraón, quien reprendiendo a Moisés y a Aarón que querían sacar de Egipto al pueblo de Dios les dijo: "¿Cómo es que vosotros, Moisés y Aarón, distraéis al pueblo de sus tareas?" Y Orígenes comenta: "Hoy también si Moisés y Aarón, es decir, una voz profética y sacerdotal, indujese a un alma al servicio de Dios, a salir del mundo, a renunciar a todo lo que posee, a consagrarse al estudio de la ley y de la palabra de Dios, al punto oiréis decir a los amigos de Faraón, que piensan como él: Ved cómo seducen a los hombres y pervierten a los adolescentes... Estas eran entonces las palabras de Faraón; éstas repiten hoy sus amigos". Estos son los consejos, con los que no pretenden otra cosa que interrumpir la marcha de los que tienden a la perfección.
Decía Salomón que no hay consejo que valga contra Dios. Confiados, pues, en su auxilio, con armas espirituales confirmadas con el poder de Dios, procuremos rebatir estas opiniones y su arrogante presunción de levantarse contra la ciencia de Dios. Por lo tanto, en cada uno de los puntos propuestos, procederemos en el siguiente orden: Primero expondremos las razones en que quieren fundar su doctrina. Procuraremos después demostrar por qué y cómo cada uno de estos puntos van contra la verdad -que es conforme a la piedad-. Por último probaremos que las razones invocadas para confirmar sus opiniones son ineficaces y sin sentido.
CAPÍTULO II: OBJECIONES
"Para ser admitido en la vida religiosa es necesario haber observado antes los mandamientos".
De muchas maneras quieren nuestros adversarios probar que nadie debe emprender el camino de los consejos sin haberse ejercitado antes en la observancia de los mandamientos.
1) Nuestro Salvador, cuando dio el consejo de pobreza, puso al joven la condición previa de que si quería entrar en la vida eterna, guardara los mandamientos y recién cuando le confesó haberlos observado desde su adolescencia, le dio el consejo de pobreza. Parece por lo tanto que la observancia de los mandamientos debe preceder a la de los consejos.
2) Sobre aquel lugar de San Mateo (28,20): Enseñándoles a observar todas las cosas que os he mandado, comenta San Beda: "Orden razonable. Primero hay que enseñar al discípulo; después impregnarlo con los misterios de la fe, y recién instruirlo en la guarda de los mandamientos". Por consiguiente, el haber guardado los mandamientos en condición previa para iniciarse en los consejos.
3) En el Salmo (118,104), se lee: Por tus mandamientos he tenido inteligencia. "No digo, -comenta la glosa-, que entiendo tus mandamientos, sino: por medio de tus mandamientos, porque guardándolos llegó éste a la suma sabiduría". Idéntica conclusión.
4) Sobre aquello del Salmo (130): Como el niño recién destetado en los brazos de su madre dice la glosa: "Así como se distinguen cinco etapas en la procreación y nutrición carnal, así también en la espiritual. Primero somos concebidos en el seno; luego nos alimentan allí mismo que nos den a luz; desde entonces somos llevados en brazos de nuestra madre y alimentados con leche hasta que destetados ya nos sentamos a la mesa del padre... La Santa Iglesia observa estas cinco etapas. En efecto, en los miércoles de la cuarta semana la Iglesia concibe, por así decirlo, a sus hijos, pues en este tiempo por los exorcismos y la enseñanza de la doctrina cristiana se instruyen en los rudimentos de la fe. Después son alimentados en el seno de la Iglesia hasta el Sábado Santo en que son dados a luz por el Bautismo. Desde entonces la Iglesia los lleva en sus brazos y los alimenta con leche hasta Pentecostés. Durante este tiempo no se les impone nada extraordinario como levantarse a medianoche y ayunar. Pero una vez destetados comienzan a ayunar y a practicar ciertas cosas más dificultosas".
Muchos hay que pervierten este orden imitando a herejes y cismáticos, privándose de la leche antes de tiempo, con lo que se ocasionan la ruina. Ahora bien, es mucho más difícil observar los consejos que los mandamientos. Por consiguiente, el comprometerse a practicar los consejos sin haber practicado los mandamientos es hacer las cosas al revés y exponerse a la herejía o al cisma.
5) Lleva a la misma conclusión el orden que el Salvador observó en los milagros con que alimentó a las muchedumbres: primero sació a cinco mil hombres con cinco panes y dos peces (Mt 14). Luego a cuatro mil con siete panes y siete pecesitos (Mt 15). Los cinco mil hombres simbolizan a los que en su vida seglar saben usar rectamente los bienes exteriores, y los cuatro mil son los que renuncian completamente al mundo, agraciados con los siete panes, es decir, con la perfección evangélica, y confortados con la gracia espiritual. Por consiguiente, antes de abrazar la perfección de los consejos, es necesario nutrirse con la observancia de los mandamientos.
6) San Jerónimo dice al principio de su comentario a San Mateo: "Cuatro son las cualidades de que están estructurados los Evangelios: preceptos, mandamientos, testimonios y ejemplos. A los preceptos responde la justicia; a los mandamientos, la caridad; a los testimonios, la fe y a los ejemplos, la perfección". Por consiguiente hay que proceder de la justicia de los preceptos a la perfección de los ejemplos, la cual parece referirse a los consejos.
7) Dice San Gregorio en el libro de la Moral: "Después de su enlace con Lía, Jacob se llegó a Raquel; porque el varón perfecto se abraza primero con la fecundidad de la vida activa y se une luego con el reposo de la vida contemplativa". Ahora bien, el estado religioso, en el cual se practican los consejos, es un estado de vida contemplativa; los mandamientos en cambio, nos orientan a la vida activa. "He aquí la vida activa", dice una glosa comentando el capítulo diecinueve de San Mateo en que se enumeran los preceptos de la Ley; y sobre el pasaje del mismo capítulo: Si quieres ser perfecto dice: "He aquí la vida contemplativa". Como se ve, no hay que pasar al estado religioso sin haberse ejercitado antes en la vida activa por la observancia de los mandamientos.
8) Comentando un texto de Ezequiel, dice el mismo San Gregorio: "Nadie se hace muy bueno de repente. Quien sinceramente se convierte comienza practicando las cosas pequeñas para llegar a las grandes". Aquí parece que llama cosas pequeñas a los preceptos del decálogo y grandes a los consejos, que pertenecen ya a la perfección, pues dice San Agustín en su tratado sobre el Sermón de la Montaña: "Los preceptos contenidos en la ley se llaman pequeños; lo que dirá Cristo serán las cosas grandes". Por lo tanto, no hay que comprometerse en grandes empresas, esto es, en los consejos, sin previo ejercicio en otras menores, es decir, en los mandamientos.
9) San Gregorio (Decretis, dist. XLVIII, cap. Sicut.) dice: "A las paredes recién construidas, como sabemos, no se las carga con el peso de los travesaños antes de haberse secado; pues si recibieran este peso antes de adquirir solidez, se vendría abajo todo el edificio".
10) En el mismo lugar: "Se expone a una gran desgracia quien queriendo subir a un monte muy alto, se va por lo escarpado en lugar de ir por la pendiente más suave". Muy peligroso es pues, pretender alcanzar la tan elevada perfección de los consejos sin haberse ejercitado en los grados inferiores, o sea en los mandamientos.
11) En un orden de naturaleza, los mandamientos son anteriores a los consejos puesto que son más generales; mas no a la inversa, es decir, que sean anteriores los consejos, por cuanto se pueden guardar los mandamientos sin practicar los consejos, pero no practicar los consejos sin guardar los mandamientos...
Conclusión: Tender a los consejos sin un hábito adquirido en la guarda de los mandamientos, es pervertir el recto orden.
12) Si los consejos precedieran a los mandamientos, en manera alguna se podrían salvar quienes no practiquen los consejos, pues según este principio no podrían guardar ni los mandamientos.
Estos son los argumentos más gastados para probar que nadie puede abrazar el estado de perfección en la vida religiosa sin haber guardado habitualmente los mandamientos.
CAPÍTULO III: EN EL CASO DE LOS NIÑOS
Tratándose aquí una cuestión moral, debemos estudiarla bien para ver si en su solución hay algo que no esté de acuerdo con las buenas costumbres, que es precisamente lo que afirmaremos de la doctrina de nuestros adversarios.
Hay tres géneros de hombres no habituados a la observancia de los mandamientos. En primer lugar los niños, que por su corta edad no pueden tener ese hábito. En segundo lugar, los recién convertidos a la fe, antes de lo cual no puede haber hábito alguno en los mandamientos porque Todo lo que no es según la fe, es pecado (Rm 14, 25) y Sin fe es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6). Por último, los pecadores que han pasado la vida en el pecado. En cualquiera de estos casos la afirmación contraria es abiertamente falsa.
La tesis contraria no vale en el caso de los niños: como en toda profesión y oficio, el hombre adquirirá, ingresando en la vida religiosa, un hábito sólido y arraigado en las virtudes propias de ese estado. Ejemplo de los santos y de Nuestro Señor.
Si la práctica de los preceptos debiera preceder necesariamente al camino de los consejos emprendido en el ingreso a la religión, sería una cosa irracional, que la Iglesia no podría aprobar, el que los padres ofrezcan a Dios a sus hijos de corta edad, para ser educados en la observancia de los consejos antes de que puedan ejercitarse en la práctica de los mandamientos. Ahora bien, las costumbres de la Iglesia, cuya autoridad tiene gran peso, y numerosos pasajes de la Escritura, establecen lo contrario.
En efecto, dice San Gregorio (XX, q. 1, Cap. Addidistis): "Si el padre o la madre sometieran a su hijo o su hija, niños todavía, a la disciplina regular dentro de un monasterio, una vez que pasen éstos los años de la pubertad ¿les será lícito salir y unirse en matrimonio? Rehusamos dar una respuesta". Poco importa al caso presente en la forma en que está planteado, que estén o no obligados a la observancia regular para siempre, pues si el haber guardado los mandamientos fuera condición necesaria para practicar los consejos, en ningún caso sería lícito someter a la observancia regular a quienes no hayan cumplido esta condición.
Esta costumbre de consagrar los niños a la religión está confirmada no sólo por numerosas leyes eclesiásticas, sino también por el ejemplo de los Santos. Narra San Gregorio en el libro segundo de los Diálogos que "Comenzaron a reunirse con el bienaventurado Benito ciudadanos nobles y piadosos de Roma, y a entregarle sus hijos para que los criase en el servicio de Dios Omnipotente. En esta ocasión y con este buen propósito entregó Eutiquio a su hijo Mauro, y Tertulo Patricio a su hijo Plácido. El jovenzuelo Mauro, en virtud de sus excelentes costumbres, fue ayudante del Maestro; y Plácido estaba aún en la infancia". El mismo San Benito, como narra San Gregorio en el libro citado, siendo todavía niño abandona el estudio de la literatura, su casa y los bienes paternos; y no deseando sino agradar a Dios, sólo procuró vivir santamente.
Y aun podemos descubrir el origen de esta costumbre en los mismos Apóstoles. En efecto dice Dionisio al fin de la Jerarquía Eclesiástica: "Los pequeñuelos, elevados a una vida superior, se habituarán a vivir santamente, inmunes de todo error y exentos de toda impureza. De esto se dieron cuenta nuestros divinos jefes y creyeron oportuno recibir a los niños". Y aunque aquí hable Dionisio de la admisión de los niños en la religión cristiana por el bautismo, con todo la razón allí aducida vale también para nuestro propósito, porque en ambos casos hay que educar a los niños en aquellas cosas que han de observar luego, para que se habitúen a ellas.
Investigando más atrás todavía, encontramos apoyando nuestras tesis la autoridad del mismo Señor. En efecto se lee en San Mateo (19,13) que Presentaron a Cristo ciertos niños para que pusiese sobre ellos las manos y orase; mas los discípulos les reñían. Jesús, por lo contrario, les dijo: Dejad en paz a los niños y no les estorbéis que vengan a Mí, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos. San Jerónimo observa: "Si se aparta de Cristo a la niñez inocente, ¿quién merecerá acercarse a Cristo? ¿Pues si han de ser santos, por qué impedir a los hijos llegarse al Padre? Y si han de ser pecadores ¿por qué pronunciáis la sentencia de condenación antes de ver la culpa?" Si es evidente que el camino de los consejos nos acerca tanto a Cristo según aquello de San Mateo (19, 21): Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme, ¿con qué razón se ha de impedir a los niños acercarse a Cristo por la observancia de los consejos? Hay con todo, muchos que, como dice Orígenes comentando el pasaje citado, antes de tener claro discernimiento de cómo se han de usar los derechos para con los niños, censuran a los que por la simplicidad de su doctrina consagran a Cristo a los niños y a otros menos instruídos aún. El Señor en cambio, exhortando a sus discípulos, hombres ya maduros, a ser condescendientes en provecho de los niños, les dice, a fin de que se hiciesen como niños, para con los niños, para ganar a los niños: De los que son como ellos es el reino de los cielos. Y Él mismo, siendo Dios, se hizo niño. Debemos pues tener esto presente, no sea que presumiendo poseer una sabiduría superior, despreciemos, jactándonos de grandes, a los pequeños de la Iglesia impidiendo a los niños llegar a Jesús.
Retrocediendo un poco más, leemos en San Lucas (1,80) de San Juan Bautista: El niño iba creciendo y era confortado en espíritu hasta el día que se manifestó a Israel. "El futuro predicador de penitencia -comenta San Beda-, para poder con más libertad enseñar a sus discípulos y apartarlos de las vanidades del mundo, pasó su juventud en el desierto; no fuera que, como dice San Gregorio Niceno, habituándose a esas engañosidades que entran por los sentidos, incurriese en alguna confusión o error acerca de la elección del verdadero bien. Por eso fue elevado a un grado tal de gracia, que sobrepujó a todos los profetas, pues viviendo castamente, sin el aguijón de las pasiones, conformó desde el principio al fin sus deseos a los designios de Dios".
Como se ve, no sólo es lícito, sino muy conveniente para merecer mayores gracias, abandonar el mundo desde la niñez y vivir en el desierto de la vida religiosa: Bueno es para el hombre haber llevado el yugo desde su mocedad, dice Jeremías (Lm 3,27). Y asigna como motivo: Se estará quieto y callado porque lo llevó sobre sí. Esto da a entender que quienes se elevan sobre sí mismos llevando el yugo de la religión desde su adolescencia, se hacen más aptos para las observancias de la vida religiosa, la cual consiste en el descanso de los afanes del mundo y el silencio de los tumultos de las gentes. La senda por la cual comenzó el joven a andar, esa misma seguirá también cuando viejo, dicen los Proverbios (22,6). Por eso San Anselmo, en el Libro de las Semejanzas compara con los ángeles a los que vivieron en el monasterio desde su niñez; y con los hombres, a los que se convierten en la edad madura.
Además de la autoridad de la Escritura, podemos probar también nuestra tesis con la doctrina de los filósofos. Aristóteles, en el libro segundo de la Ética: "No es indiferente -dice- ser educado desde la niñez de tal o cual manera. La educación en gran parte, o casi toda -es decir en su totalidad- consiste en habituar al hombre desde su niñez, en lo que ha de hacer toda la vida". Y en el libro octavo de la Política: "Es preciso que el legislador se preocupe de la formación de los jóvenes, a quienes se debe educar en aquellas actividades que estén de acuerdo con las cualidades de cada uno".
Otra prueba: El común proceder de los hombres. Los hombres, en efecto, son dedicados desde su niñez a aquellos oficios o artes que han de seguir toda su vida. Los que han de ser clérigos, por ejemplo, son educados desde su niñez en el clero. Los que han de ser soldados, es necesario que se ejerciten en la milicia desde la juventud, como dice Vegencio en su obra Del Arte Militar. Los que han de ser artesanos, deben aprender su oficio desde la niñez. ¿Y por qué fallará la regla sólo tratándose de los futuros religiosos, pretendiendo que no se deben ejercitar en la vida religiosa desde su niñez? Por el contrario, es menester que cuanto más difícil de realizar es una empresa, tanto más se debe el hombre acostumbrar a sobrellevarla desde la niñez.
Conclusión evidente: con respecto a los niños es falso afirmar que para abrazar los consejos en el ingreso a la vida religiosa, es necesario haber practicado antes los mandamientos.
CAPÍTULO IV: EN EL CASO DE LOS RECIÉN CONVERTIDOS A LA FE
Los recién convertidos tienen en la religión excelentes medios para perseverar en la gracia, y que deben aprovechar cuanto antes. El ejemplo de San Pablo y San Mateo.
Toca considerar si la tesis de nuestros adversarios es aplicable a los recién convertidos a la fe.
A primera vista aparece el absurdo de privarles del estado religioso por no haberse ejercitado en los mandamientos. Consta, en efecto, que los discípulos de Cristo, apenas convertidos a la fe, fueron admitidos en su compañía, primer ejemplar de la perfección de los consejos, que sobrepasó, sin duda alguna, a cualquier estado religioso. El mismo San Pablo, el último de los Apóstoles por su conversión y el primero por su predicación, abrazó la vida de perfección evangélica apenas convertido a la fe. Escribiendo a los Gálatas (1, 15) dice: Mas entonces plugo a Aquel que me destinó desde el seno de mi madre y me llamó con su gracia, revelarme a su Hijo para que yo predicase a las naciones. Desde aquel punto ya no consulté carne ni sangre. Otra prueba: el ejemplo del mismo Cristo. En San Mateo (4, 1) se lee que Jesús, después de su bautismo, fue llevado por el espíritu al desierto. Y una glosa comenta: "Entonces, esto es, después del bautismo, para enseñar a los bautizados a huir del mundo y consagrarse a Dios en la soledad".
Una última prueba: el laudable proceder de muchos hombres que convertidos a Cristo de la infidelidad, abrazan en seguida la vida religiosa. ¿Habrá un discutidor tan poco escrupuloso capaz de aconsejarles que no entren en religión para procurar conservar allí la gracia recibida en el bautismo, sino que se queden en el siglo? ¿Qué hombre sano de juicio les va a impedir que, habiendo ya vestido a Cristo en el sacramento del bautismo, lo vistan por una perfecta imitación?
Conclusión: También en esta categoría de hombre es francamente ridículo impedirles el ingreso a la religión so pretexto de no estar ejercitado en la práctica de los mandamientos.
CAPÍTULO V: EN EL CASO DE LOS PECADORES ARREPENTIDOS
Cuanto mayor haya sido su pecado e ingratitud, tanto más grande ha de ser su expiación y generosidad cuando se conviertan. Para ello la vida religiosa les da excelentes medios, más seguros que los que tendrían en el mundo.
Veamos finalmente si en la tercera categoría de hombres no formados en la observancia de los mandamientos, a saber, de los que hacen penitencia por sus pecados, es aplicable la afirmación contraria.
Aquí vendría bien citar lo que dice el Evangelio sobre la conversión de San Mateo, a quien llamó el Señor de entre las ganancias de su mesa de recaudación para que le siguiera. Y aunque no haya recibido inmediatamente el Apostolado, abrazó sin embargo la perfección de los consejos. Se lee en efecto en San Lucas (5, 28) que levantándose dejó todas sus cosas y le siguió; y como dice San Ambrosio comentando este pasaje, "dejó las cosas propias el que robaba las ajenas". Lo que demuestra claramente que los pecadores arrepentidos, por grandes que sean sus pecados, pueden comenzar sin demora el camino de los consejos; y aun más, para hablar con más verdad, les es en gran manera provechoso para llegar a la perfección, ir por el camino de los consejos, San Gregorio, comentando en una homilía aquello de San Lucas (3, 8) Haced frutos dignos de penitencia, dice: "A quien no cometió nada ilícito, se le concede con todo derecho usar de las cosas lícitas. Pero quien ha caído en pecado, debe prescindir aún de las cosas lícitas en la medida en que recordare haber obrado las ilícitas". Y poco después: "Esto advierte a la conciencia de cada uno que procure sacar por medio de la penitencia, tanta mayor utilidad de las obras buenas, cuanto más graves daños se haya causado por el pecado". Ahora bien, en el estado religioso los hombres se abstienen aún de las cosas lícitas y procuran aprovecharse de las obras perfectas. Luego es evidente que los convertidos del pecado, estando habituados, no precisamente a la observancia de los preceptos, sino más bien a su trasgresión, deben tomar el camino de los consejos ingresando a la vida religiosa, que es el estado de la perfecta penitencia. El Papa Esteban, amonestando a un cierto Astolfo que había cometido graves delitos, le dice: "Haz caso a nuestro consejo: entra en un monasterio, humíllate bajo el mando del abad, y apoyado con las oraciones de muchos hermanos, observa con sencillez de espíritu todo lo que te fuere mandado". Y más adelante: "Pero si prefieres hacer penitencia pública permaneciendo en tu casa o en el mundo- lo cual no lo dudes, te resultará mucho más desagradable, duro y penoso- , ya te hemos aconsejado lo que debes hacer". Y agrega otros castigos severísimos, pero le advierte que mejor y más provechoso que todo eso es entrar en religión.
No hay duda pues, que es altamente provechoso para los que no hayan cumplido los mandamientos, antes bien, vivido en el pecado, aconsejarles el ingreso a la religión, a pesar del esfuerzo de esos sabihondos que quieren impedirles abrazar los consejos. Contra ellos la doctrina del Apóstol: Hablo como hombre en atención a la flaqueza de vuestra carne: Así como habéis empleado los miembros de vuestro cuerpo en servir a la impureza y a la injusticia para cometer la iniquidad, así ahora los empleéis en servir a la justicia para santificaros (Rm 4, 19). "Hablo como hombre -comenta una glosa- porque debéis más sumisión a la justicia que al pecado". Y Baruc (4, 28) dice: Si vuestra voluntad os movió a descarriaros de Dios, le buscaréis con una voluntad diez veces mayor, luego que os hayáis convertido, porque después de habernos apartado de Dios por el pecado, debemos tender a cosas mucho más elevadas, y no contentarnos con medianías.
Numerosos ejemplos de los santos apoyan esto. Muchos de ellos de uno y otro sexo, después de haber cometido graves pecados y delitos en los que malgastaron toda su vida, abrazaron inmediatamente el camino de los consejos sin esperar un previo ejercicio en los mandamientos. Además de la autoridad y ejemplo de los santos, están de parte nuestra los escritos de los filósofos. En efecto, dice Aristóteles en el libro segundo de la Ética: "Al apartarnos completamente del pecado, debemos elegir el justo medio, como se hace al enderezar el árbol torcido". Hay que restituir al recto camino por la práctica de las obras perfectas de virtud. Por consiguiente, a ninguna categoría de hombres es aplicable la doctrina contraria: que nadie debe entrar en religión sin haberse ejercitado antes en la observancia de los mandamientos.
CAPÍTULO VI: RELACIÓN ENTRE LOS CONSEJOS Y LOS MANDAMIENTOS
Los preceptos de la caridad -para con Dios y para con el prójimo- son el fin a que todos están obligados. Unos llegarán cumpliendo solamente los mandamientos que a esa caridad se refieren; otros, en cambio, llegarán más pronta y perfectamente cumpliendo también los consejos evangélicos en la vida religiosa como medios más seguros. Por lo tanto los niños, los pecadores y los recién convertidos pueden ingresar a la vida religiosa para comenzar allí el cumplimiento más seguro y perfecto de los predichos preceptos.
Para extirpar radicalmente este error, busquemos su raíz u origen. Dicho error procede, a nuestro parecer, de pensar que la perfección consiste principalmente en los consejos, y que los mandamientos se ordenan a los consejos como lo imperfecto a lo perfecto. Así claro está, habría que pasar de los mandamientos a los consejos, como se llega a lo perfecto pasando por lo imperfecto. Aplicar esto así no más a los mandamientos, es caer en un error.
a) La caridad es el fin de la vida cristiana.
Los principales mandamientos son el amor de Dios y del prójimo, como nos consta por lo que dice el Señor en San Mateo (22, 37), que el principal mandamiento de la ley es: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos constituyen esencialmente la perfección de la vida cristiana. Sobre todo esto tened caridad -dice San Pablo- que es el vínculo de perfección (Col 3, 14). Todas las demás virtudes -explica una glosa- hacen perfecto al hombre en cuanto se ordenan a la caridad; y la caridad las une a todas ellas. Por eso el Señor al dar el precepto de amar al prójimo, añadió: Sed pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48) y sobre aquello de San Mateo (19, 27): He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, dice San Jerónimo: "Pues no basta haber dejado todas las cosas; añade lo que es perfecto: y te hemos seguido". Los Apóstoles seguían al Señor no tanto con los pasos del cuerpo como con los afectos del alma. Por lo que dice San Ambrosio comentando aquello de San Lucas (5, 27) y le dijo: Sígueme: "Le manda que lo siga no tanto con el movimiento del cuerpo, sino con el afecto del alma". Todo lo cual nos demuestra evidentemente que la perfección de la vida cristiana consiste principalmente en el impulso de la caridad hacia Dios.
La consecución de su fin constituye la perfección de una cosa. Ahora bien, el fin de la vida cristiana es la caridad, a la que todo debe convergir como se lee en la epístola a Timoteo (1, 1, 15): El fin del precepto es la caridad, y explica una glosa: "La caridad es el fin, es decir, la perfección; del precepto, esto es, de todos los preceptos, cuyo cumplimiento es el amor de Dios y del prójimo".
Es necesario advertir que se ha de juzgar de manera diversa sobre el fin mismo y sobre los medios que a él conducen. Con respecto a los medios conducentes al fin, hay que prefijar cierta medida en conformidad con el fin. Pero acerca del fin mismo no hay medida alguna, sino que cada cual lo alcanza en cuanto puede. El médico, por ejemplo, usa con discreción de la medicina para no excederse en ella; pero procura sanar al enfermo lo más perfectamente que puede. Así también el precepto del amor de Dios: siendo el último fin de la vida cristiana, no tiene límite alguno que permita decir: Tanto amor de Dios cae bajo el precepto; un amor mayor que exceda los límites del precepto, cae bajo el consejo, sino que a cada uno se manda amar a Dios cuanto pueda, como se ve por el enunciado mismo del precepto: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y cada uno la practica según su capacidad: unos con más, otros con menos perfección. Falta totalmente a este precepto quien en su amor no prefiere a Dios antes que todas las cosas. En cambio, quien prefiere a Dios como último fin dejando de lado todas las cosas, cumple este precepto más o menos perfectamente según el mayor o menor apego que les conserve, según aquello de San Agustín en el libro de las LXXXIII cuestiones: "El veneno de la caridad es la esperanza de adquirir y poseer bienes temporales -o sea, esperarlos como si fueran el último fin-; su alimento, el debilitamiento de la pasión; su perfección, la ausencia total de pasión".
Pero hay otro modo perfecto de observar este mandamiento, que no se da en esta vida. Dice San Agustín en el tratado de la perfección de la justicia: "Aquel precepto de la caridad: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, etc., se cumplirá perfectamente en aquella plenitud de la caridad que habrá en la patria", y después agrega: "¿Por qué no se le habría de mandar al hombre esta perfección, por más que no pueda conseguirla en esta vida? No se corre como es debido si no se sabe a dónde hay que correr. Y ¿cómo se sabría si ningún precepto lo mostrase?"
b) Los demás mandamientos y los consejos son medios para llegar a la perfección de la caridad.
Y a estos preceptos del amor de Dios y del prójimo se ordenan todos los demás preceptos como a su fin; por lo que dice San Agustín en su Enquiridión: "Todo lo que el Señor nos manda, por ejemplo, no fornicarás; y lo que no nos manda sino que nos aconseja especialmente, como: Bueno es al hombre no tomar mujer, llega a cumplirse perfectamente cuando se dirige a amar a Dios y al prójimo por amor de Dios".
Ahora bien, los demás mandamientos de la ley se ordenan a los de la caridad de diverso modo que los consejos. En efecto, hay cosas que se ordenan al fin de tal modo que sin ellas no se lo puede alcanzar -el alimento, por ejemplo, para conservar la vida-. Otras en cambio están ordenadas al fin de modo que por medio de ellas se alcance el fin con más facilidad, seguridad y perfección. Así, el alimento es totalmente necesario para conservar la vida del cuerpo; la medicina, en cambio, preserva la salud para que se la pueda tener más segura y perfectamente. Del primer modo se ordenan los demás preceptos de la ley al de la caridad. En efecto, de ninguna manera puede cumplir los preceptos de la caridad quien adora otros dioses -con lo que se aparta del amor de Dios-, o el que comete homicidios y robos, que van contra el amor del prójimo.
Del segundo modo se ordenan los consejos a la caridad. En cuanto al consejo de virginidad, es expresa la sentencia del Apóstol al demostrar que se ordena al amor de Dios: "El que está sin mujer, está cuidadoso de las cosas del Señor, de cómo ha de agradar a Dios; mas el que está con mujer, está afanado en las cosas del mundo, cómo ha de dar gusto a su mujer" (1Co 7, 32). Sobre el consejo de pobreza el mismo Salvador dice que conduce a su seguimiento, según consta por San Mateo, en el capítulo 19. Y ya se ha visto que este seguimiento consiste en los sentimientos de la caridad. Ahora bien, la caridad se perfecciona al disminuir la pasión; y la pasión y amor por las riquezas se disminuyen -y aun se quitan totalmente- despreciando las riquezas. Dice en efecto San Agustín en la carta a Paulino y Terasia que "el amor de los bienes terrenos ya alcanzados es mucho más vehemente que la angustia que causa el deseo de alcanzarlos, porque una cosa es renunciar a poseer lo que nos falta, y otra separarnos de lo ya poseído".
Ambos consejos se ordenan también al amor del prójimo. En efecto; si aquellos preceptos referentes al amor del prójimo que el Señor dio en San Mateo, capítulo v, requieren en el alma una cierta disposición para cumplirlos, evidentemente nadie va a estar mejor dispuesto a observarlos que el alma que no anda preocupada por sus cosas: aquel que se ha propuesto no poseer nada estará más dispuesto a dejarle el manto también, si es necesario, al que quiere robarle la túnica, que quien desea tener posesiones en el siglo.
Nótese que la caridad no es sólo fin, sino también raíz de todas las virtudes y de todos los preceptos que regulan los actos de virtud. Por consiguiente, si por los consejos progresa el hombre en el amor de Dios y del prójimo, también por ellos progresa en el cumplimiento de aquellas obligaciones referentes a la caridad. Así, por ejemplo, quien se ha propuesto guardar continencia o pobreza por Cristo, estará más lejos de cometer adulterios o robos. Hay además en la religión multitud de observancias, como vigilias, ayunos, alejamiento del trato con seglares, por las cuales el hombre está menos expuesto a los vicios y se le facilita el camino de la perfección. Y de esta manera la práctica de los consejos está encaminada a la observancia de los mandamientos, no como si éstos fueran un fin, pues no se guarda la virginidad para evitar los adulterios, o la pobreza para no robar; sino para adelantar en el amor de Dios: lo más perfecto no tiene por fin lo menos perfecto. Luego es evidente que los consejos están dentro del plan de la vida perfecta, no porque en ellos consista principalmente la perfección, sino porque son, en cierta manera, el camino o los instrumentos para alcanzar la perfección de la caridad. San Agustín dice en su libro sobre las costumbres de la Iglesia, hablando de la vida de los religiosos: "Hay que estar siempre alerta para domar la concupiscencia y conservar el amor entre los hermanos"; y en el mismo lugar: "La caridad es lo que principalmente se debe guardar, y a la caridad se adapta la virtud, las conversaciones, el trato, las facciones del rostro". Y en la colación de los Padres dice el Abad Moisés: "Por ella -es decir, la pureza de corazón y la caridad- oramos y sufrimos todo; por ella desechamos los padres, la patria, los honores, las riquezas, los placeres de este mundo y todo otro deleite; por ella nos imponemos rigurosos ayunos, vigilias, trabajos, la desnudez del cuerpo, lecturas y otros trabajos, para que podamos preparar y conservar nuestro corazón inmune de toda perversa concupiscencia, a fin de que, subiendo por estos escalones, lleguemos con nuestro esfuerzo a la perfección de la caridad".
c) La perfecta caridad exige el cumplimiento simultáneo de los consejos y mandamientos que a ella se ordenan.
Por consiguiente, así como hay dos modos de observar los preceptos, a saber: perfecto e imperfecto, así también hay un doble ejercicio en los preceptos: uno, que es ejercitarse en la perfecta observancia de los preceptos y que tiene lugar por la práctica de los consejos, como ya se ha dicho; el otro es el ejercicio en la imperfecta observancia, como se la practica en la vida seglar, sin los consejos. Decir pues, que es necesario ejercitarse en la práctica de los mandamientos antes de abrazar los consejos, equivale a decir que el hombre se debe ejercitar en la observancia imperfecta de los mandamientos antes de ejercitarse en la perfecta; lo que es del todo inexacto, tanto si consideramos los mandamientos en sí mismos como en su práctica. En efecto, ¿puede haber hombres tan poco cuerdos capaces de detener a uno que quiere amar perfectamente a Dios y al prójimo, obligándolo a amarlos primero imperfectamente? ¿No equivale esto a contradecir aquella forma de amor expresada en los mandamientos de la caridad divina con aquellas palabras: Amarás al Señor Dios con todo tu corazón? ¿O tienen miedo de que el hombre empiece demasiado pronto a amar a Dios, como si en este amor fuera capaz de sobrepasar la medida? Glorificad al Señor cuanto pudiereis, que todavía quedará El superior, dice el Eclesiástico (43, 32); y San Pablo escribiendo a los Corintios: Corred de tal manera que la alcancéis (1, 9, 24); y a los hebreos (4, 11): Apresurémonos a entrar en aquel reposo, pues por grande que sea el entusiasmo con que el hombre comience el camino de la perfección, siempre le quedará algo en que adelantar hasta que logre la perfección última en la Patria.
Si examinamos la práctica misma de los mandamientos, veremos con más claridad el absurdo. ¿Quién va a decirle a uno que quiere guardar continencia que viva primero castamente en el matrimonio? ¿Quién va a decirle a uno que quiere guardar pobreza, que viva antes santamente entre las riquezas ,como si las riquezas dispusiesen el alma a la pobreza y no le obstaculizaran más bien el propósito de vivir pobremente, como se ve en el caso de aquel joven (Mt 19) que no aceptó del Señor el consejo de vivir pobremente y se retiró triste a causa de las riquezas que tenía? Y eso que sólo hemos relacionado los consejos con los preceptos de la caridad. Si los relacionáramos con los demás preceptos ¿quién no verá la cantidad de absurdos que se siguen? Pues si por los consejos y la observancia religiosa se quitan las ocasiones de pecados que son causa de la transgresión de los preceptos ¿quién no ve cuán necesarios son estos consejos y observancias para eludir estas ocasiones? ¿Quién va a decir a un joven: vive entre mujeres y en compañía de lujuriosos, para que así, ejercitado en la castidad, puedas observarla luego en la religión -como si fuese más fácil guardar castidad en el mundo que en religión-? Y lo mismo dígase respecto de las otras virtudes y pecados.
Los que predican tales doctrinas se parecen a aquellos generales que exponen a sus soldados en el período de instrucción a lo más recio de las batallas. Es cierto que si se cumplen los mandamientos en la vida seglar, se los cumplirá mejor en la vida religiosa. Pero así como por una parte la práctica de los mandamientos en la vida seglar prepara al hombre para observar mejor los consejos, por otra las preocupaciones de esa vida son un impedimento para la observancia de los consejos. Por eso dice San Gregorio en el principio de su Moral: "Cuando mi ánimo me incitaba a servir al mundo presente tan sólo en apariencia, comenzaron a surgir de entre las preocupaciones de este mundo tantas cosas delante de mí, que quedé aprisionado en él, no sólo en apariencia, sino, lo que es más grave, con el alma misma. Pero huyendo con presteza de todas aquellas preocupaciones, me dirigí al puerto del Monasterio".
CAPÍTULO VII: RESPUESTA A LAS OBJECIONES DEL CAPÍTULO II
Falso punto de partida: creen que los mandamientos se cumplen para guardar luego por medio de ellos los consejos, cuando es al revés: los consejos se guardan para cumplir con más perfección los mandamientos de la caridad para con Dios y para con el prójimo.
Con estas nociones podemos refutar fácilmente los argumentos en que se apoya la tesis contraria.
1) Esta objeción no tiene eficacia alguna, según San Jerónimo, pues, como dice comentando ese pasaje de San Mateo: "Miente el joven, porque si hubiese cumplido realmente lo que se ordena en los mandamientos: Amarás a tu prójimo como a ti mismo ¿cómo después al oír: Ve y vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres se marchó entristecido?" Y Orígenes narra, hablando del mismo pasaje, que en "el Evangelio según los Hebreos está escrito que al decirle el Señor: Ve y vende todo lo que tienes, comenzó el joven rico a arrancarse los cabellos. Entonces le dijo el Señor: ¿Cómo dices: cumplí la ley y los profetas? Está escrito en la ley: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Y he aquí que muchos hermanos tuyos hijos de Abraham, se han rodeado de estiércol porque morían de hambre, mientras tu casa está repleta de abundantes bienes y de ella nada sale para socorrerlos. Por eso el Señor lo reprendió diciendo: Si quieres ser perfecto, etc. Es imposible cumplir el mandamiento que dice: Amarás a tu prójimo como a ti mismo y ser rico, máxime poseyendo tantas riquezas".
Pero esto se ha de entender en cuanto al modo perfecto de cumplir este mandamiento. Nada impide creer que el joven había cumplido los mandamientos, y en cuanto a esto no mintiese, como dice San Crisóstomo y otros expositores. Pero aun siendo así, el hecho de que el Señor haya dado el consejo de perfección a uno que había practicado ya en cierta medida los mandamientos, no arguye necesariamente que sea ésta la única entrada para practicar los consejos. San Mateo no había practicado los mandamientos, antes bien, había vivido en el pecado; y sin embargo fue llamado a seguir los consejos, para que así ni a los pecadores ni a los inocentes estuviese cerrado el camino de los consejos.
2) Esta objeción no viene al caso, porque la instrucción en los mandamientos es necesaria a todos, tanto para los que se quedan en el siglo, como para los que emprenden el camino de la perfección haciéndose religiosos. Los misterios de la fe y los sacramentos de que allí se habla, son también comunes a unos y otros.
3) Realmente cumpliendo los mandamientos llega el hombre a la plenitud de la sabiduría, lo cual no significa otra cosa que por la observancia de los mandamientos merece el hombre la sabiduría de los misterios. Por eso se suele citar aquello del Eclesiástico -según otra versión- : Desea la sabiduría, guarda los mandamientos y Dios te la concederá (1, 33), lo que, evidentemente, no viene al caso.
4) Esta objeción la discutiremos más detenidamente, pues a pesar de su frivolidad, alardean mucho con ella y le dan un valor que no tiene.
En esa cita sólo se trata de la instrucción de los recién convertidos a la fe, como se ve por el contexto de la glosa. En efecto, comienza diciendo que "después del bautismo somos instruidos en las buenas obras y nos alimentan con la leche de doctrinas sencillas, hasta que ya más grandecitos, de la leche materna pasamos a la mesa del padre; es decir, de la doctrina más elemental sobre el Verbo que se hizo carne, llegamos a Verbo del Padre que está desde el principio en Dios". Lo que evidentemente se refiere a un orden de enseñanza; por eso propone en seguida el ejemplo de aquella costumbre observada por la Iglesia en cinco etapas, a saber: en la primera, los recién convertidos a la fe se van penetrando de las verdades elementales del Cristianismo por los exorcismos y el catecismo; en la segunda son alimentados en el seno de la Iglesia hasta el Sábado Santo; en la tercera son dados a luz por el bautismo; en la cuarta la Iglesia los lleva en brazos y los alimenta con leche hasta Pentecostés. Durante este tiempo no se les prescriben cosas difíciles, como ayunar y levantarse a medianoche. Es en la quinta época cuando, confirmados con el Espíritu Paráclito, como ya destetados, comienzan a ayunar y a observar ciertas prácticas difíciles. Al parecer, este ejemplo vendría muy bien para tesis de los adversarios. Sin embargo, notemos tres puntos en que les falla el argumento.
En primer lugar, hay que distinguir muy bien entre aquellas cosas que se abrazan espontáneamente y las que se imponen por obligación. Igual distinción se debe hacer en el caso de los recién convertidos a la fe, que son como niños de pecho; y de los penitentes, que son como enfermos que deben ser curados. Cuando se trata de los recién convertidos a la fe no se les puede imponer obligatoriamente prácticas difíciles, sino ejercitarlos primero en otras más livianas para imponerles progresivamente otras más costosas. Así se obra con los niños: hay que nutrirlos primero con leche y luego con alimentos más sólidos. A este caso se refiere la citada glosa. Ahora, si los recién convertidos a la fe quieren por propia iniciativa abrazar prácticas más elevadas ¿quién osará impedírselo? Además -para no apartarnos del ejemplo de la glosa- así como después del solemne bautismo que tiene lugar en la Vigilia de Pascua se concede un descanso de obras trabajosas en atención a los débiles; así también después del bautismo solemne que se celebra en la Vigilia de Pentecostés, la Iglesia restituye inmediatamente los ayunos, para significar que aquellos que con fervoroso espíritu fueron recibidos en el bautismo, se deben sujetar sin tardanza a una vida más severa.
Muy diverso es el caso de los pecadores arrepentidos, puesto que al principio se les impone una penitencia más severa, que se les va mitigando poco a poco, como se hace con los enfermos: en la convalecencia se les prescribe una dieta muy estricta que se les mitiga poco a poco mientras van sanando. La Iglesia, siguiendo este método, comienza imponiendo a los inocentes cargas más ligeras en materia de mandamientos que obligatoriamente hay que cumplir; no les obliga a guardar los consejos, ni tampoco se lo prohíbe en el caso de que quieran guardarlos voluntariamente. A los penitentes en cambio les impone en los primeros años -según lo establecido en los cánones- penitencias mucho más rigurosas.
Segunda falla: Si bien es verdad que en cada oficio y estado se ha de ascender de lo más fácil a lo más difícil, sin embargo no es necesario que quien abraza un estado superior deba ejercitarse antes en uno inferior. En efecto, cualquiera que sea la profesión que uno quiera tomar, no es absolutamente imprescindible ejercitarse antes en una inferior, sino que dentro de la misma profesión se ha de pasar de los más fácil a lo más difícil. Lo mismo en el estado religioso: quienes quieran abrazarlo por la observancia de los consejos, no tienen obligación de aplicarse previamente en el siglo a la observancia de los mandamientos. Lo que hay que hacer es imponerle tal principio, de entre aquellas prácticas propias del mismo estado religioso, las que les sean más fáciles. Del mismo modo, no es obligatorio para los que aspiran a un cargo en el clero, ejercitarse antes en la vida seglar; ni para los que quieren guardar continencia ser primeros continentes en el matrimonio.
Tercera falla: encontramos una doble dificultad con respecto a la realización de la obra: la primera procede únicamente de la magnitud de la obra, y esta dificultad, por requerir una virtud perfecta, no se debe imponer a los imperfectos. La segunda nace de una cohibición, de la que necesitan mucho más quienes tienen una virtud imperfecta. El niño, por ejemplo, necesita una vigilancia más diligente mientras está en manos de su maestro, que después cuando ha llegado a una edad más avanzada. Ahora bien, el estado religioso es una disciplina que impide caer en pecados y que lleva más fácilmente a la perfección, como consta por lo dicho anteriormente.
Por eso los que tienen una virtud más imperfecta, como aquellos que no han observado aún los mandamientos, necesitan mucho más de esa vigilancia, por cuanto les es más fácil abstenerse de pecados estando sujetos a tal disciplina, que viviendo con más libertad en el mundo.
En cuanto a lo que agrega la glosa: "Muchos pervierten este orden, como los herejes y cismáticos", se refiere -así se colige evidentemente por lo que sigue- al orden que se debe observar en la enseñanza: "Este -continúa- afirma con juramento haberlo guardado, no sólo en sus demás cosas, sino también en la ciencia: porque tenía yo sentimientos humildes cuando era alimentado primero con leche, es decir con la doctrina del Verbo hecho carne, para que una vez crecido pueda comer el Pan de los Ángeles, o sea el Verbo que está desde el principio en Dios". Y así vuelve a lo de antes. Por lo cual se ve que las palabras que están entre ambas citas no son sino un ejemplo.
5) Esta objeción, tomada del ejemplo de los cinco mil hombres que Cristo alimentó con cinco panes, y de los cuatro mil que alimentó con siete panes, es tan inútil que no merece respuesta. No es infalible que sucedan conforme a las figuras, las cosas que por tales figuras se representan, puesto que algunas veces las primeras representan a las segundas y viceversa. Ni tampoco es eficaz una argumentación por medio de tales figuras, como dice San Agustín en una carta contra los Donatistas. Y Dionisio dice en una carta a Tito que la teología simbólica no sirve para argumentar. No obstante todo esto, concedemos que este orden de los milagros significa el paso de los preceptos a los consejos, pero eso con respecto al género humano todo entero. En efecto, no se dieron los consejos en el Antiguo Testamento, sino en el Nuevo, porque la Ley ninguna cosa llevó a la perfección. Así lo prueba la glosa al decir que los cinco panes son los preceptos de la ley, y los siete la perfección evangélica. Pero no se sigue de ahí que unos mismos hombres se tengan que ejercitar en los preceptos de la ley, como seglares primero, y después en los consejos como religiosos. No consta, en efecto, que hayan sido unos mismos hombres los que se encontraban entre los cinco mil, y después entre los cuatro mil.
6) La cita de aquellos cuatro elementos de que están estructurados los Evangelios tampoco viene al caso, porque la perfección de que allí se habla con respecto a los ejemplos, no se refiere a los consejos, sino al modo perfecto de observar los mandamientos que tratan de los actos de virtud, como lo observara Cristo. La misma glosa trae algunos ejemplos, como: Aprended de mí que soy manso, etc.... Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto; Ejemplo os he dado... .
7) Consideremos algo más detenidamente la relación de la vida activa con la contemplativa, ya que es uno de los argumentos que más gustan. Es verdad que la vida activa precede a la contemplativa; pero ignoran, según parece, qué cosa sea la vida activa. En primer lugar, creen que la vida activa consiste únicamente en repartir bienes temporales; y así llegan a afirmar que los religiosos no pueden ser perfectos en cuanto a la vida activa. Error que ponen de manifiesto aquellas palabras de San Gregorio (II homilía, 2? parte, sobre Ezequiel): "La vida activa es dar pan al hambriento; enseñar la sabiduría al ignorante; corregir al que yerra; restituir al camino de la humildad al prójimo soberbio; cuidar a los enfermos; dar a cada uno lo que le hace falta y proveer a la subsistencia de aquellos que nos han sido encomendados". Como se ve, es del dominio de la vida activa mirar por los demás, no sólo en las cosas temporales, sino también en las espirituales -corrigiendo y enseñando-, obras que pueden cumplir mucho mejor quienes nada poseen en el mundo. Por eso el Señor despojó a sus Apóstoles, futuros doctores del Universo, de todos los bienes de este mundo, como se lee en San Mateo, capítulo 10.
Adelantemos nuestra investigación y veamos si la práctica de las virtudes morales del hombre con respecto a sí mismo, concierne a la vida activa. Y efectivamente, siguiendo la doctrina de Aristóteles, todas las virtudes morales pertenecen a la vida activa (libro X de la Ética) y las intelectuales a la contemplativa. Lo mismo sostiene San Agustín en el libro XII sobre la Trinidad. Por eso atribuye a la acción la razón inferior que administra los bienes temporales, propios o ajenos; y a la contemplación, la razón superior aplicada a las razones eternas.
Asentado esto, fácil es ver por qué la vida activa precede a la contemplativa: el hombre no llega a ser apto para contemplar la verdad divina si no ha depurado su alma de las pasiones por medio de las virtudes morales -que es trabajo propio de la vida activa-. Así lo prueba aquello de San Mateo (5, 8): Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios por una contemplación imperfecta en esta vida y perfecta en la otra. Por consiguiente, el ejercicio de la vida activa es propia no sólo de los seglares, sino también de los religiosos: en primer lugar porque con las virtudes morales refrenan las pasiones del alma; en segundo lugar porque también ellos pueden ejercer para con los demás las obras de caridad enseñando, corrigiendo, o por lo menos visitando a los enfermos, consolando a los tristes, ya vivan en el mundo o entre ellos en el monasterio. Con respecto a estos dos puntos se lee en la epístola de Santiago (1, 27): La religión pura y sin mancha delante de Dios Padre es esta: visitar a los huérfanos y las viudas en sus tribulaciones y preservarse de la corrupción de este siglo. En tercer lugar, porque al ingresar a la religión repartieron sus bienes temporales dándolos a los pobres. Por consiguiente, la razón por la cual la glosa citada dice que los mandamientos pertenecen a la vida activa, no es precisamente porque los mandamientos sean únicamente de la vida activa, pues dice San Gregorio en el lugar citado: "La vida contemplativa es tener siempre fija en el pensamiento la caridad de Dios y del prójimo, que son los mandamientos más grandes de la ley"; ni tampoco porque los consejos sean solamente de la vida contemplativa, como se ha demostrado; sino porque son principalmente los consejos los que disponen a la vida contemplativa. En efecto, los mandamientos guardados sin los consejos, no disponen suficientemente para la vida contemplativa, para la que se requiere mayor perfección. Por lo tanto, no es imprescindible que se quede uno en el siglo para practicar allí la vida activa: también en el estado religioso puede el hombre abrazar la vida activa tanto cuanto sea menester para llegar a la contemplación.
8) Aquello de San Gregorio: "Nadie llega a lo más alto de repente", no viene muy a cuento en la presente cuestión, aunque a ellos les parezca un buen argumento. Se puede considerar lo más alto y lo más bajo en el mismo estado y en el mismo hombre, o en diversos estados y diversos hombres. Considerado en el mismo estado y mismo hombre, es evidente que nadie puede llegar a lo más alto de repente, porque quien vive correctamente va progresando durante su vida entera hacia lo más alto. Pero tratándose de estados diversos, no es necesario que quien quiere llegar a un estado superior, tenga que empezar por estados inferiores, así como no es necesario al que quiere hacerse clérigo, ejercitarse antes en la vida de laico, puesto que muchos hay inscritos en la milicia del clero desde la infancia. Lo mismo si se trata de personas diversas: algunos comienzan por un grado más alto de santidad que el grado sumo a que llegaría otro en toda su vida. Por lo que dice San Gregorio en el libro segundo de sus Diálogos: ". . .Para que todos los hombres, presentes y futuros, sepan con qué gran perfección recibió Benito la gracia de la conversión".
9) y 10) Dos objeciones fuera de tema, porque en estas citas se habla de la dignidad episcopal, que requiere una virtud perfecta y que, por lo tanto, no se debe conferir a los imperfectos. Los consejos, en cambio, promueven a la perfección e impiden caer en pecado. De ellos necesitan las paredes nuevas para secarse de la humedad de los vicios, y por los cuales, como por escalones obligados, se llega a la perfección.
11) Ya hemos dicho en qué sentido es verdad que en el orden de la naturaleza sean anteriores los preceptos a los consejos. Si se trata de los mandamientos que son de por sí fines de los demás, a saber: el amor de Dios y del prójimo, es evidente que los consejos se ordenan a ellos como a su fin. La relación de los consejos a estos mandamientos es la misma que la de los medios para con el fin. Ahora bien, el fin es anterior en la intención y posterior en la ejecución. Por consiguiente, si los consejos se ordenan a esos mandamientos de tal modo que sin los consejos no se los pudiese observar, se seguiría que uno no podría amar a Dios y al prójimo sin observar antes los consejos, lo que es evidentemente falso. Los consejos se ordenan a los predichos mandamientos de tal modo que por medio de ellos se guarden éstos más fácil y perfectamente: de ahí que por los consejos se llegue al perfecto amor de Dios y del prójimo. Este amor precede a los consejos en la intención, pero en la ejecución posterior.
Si comparamos los consejos con los demás preceptos que se ordenan al amor de Dios y del prójimo, se puede descubrir entre ellos una doble relación. En primer lugar, los consejos no se pueden guardar sin los mandamientos, y en cambio, muchos guardan los mandamientos sin los consejos. De ahí resulta la primera relación: la de los consejos a los mandamientos en común. Así los consejos se ordenan a los mandamientos como lo propio a lo común, en lo que hay en cierto modo una anterioridad de naturaleza, pero no necesariamente de tiempo. Y según esto, no es necesario ejercitarse en la observancia de los mandamientos antes de pasar a cumplir los consejos.
La segunda relación a considerar es la de los consejos a los mandamientos de que hablamos, en cuanto se observan sin necesidad de los consejos. Y esta relación es como la que guardan una especie perfecta con otra imperfecta: el animal racional, por ejemplo, con el que carece de razón. Y así los consejos son anteriores en el orden de la naturaleza a los preceptos, puesto que en cualquier género lo perfecto es naturalmente anterior: la naturaleza, como dice Boecio, comienza con lo perfecto. No es de necesidad que los mandamientos así considerados sean anteriores en tiempo a los consejos, así como no es necesario que una cosa esté primero en una especie imperfecta para llegar a una perfecta, sino que dentro de los límites de la misma especie debe pasar de lo perfecto a lo imperfecto.
12) Esta objeción procede de entender mal el asunto que tratamos: no decimos que los consejos se ordenan a los mandamientos de modo que sin los primeros no se puedan cumplir los segundos, sino que los mandamientos se cumplen mejor y más perfectamente por medio de los consejos.
CAPÍTULO VIII: OBJECIONES
"Antes de entrar en religión se debe deliberar largamente y con muchos".
Después de haber tratado el punto anterior, veamos si es necesario -como dicen algunos- a los que quieren entrar en religión, pedir consejos a muchas personas.
Objeciones: 1) Antes de emprender una obra difícil a la que se ha de atar uno por toda la vida, se debe consultar el parecer de muchos. Ahora bien, nada es, al parecer, más arduo y difícil en la vida del hombre que negarse a sí mismo y apartarse del mundo entrando en religión, en la que obligatoriamente ha de permanecer toda la vida. En este caso, por consiguiente hay que pedir consejo a muchos y reflexionar largo tiempo.
2) Esto mismo se prueba por la definición del voto: "Promesa de un bien mejor, consolidada con la deliberación del espíritu". De la deliberación, pues, depende la firmeza del voto. Ahora bien, el voto del religioso es algo firmísimo que no se puede infringir suceda lo que suceda; por lo que se requiere antes de hacerlo una detenida meditación.
3) No creáis a todo espíritu -dice San Juan (1, 4, 1)- mas examinad si los espíritus son de Dios, palabras que se refieren al ingreso a la religión, puesto que San Benito en su Regla y el Papa Inocencio en una decretal citan ese pasaje a este mismo propósito. Ahora bien, para un discernimiento de esa clase es necesario un diligente examen que sólo se logra consultando a muchas personas. Por consiguiente, quien quiere entrar en religión debe pedir antes consejo a muchas personas.
4) Se debe pedir estos consejos cuando hay inminente peligro de engañarse, como sucede en h entrada en religión. En efecto, dice San Pablo (2 Co 11, 14): Satanás se disfraza de ángel de luz para engañar a los incautos con apariencias de bien. Por lo tanto hay que entrar en religión habiéndolo consultado ya con muchos.
5) Lo que puede tener un mal resultado, hay que examinarlo pidiendo diligentemente consejos. Y el ingreso a la religión suele resultar desastroso para muchísimos que después apostatan o llegan a la desesperación. Por eso antes de entrar en religión hay que consultarlo muy bien.
6) (Una objeción muy frecuente): Se lee en los Hechos de los Apóstoles (5, 39): Si es designio o cosa de Dios no la podréis destruir. Ahora bien, en muchos casos la apostasía destruye el propósito de entrar en religión; y en este caso el propósito no venía de Dios. Por lo cual es muy necesario deliberar largamente y con muchas personas si puede uno entrar en religión.
Estas son las razones con que pretenden imponer la obligación de deliberar largamente y con muchos a los que quieren entrar en religión; con la intención de que, multiplicando los consejos, por un motivo cualquiera se les presente algún impedimento.
CAPÍTULO IX: NATURALEZA Y ORIGEN DE LA VOCACIÓN
La vocación es el llamado de Dios. Este llamado puede ser externo -por sus mismos labios, como en el caso de sus discípulos, o por la Escritura-; o interno -por la inspiración del Espíritu Santo-. Ambos llamados, proviniendo de Dios, no pueden someterse al juicio de los hombres, máxime al de los allegados. Sólo se debe consultar con un prudente director o confesor.
a) Prontitud para responder a la vocación.
Demostraremos ahora la falsedad de la tesis contraria:
En San Mateo (4, 20) se lee que Pedro y Andrés, no bien fueron llamados por el Señor, dejando las redes le siguieron. En su alabanza dice San Juan Crisóstomo: "Estaban en pleno trabajo; pero al oír al que les mandaba, no se demoraron, no dijeron: Volvamos a casa y consultémoslo con nuestros amigos; sino que dejando todo lo siguieron, como hizo Eliseo con Elías. Cristo quiere de nosotros una obediencia semejante, de modo que no nos demoremos un instante." En los versículos siguientes se lee de Santiago y Juan que llamados por Dios, dejando al instante las redes y a su padre, le siguieron. Y, como dice San Hilario comentando este pasaje: "Al dejar su trabajo y la casa paterna, nos enseñan cómo hemos de seguir a Cristo, y a no esclavizarnos con las preocupaciones del siglo y los lazos de la vida familiar".
Más adelante (Mt 9) se narra de San Mateo que al llamado del Señor se levantó y le siguió. "Advierte la obediencia del que fue llamado -comenta San Juan Crisóstomo-; no se resiste, no pide ir a su casa y comunicárselo a los suyos". Y aun menospreció los castigos humanos que le amenazaban de parte de las autoridades por dejar sin concluir las operaciones de su banca -como dice San Remigio comentando este lugar-. De todo esto se deduce evidentemente que ningún motivo humano nos debe retardar en el servicio de Dios.
Se lee también en San Mateo (8, 21) y en San Lucas (9, 59) que un discípulo de Cristo le dijo: Señor, déjame ir primero y enterrar a mi padre. Y Jesús le dijo: Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos. San Juan Crisóstomo dice comentando este lugar: "Esto lo dijo, no precisamente para obligarnos a rechazar el amor hacia los padres, sino para demostrarnos que ninguna cosa nos es más necesaria que ocuparnos en las cosas del cielo; que debemos aplicarnos a ellas con todo interés y no tardar un instante, aunque nos atraigan otras circunstancias, inevitables e incitadoras. ¿Qué más necesario que sepultar al padre? ¿Qué más fácil que eso?, no se perdería en ello gran tiempo. Pero el diablo insiste con ardor para ver si puede así hallarse una entrada; y donde halla una pequeña negligencia, introduce por allí un gran desaliento. Por eso nos advierte el Sabio: No lo difieras de un día para otro. Esto nos avisa que no debemos perder un minuto de tiempo, aunque nos salgan al paso mil dificultades; y a preferir las cosas espirituales a todas las demás aunque nos sean necesarias".
"Hay que honrar al padre -dice San Agustín en el Tratado de las Palabras del Señor- pero también hay que obedecer a Dios. Yo, nos dice, te llamo para predicar el Evangelio. En esta tarea te necesito, y esta obra es más grande que la que tú quieres hacer: otros quedan para sepultar a sus muertos. No es lícito subordinar lo anterior a lo posterior. Amad a los padres, pero amad más a Dios". Por consiguiente, si el Señor reprende al discípulo que le pide un plazo tan corto para una cosa tan necesaria, ¿cómo pretender que para seguir los consejos de Cristo se necesita deliberar un largo tiempo?
Sigamos en el Evangelio de San Lucas: Y otro le dijo: Yo te seguiré Señor, pero primero déjame ir a despedirme de mi casa (9, 61). Comentando este pasaje dice San Cirilo, el insigne doctor griego: "La promesa es digna de ser imitada y alabada. Pero el querer despedirse de los suyos y pedirles permiso es señal de que en algo se ha apartado del Señor, cuando en su espíritu había propuesto seguirlo sin restricción. En efecto, querer consultarlo con prójimos que no van a condescender con su determinación, indica que por algún lado iba flaqueando. Por eso el Señor lo reprende: Y Jesús le dijo: Quien pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás, no es apto para el reino de Dios (62). Pone las manos en el arado quien con el afecto sigue a Cristo; pero vuelve la vista atrás quien pide un plazo para volver a su casa y consultar con los suyos. Como vemos, no es ésta la conducta de los Santos Apóstoles, sino que dejaron con prontitud la nave y el padre y siguieron a Cristo. San Pablo no consultó carne ni sangre. Así pues deben ser los que quieren seguir a Cristo".
San Agustín explica esto en su Tratado de las Palabras del Señor: "Te llama el Oriente, y tú miras al Occidente". El Oriente es Cristo, según aquello de Zacarías (6, 12): He aquí un hombre cuyo nombre es Oriente. El occidente es el hombre que cae en la muerte, o está expuesto a caer en las tinieblas del pecado y de la ignorancia.
Por consiguiente, es injuriar a Cristo en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría de Dios (Col 2, 3), creer que después de haber oído el consejo de Cristo, se debe recurrir al consejo de hombre mortal.
b) Dios nos hace conocer el bien del estado religioso por medio de las Sagradas Escrituras.
Y aquí nos quieren atajar con un ridículo subterfugio. Todo esto -dicen- no vale sino en el caso de ser llamados directamente por la voz del Señor. Entonces, claro está, no hay que demorarse ni recurrir al consejo de nadie. Pero cuando el hombre es llamado a la religión sólo interiormente, entonces sí que es necesario una larga deliberación y el consejo de muchos para conocer si el llamado procede realmente de una inspiración divina.
Réplica llena de errores. Las palabras de Cristo contenidas en las Escrituras, las debemos recibir como si las oyésemos de los mismos labios del Señor. Así se lee en San Marcos: Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: velad (13, 37). Y en la Epístola a los Romanos leemos: Todas las cosas que han sido escritas, para nuestra enseñanza han sido escritas. Y San Juan Crisóstomo dice: "Si todas estas cosas se hubiesen predicado sólo para los contemporáneos, nunca se hubiesen escrito. Por eso fueron predicadas para ellos y escritas para nosotros". San Pablo dice en la Epístola a los Hebreos (12, 5) citando el Antiguo Testamento: Os habéis olvidado ya de las palabras de consuelo que os dirige como a hijos diciendo: Hijo mío, no desprecies la corrección. Por consiguiente las palabras de la Sagrada Escritura se dirigen no sólo a los contemporáneos, sino también a los venideros.
Pero veamos especialmente si el consejo que dio Nuestro Señor (Mt 19, 21 ): Si quieres ser perfecto ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, se dirigía a él solo, o también a todos los hombres. Podemos deducir lo segundo por lo que sigue. En efecto, al decirle Pedro: He aquí que hemos dejado todo y te hemos seguido, estableció una recompensa general que valdría para todos: Y cualquiera que habrá dejado casa o hermanos... por causa de mi nombre, recibirá cien veces más y poseerá la vida eterna. Por lo tanto, cada cual debe seguir este consejo como si lo oyese de los mismos labios del Señor. "Habiendo oído -dice a este propósito San Jerónimo escribiendo al Presbítero Paulino- la sentencia del Salvador: Si quieres ser perfecto anda, y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y luego ven y sígueme: traduce en obras estas palabras; y siguiendo desnudo la Cruz desnuda, subirás con más prontitud y libertad la escala de Jacob". Es verdad que mientras Jesús hablaba al adolescente le dirigía a él solo la palabra. Pero en otro lugar (Mt 16, 24), da el mismo consejo de una manera universal: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y cargue con su cruz y sígame. San Juan Crisóstomo comenta: "Propone esta verdad común para todo el mundo: Si alguno quiere, es decir, si un hombre, si una mujer, si un rey, si un libre, si un esclavo..." La negación de sí mismo, según San Basilio, es un total olvido de lo pasado y alejamiento de la propia voluntad. Y así se ve que esta negación de sí mismo comprende también el abandono de las riquezas, las cuales se poseen dependiendo de la propia voluntad. Concluimos pues, que el consejo que el Señor dio al adolescente debemos recibirlo como si cada uno lo oyera de labios del Señor.
c) Luego nos incita a abrazarlo por un llamado interior.
Aun queda algo que considerar en la réplica anteriormente citada. Hemos demostrado ya que aquellas palabras que el Señor nos comunica por medio de las Escrituras tienen la misma autoridad que si las oyésemos de los mismos labios del Señor. Consideremos ahora el otro modo con el que el Señor nos habla interiormente, según lo del Salmo (84, 9): Escucharé lo que me hable el Señor. Este modo de expresión precede a toda palabra externa, pues según San Gregorio en la homilía de Pentecostés: "El Creador no abre su boca para enseñar al hombre sin haberle hablado antes por la unción del espíritu. Sin duda Caín, antes de consumar el fratricidio había oído: Has pecado, detente. Mas estando como fuera de sí por sus pecados, recibió el aviso sólo de palabra y no con la unción del Espíritu. Pudo sí oír las palabras, pero no quiso obedecerlas". Por consiguiente, si como conceden ellos mismos, hay que obedecer al instante el mandato del Señor que viene de afuera, con mayor razón debemos obedecer sin vacilar un momento, sin resistirlas por ningún motivo, las voces interiores con que el Espíritu Santo mueve el alma. Por eso en Isaías (50, 5) se dice por boca del profeta, o mejor, del mismo Cristo: El Señor Dios me abrió el oído, es decir, inspirándome interiormente, y yo no me resistí ni me volví atrás, tendiendo a lo venidero como ya olvidado de lo pasado (Flp 3, 14). Todos aquellos que se rigen por el Espíritu de Dios -dice San Pablo (Rm 8, 14)- ésos son hijos de Dios. "No porque no hagan nada -comenta San Agustín- sino porque son regidos por el impulso de la gracia". Y este impulso no rige a quien se resiste o se demora. Lo propio de los hijos de Dios es dejarse conducir por el impulso de la gracia a cosas mayores, sin andar buscando consejos. De este impulso habla Isaías al decir (59, 19): Cuando venga como un río impetuoso, impelido por el Espíritu del Señor. Y que hay que seguirlo lo dice San Pablo escribiendo a los Gálatas: Proceded según el Espíritu (5, 16); si sois conducidos por el Espíritu, no estáis sujetos a la Ley (vers. 18); si vivimos por el Espíritu, procedamos también según el Espíritu (vers. 25). San Esteban, como si se tratase de un gran crimen, increpaba a unos individuos diciéndoles: Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo (Hch 7, 5). El Apóstol advierte a los Tesalonicenses: No apaguéis el Espíritu (1, 5, 19), sobre lo que dice la glosa: "Si el Espíritu Santo quiere revelar algo a alguno en cualquier momento, no le impidáis a ese tal decir lo que siente". Y el Espíritu Santo revela diciendo no sólo lo que el hombre debe hablar, sino también sugiriéndole lo que debe hacer, como dice San Juan (c. 14). Por consiguiente, cuando el hombre es impulsado por inspiración del Espíritu Santo a entrar en religión, no se lo debe detener para que vaya a pedir consejos a los hombres, sino que al instante debe seguir ese impulso; por lo que se dice en Ezequiel: A cualquier parte donde iba el Espíritu, allá se dirigían también en pos de él las ruedas.
Además de la autoridad de la Escritura, se pueden citar a este propósito muchos ejemplos de los Santos.
Narra San Agustín (Conf. VIII, 6) el caso de dos soldados, uno de los cuales después que acabó de leer la vida de San Antonio Abad, inflamado de repente en santo amor, dijo a su amigo: "Estoy resuelto a seguir a Dios, y quiero comenzar desde este momento y en este preciso lugar. Si no tienes ánimo para imitarme, por lo menos no te opongas. El otro le respondió que quería participar de tan gran recompensa y tan gran milicia. Y ambos, ya siervos tuyos, comenzaron a edificar la torre con el caudal proporcionado, que consistía en dejar todas sus cosas y seguirte". En el mismo libro San Agustín se reprocha a sí mismo el haber retardado su conversión: "Convencido ya -dice- de la verdad, no tenía nada más absolutamente que responder, sino unas palabras lánguidas y soñolientas: luego, sí, luego: déjame otro poco. Pero el "luego" no tenía término, y el "déjame otro poco" se hacía ya demasiado largo". También en ese libro dice: "Yo me avergonzaba mucho porque aun oía el murmullo de aquellas fruslerías (mundanas y carnales) que me tenían indeciso".
Como se ve, no es nada laudable, sino más bien censurable, tanto el retardar el cumplimiento de una vocación hecha interior o exteriormente de palabra o por medio de la Escritura: cuanto el andar pidiendo consejo como si se tratara de cosa dudosa.
d) Gracias que acompañan a este llamado.
Otro resultado de la eficacia de la inspiración interior, es impulsar a los hombres inspirados a cosas más altas. Símbolo de esta realidad es aquello que relatan los Hechos de los Apóstoles (c. 2) cuando reunidos los discípulos en un mismo lugar, vino de repente sobre ellos el Espíritu Santo y comenzaron a predicar las maravillas del Señor. "La gracia del Espíritu Santo -comenta la glosa- nunca procede con lentitud". Y en el Eclesiástico (11, 19) se lee: Fácil cosa es para Dios enriquecer al pobre en un momento. San Agustín demuestra esta eficacia de la inspiración interna de Dios en el Tratado de la Predestinación de los Santos, citando aquel pasaje de San Juan (6, 45): Todo el que ha escuchado al Padre y ha aprendido, viene a Mí. "Muy ajena -dice- a los sentidos de la carne es esta escuela en la que el Padre es escuchado y enseña el camino para llegar al Hijo. Y esto no lo obra por los oídos de la carne, sino por los del corazón... Así pues, la gracia que la divina largueza infunde secretamente en los corazones de los hombres, no es resistida por ningún corazón endurecido: aun más, la infunde precisamente para quitar de raíz la dureza de corazón".
También San Gregorio habla de esta eficacia de la inspiración interior en la homilía de Pentecostés: "?Qué gran artífice es este Espíritu! No tarda un instante para enseñar. Apenas toca el alma, le enseña todo cuanto quiere: tocarla y enseñarla es una sola cosa para El, pues al mismo tiempo que ilumina al alma, la transforma. Quita de repente lo que antes había y muestra de repente lo que no había". Por consiguiente, quien detiene el impulso del Espíritu Santo con largas consultas, o ignora o rechaza conscientemente el poder del Espíritu Santo.
Además de la autoridad de los Doctores Sagrados, citemos para comprobar la falsedad de esa afirmación los escritos de los filósofos. Aristóteles dice en un capítulo de la Ética que se titula De la buena fortuna: "Pregúntase cuál es en el alma el principio del movimiento. Naturalmente que como en todas las cosas, es Dios. En efecto, el principio de la razón no es la razón misma, sino algo superior. ¿Y qué otra cosa habrá superior a la ciencia y al entendimiento, sino sólo Dios? " Sigue hablando después de aquellos que son movidos por Dios, "los cuales no deben ir en busca de consejo: ya que tienen un principio tal que es mejor que toda inteligencia y consejo". Avergüéncense los que se dicen católicos y se entrometen a dar consejos humanos a los inspirados por Dios: un filósofo pagano les enseña que no hay necesidad de tales consejos.
e) Cuándo y a quién se ha de consultar sobre la vocación.
Tratemos de ver ahora en qué casos necesitan consejo aquellos a quienes ha sido inspirado el propósito de entrar en religión. En un primer caso, porque podría dudarse de si realmente lo que Cristo aconseja es lo mejor. Pero semejante duda es sacrílega. En un segundo caso, porque se vacila en cumplir el propósito de entrar en religión por no contrariar a los amigos, o por no perder los bienes temporales, lo cual es propio de un alma enredada aún en amores carnales. En su carta a Eliodoro dice San Jerónimo a este propósito: "Aunque tu pequeño hijo se te cuelgue del cuello; aunque tu madre con los cabellos desgreñados y rasgándose los vestidos te muestre los pechos que te amamantaron; aunque tu padre se tire en el umbral, pasa por encima de él y vuela sin una lágrima en los ojos, hacia el signo de la Cruz. En este caso, el único modo de ser piadoso es ser cruel... El enemigo empuña su espada para matarme, ¿y yo he de parar mientes en las lágrimas de mi madre? ¿He de desertar de la milicia por mi padre, a quien por causa de Cristo no debo ni la sepultura?" Trae después otros argumentos semejantes.
Tal vez alguno crea necesario pedir consejo para conocer si tiene fuerzas suficientes para poner en práctica su propósito. Pero también a esta duda sale al paso San Agustín -quien temía entregarse a la guarda de la continencia- hablando de sí mismo: "En aquella misma parte en que tenía puesta mi atención y adonde temía pasar, se me descubría la virtud de la continencia, con una casta dignidad, serena y alegre sin disipación: honestamente me halagaba, para que me llegara a ella resueltamente. Me extendía sus piadosas manos llenas de una multitud de buenos ejemplos, para recibirme en su seno y abrazarme. Allí había un gran número de jóvenes y doncellas; una juventud numerosa, personas de toda edad, viudas venerables y vírgenes ancianas. Y se burlaba de mí con una risa llena de alientos, como si dijera: Lo que pudieron éstos y éstas, ¿no lo podrás tú? ¿O acaso éstos y éstas lo pueden por sí mismos y no por su Dios? El Señor Dios me entregó a ellos. ¿Por qué te apoyas en ti mismo, si no puede estar en pie? Arrójate en El y no temas; no se retirará para dejarte caer. Arrójate seguro en sus brazos que El te recibirá y te sanará".
Resta examinar dos casos en que les sería necesario pedir consejos a los que se proponen entrar en religión. Uno, con respecto al modo de entrar en religión: y el otro con respecto a alguna traba especial que les impida tomar el estado religioso; ser esclavo, estar casado u otro semejante.
Ante todo, no debe consultar a sus parientes, pues como se lee en los Proverbios (25, 9): Tus cosas trátalas con tu amigo, y no descubras tus secretos a un extraño. Los parientes no entran en este caso en la categoría de amigos, sino más bien en la de enemigos, según aquello de Miqueas: Los enemigos del hombre son sus familiares (7, 6), frase que el Señor cita en San Mateo (10, 36). En este caso, como decimos, se deben descartar especialmente las consultas con los parientes. A esto se refiere San Jerónimo cuando en su carta a Eliodoro enumera los impedimentos que suelen poner los parientes a quienes han propuesto hacerse religiosos: "Ahora -dice- tu hermana viuda, te abraza tiernamente; tus domésticos, con los que has crecido, te dicen: ¿A quién hemos de servir si tú nos dejas? Ahora la que fue tu nodriza, ya anciana: tu padre nutricio, que ocupa un segundo lugar en tu corazón después de tu padre natural, te suplican: Espera a que muramos y nos sepultes". San Jerónimo dice en el libro tercero de la Moral: "El astuto adversario, como se ve expulsado del corazón de los buenos, va en busca de aquellos a quienes éstos aman y le dirige por medio de ellos palabras halagadoras, haciéndoles creer que son amados más que cualquier otro; para que así, mientras la fuerza del amor perfora el corazón, pueda él introducir fácilmente la espada de su persuasión hasta los fundamentos más íntimos de la rectitud". Por eso San Benito, como refiere San Gregorio en el libro segundo de sus Diálogos, huyendo ocultamente de su nodriza, se retiró a un desierto; pero comunicó su intención a un monje de Roma, el cual lo guardó en secreto y favoreció su propósito.
Hay que descartar también los consejos de los hombres carnales, que tienen por tontería la Sabiduría de Dios.
De ellos se burla el Eclesiástico diciendo (38, 12): Ve a tratar de santidad con un hombre sin religión, y de justicia con un injusto... No tomes consejos de éstos sobre tal cosa, sino más bien trata de continuo con el varón piadoso, al cual sí se ha de pedir consejo si hubiese en este caso algo que necesite consultar.
CAPÍTULO X: RESPUESTA A LAS OBJECIONES DEL CAPÍTULO VIII
Fácil nos será ahora refutar las objeciones.
1) Ante una empresa ardua es necesario, sí, pedir consejo; pero eso en el caso de que la verdad no sea evidente. Pero cuando lo mejor está claramente definido por un dictamen superior, resulta injurioso ponerlo en duda yéndolo a consultar de nuevo.
2) Dicen: el voto adquiere su firmeza por una deliberación del alma. No viene al caso. Esta deliberación consiste en una resolución interior por la cual elige uno el bien mayor obligándose a él. En efecto, toda acción procedente de una elección, procede asimismo de una deliberación o consejo, porque la elección es un acto de la voluntad previamente aconsejada, como dice Aristóteles en el libro tercero de la Ética. Ahora bien, así como el Espíritu Santo, siendo espíritu de fortaleza y de piedad, inspira al hombre este propósito; así también, siendo espíritu de consejo y de ciencia, le da esa deliberación interior.
3) La cita: Examinad si el espíritu viene de Dios tampoco viene al caso. Ese examen es necesario cuando no hay certeza. Por eso dice la glosa comentando aquello de la epístola a los tesalonicenses (1, 5, 20): Examinad todas las cosas: "Las cosas ciertas no necesitan discusión". Aquellos a quienes compete admitir a otros en la religión, pueden ignorar qué espíritu mueve a éstos a abrazar ese estado: si el deseo de la perfección espiritual o, como sucede a veces, para espiar e intrigar. Pueden asimismo dudar de su aptitud para el estado religioso. Por eso tanto las leyes eclesiásticas, como las constituciones religiosas, mandan a los superiores probar a aquellos a quienes deben recibir. Pero a los mismos interesados: los que quieren entrar en religión, no les puede caber duda alguna acerca de la intención que llevan. Por eso no tienen necesidad alguna de consultas, sobre todo si están seguros de que no les han de faltar fuerzas corporales. En último caso, a todo el que quiere entrar en religión se le concede un año de prueba para ver si estas fuerzas pueden serles suficientes.
4) Satanás se transforma en ángel de luz y sugiere bienes con la intención de engañar, es verdad. Pero, como dice la glosa comentando esta cita, cuando el diablo engaña los sentidos corporales, mas no puede apartar al alma de la verdadera y recta doctrina que la induce a vivir fielmente, no hay entonces ningún peligro en ingresar a la vida religiosa. Y en el caso de que el demonio, fingiéndose bueno, obrara y hablara como un ángel bueno, no se caería en un error peligroso o funesto, aunque se le haga caso como si realmente fuera bueno. Pero aun suponiendo que el mismo demonio incite a entrar en religión, siendo esto de suyo una obra buena y propia de ángeles buenos, no hay ningún peligro en seguir en este caso su consejo. Eso sí, debemos cuidar de resistirle siempre que nos incite a la soberbia o a otros vicios. En efecto, acontece frecuentemente que Dios se vale de la malicia del demonio para beneficiar a los santos, a quienes prepara sendas coronas si logran vencer siempre; y así Dios burla al demonio por medio de sus Santos.
Con todo se debe advertir que si el diablo -y aun un hombre- sugiere a alguien entrar en religión para emprender en ella el seguimiento de Cristo, tal sugestión no tiene eficacia alguna si no es atraído interiormente por Dios. En efecto, dice San Agustín en el Libro de la Predestinación de los Santos, que todos los santos son enseñados por Dios, no porque de hecho todos lleguen a Cristo, sino porque no se puede llegar por otro camino. Por consiguiente sea quien fuese el que sugiere el propósito de entrar en religión, siempre este propósito viene de Dios.
5) Dicen: se debe pedir consejo especialmente ante aquellas empresas que pueden tener un mal resultado. Aquí hay que hacer una distinción. En efecto, el mal resultado puede provenir de parte de la cosa misma en cuya empresa se corre peligro, o de parte del hombre que la emprende. Si el peligro amenaza de parte de la cosa que se ha emprender, en el caso de que esto suceda con frecuencia, es necesario deliberar mucho para salvar el peligro o desistir por completo de tal cosa. Pero si el peligro sólo existe en contados casos, no es necesaria una larga deliberación, sino un poco de cuidado y cautela para no caer en él alguna vez que otra. De otro modo no se podría emprender ninguna obra humana, pues, como dice el Eclesiastés (11, 4): Quien anda observando el viento no siembra, y el que atiende a que hay nubes nunca se pondrá a segar. Y los Proverbios (26, 13): Dice el perezoso: hay un león en el camino; está una leona en los desfiladeros. "Muchos -comenta la glosa- cuando oyen palabras de exhortación, dicen que sí quieren comenzar el camino de la santidad, pero que no pueden seguirlo por miedo a Satanás".
Otras veces sucede que la cosa en sí misma es segura, pero tiene malos resultados por la razón de que el hombre cambia de propósito. Con todo, el hecho de que algunos, abandonando su propósito, apostaten de la vida religiosa y se hagan peores que antes, no es motivo para echarnos atrás o diferir el ingreso a la religión con la excusa de una mayor deliberación. De lo contrario, lo mismo habría que decir acerca del acceso a la fe y a los sacramentos, porque -como dice San Pedro- (2, 2 , 21): Mejor les fuera no haber conocido el camino, que después de conocido volverse atrás. Y San Pablo en la Epístola a los Hebreos (10, 29); ?Cuántos más grandes suplicios merece aquel que tuviere por vil la sangre del Testamento y ultrajare al Espíritu de Gracia! Por la misma razón tampoco deberíamos hacer obras de justicia, porque se lee en el Eclesiástico (27, 27): A quien de la justicia se vuelve al pecado, lo destina Dios a la perdición.
6) Concedamos un poco más de atención a la cita de los Hechos: Si este designio u obra viene de Dios, no lo podréis destruir. Y esto porque lo repiten con frecuencia, y porque lleva escondido el veneno de una malicia herética. En efecto, de esta cita interpretada torcidamente los herejes contemporáneos pretenden deducir dos errores: que los cuerpos que se corrompen no fueron hechos por Dios, y que si alguien obtiene de Dios la gracia o la caridad, ya no puede condenarse. Nosotros podríamos agregar otros más por el estilo: si el diablo pecó, no fue creado por Dios; si Judas apostató del colegio apostólico, no fue elegido por Dios; si Simón Mago cayó en la herejía después del bautismo, no fue obra de Dios el que Felipe lo bautizara. A estos argumentos añadamos el tan admirable argumento de todos éstos, tan eficaz como aquéllos: "Si el que entró en religión, sale después de ella, el propósito con que entró no provenía de Dios", o también: "El celo de aquellos que lo indujeron a hacerse religioso no era inspirado por Dios". Contra ellos citemos las palabras de San Agustín en el libro primero contra Juliano, que afirmaba: "La raíz del mal no puede estar en lo que es don de Dios", contra el cual San Agustín: "Saldrá vencedor el maniqueo si no se le resiste a él y también a ti... Por eso la verdad de la fe católica venció al maniqueo, porque te venció a ti". Para que nuestros adversarios sean vencidos junto con los maniqueos, afirmamos: Los designios de Dios nunca se destruyen, según aquello de Isaías (46, 10): Mis resoluciones se sostendrán y todos mis deseos se cumplirán. Y así como por su inmutable designio hace que las cosas corruptibles existan en el tiempo y no en la eternidad; así también da a algunos la justicia por cierto tiempo, pero no les concede el don de la perseverancia, como dice San Agustín en su tratado sobre la Perseverancia. Y así como se derrota a los maniqueos probándoles que las cosas corruptibles son creadas por un inmutable designio de Dios, para que sólo existan cierto tiempo, del mismo modo se derrota a nuestros adversarios probándoles que Dios, en sus designios inmutables, inspira a algunos el propósito de entrar en religión, pero no les concede la gracia de perseverar en ella.
CAPÍTULO XI: OBJECIONES
"Es más meritorio un acto de virtud hecho sin la obligación del voto. Por consiguiente, nadie debe obligarse con voto o juramento a entrar en religión.
Se cita, además, la legislación eclesiástica".
Examinemos ahora las razones con que nuestros adversarios pretenden probar que es ilícito obligarse con voto a entrar en religión.
1) Es mejor hacer actos de virtud sin voto que hacerlos obligados con él. En efecto, dice San Próspero a este propósito en el libro segundo de la Vida Contemplativa: "Debemos abstenernos de carne y ayunar, pero no como si estuviésemos sujetos a una obligación ineludible de ayunar; porque entonces no lo haríamos por devoción, sino contra nuestro agrado y voluntad". Ahora bien, quien hace voto de ayunar, se sujeta a una obligación ineludible de ayunar -y lo mismo dígase de los demás actos de virtud- . No parece, pues, laudable, obligarse con voto a ayunar, a entrar en religión o a cualquier otro acto de virtud.
2) Cuanto más necesaria es una cosa, tanto menos meritoria es. Ahora bien, cuando uno ha hecho ya voto de entrar en religión o de realizar cualquier obra virtuosa, está por ello obligado necesariamente a cumplir lo prometido. Por consiguiente es más laudable y meritorio realizar una obra virtuosa sin obligarse con voto, que obligándose con él.
3) Está vedado expresamente obligarse con voto o juramento a entrar en religión. Así se deduce de una resolución del Concilio de Toledo (que se encuentra en los decretos, dist. XLV, en el capítulo referente a los judíos): "(Los judíos) no han de ser convertidos a la fuerza, sino por propia libertad, para que su justificación sea perfecta; porque así como el hombre usando de su libre albedrío hizo caso a la serpiente y cayó, así también se debe salvar por la fe, respondiendo al llamado de la gracia con el consentimiento de su alma". No han de ser, pues, convertidos a la fuerza, sino con libre voluntad y consentimiento. Todo esto se debería observar con mayor razón tratándose del ingreso a la religión, que es, en realidad, menos necesaria para la salvación. Ahora bien, aquellos que se obligan con juramento o con voto a entrar en religión, no van a ella voluntariamente, sino obligados por una necesidad. Por eso no parece conveniente contraer semejante obligación.
A la misma conclusión lleva un decreto del Papa Urbano (XIX, 9, 2, cap. Duae sunt). En él se dice que aquellos que entran en religión, van a ella por una ley privada inspirada por el Espíritu Santo; y donde está el Espíritu del Señor -dice el Apóstol (2 Co 3, 17)- allí hay libertad. A la libertad se opone la necesidad. Y el voto o el juramento traen consigo esta necesidad. Por tanto, no es conveniente inducir a ciertas almas a obligarse con voto o juramento a entrar en religión.
4) Lo mismo aconseja el resultado experimentado en muchos que habiendo entrado en religión obligados por este voto, no perseveraron en su cumplimiento, sino que vueltos al siglo, desesperados de sí mismos, se entregaron a toda suerte de iniquidades.Y aquí se cumple aquello que el Señor echó en cara a los escribas y fariseos (Mt 23, 15): Andáis girando por mar y tierra a trueque de convertir un gentil; y después de convertido lo hacéis digno del infierno dos veces más que vosotros.
5) Algunos hubo que habiendo hecho este voto, no lo cumplieron; y sin embargo llegaron a ser buenos obispos y arcedianos, lo que no podrían aceptar en virtud del voto hecho.
6) No hay que inducir a nadie a ingresar en religión por los beneficios temporales -mostrándole, por ejemplo, las dignidades que puede tener-. Así lo prescribe un decreto del Papa Bonifacio (I, q. 2, cap. Quam pio): "Nunca hemos leído que los discípulos del Señor, o los convertidos por su predicación, hayan atraído a algunos al culto de Dios por medio de dádivas".
7) Es una falta de fidelidad obligarse sin experiencia alguna a las gravosas cargas de la vida religiosa: a levantarse temprano, a pesadas vigilias, ayunos, disciplinas y a otras asperezas parecidas; para ser luego conducidos a ellas como buey al sacrificio. Y así, por no cumplir lo prometido, se han tendido a sí mismos un lazo para la muerte eterna.
8) Es además, ilícito contraer tal obligación, como que va contra un decreto de Inocencio IV, en el que se manda conceder un año de prueba a los que quieren entrar en religión y prohíbe atarse con votos religiosos antes de los catorce años; lo cual está de acuerdo con las reglas de San Benito, en las que se concede un año de prueba a los recién convertidos a la fe.
9) Es particularmente ilícito que los niños no llegados aún a la pubertad se obliguen con voto a entrar en religión. En efecto, es ilícito atarse con una obligación que puede ser justamente anulada por otro. Ahora bien, si un impúber se obliga con voto a entrar en religión, pueden sus padres o tutores impedírselo, según un decreto (XX, 9, 2 ): "Si una niña recibiese el santo velo antes de los doce años, por propia voluntad; pueden sus padres o tutores anular al momento ese acto, si así lo quisieren". Por lo tanto no es permitido a los impúberes obligarse con voto o juramento a entrar en religión.
10) Quien no ha llegado aún a la pubertad aunque sea capaz de dolo; no puede obligarse a entrar en religión. En efecto, una glosa de Bernardo sobre el decreto de Inocencio III De los regulares y los que entran en religión, dice: Si se sabe ya que estos menores no tienen aún los trece o catorce años, puede sobrevenir esta duda: tal vez sean capaces de dolo; y en este caso la malicia supliría la edad: lo que vale también para el matrimonio (extrav. de desponsatione impuberum, cap. A nobis y cap. Tuae), lo cual se aplicaría también aquí; pues así como pudieron ligarse al demonio, así también pueden obligarse al servicio de Dios. Pero el Papa (Inocencio III) responde que éstos pueden ser recibidos por los obispos y tener cargos en sus diócesis. Lo cual quiere decir que no pueden obligarse con voto antes de los catorce años.
Hugucio, en cambio, decía que sí quedan obligados los que son capaces de dolo; y puesto que pueden ligarse al diablo, deben también cumplir el voto haciéndose monjes. Y en realidad Inocencio III fue de la misma opinión, puesto que en el citado decreto dice que si la malicia suplía la falta de edad, estaba obligado a entrar en religión, como consta en el original. Pero esto no vale para nuestro tiempo; tanto que Raimundo y Godofredo afirman los mismos en sus respectivas sumas.
11) Los niños antes de los catorce años no pueden ligarse con juramento (Decretos, XXII, quaest. 5, cap. Pueri y cap. Honestum). Por la misma razón no pueden obligarse con voto a entrar en religión antes de los catorce años.
12) La palabra religión viene de las palabras latinas religare, volverse a atar, o reeligere, volver a elegir, según dice San Agustín en el libro décimo de La Ciudad de Dios. De ahí se concluye que los niños que no están ligados no pueden re-ligarse y los que no han elegido no pueden re-elegir por el ingreso en religión.
De todos estos argumentos concluyen: desdichados e insensatos aquellos niños que entran o se obligan con voto a entrar en religión.
CAPÍTULO XII: MAYOR MÉRITO DE UNA OBRA BUENA REALIZADA EN VIRTUD DE UN VOTO
El mayor o menor mérito de una obra depende del mayor o menor afianzamiento de la voluntad en el bien. Ahora bien, el voto afirma más a la voluntad en el bien (en el propósito de ser más perfecto). Luego es lícito obligarse con voto a entrar en religión cuando por el momento no se lo puede hacer. Y así ya de algún modo adquiere el mérito de la acción futura.
Para que podamos ver claramente qué hay de verdad en cada una de las objeciones propuestas, hay que examinarlas con orden comenzando por lo más general hasta lo particular.
a) El voto hace más meritoria a la acción virtuosa.
En un primer punto hay que averiguar si es verdad aquello que afirman; que es más meritorio un acto de virtud hecho sin la obligación que impone el voto, que el hecho con esta obligación. Y aunque hayamos hablado ya largamente sobre el particular en otro libro sobre la perfección, con todo no será ocioso repetir aquí algunos conceptos.
Por lo tanto, en este primer punto hay que considerar lo siguiente: el mayor o menor mérito de una obra depende de su raíz, que es la voluntad; por consiguiente, tanto más meritoria será la obra exterior, cuando mejor sea la voluntad de que procede. Ahora bien, una de las condiciones que se requieren para que la voluntad sea buena, es que ésta sea firme y estable. Por eso se suele citar para censurar a los perezosos aquellos de los Proverbios (13, 4): El perezoso quiere y no quiere. Por consiguiente, tanto más laudable y meritoria será la obra externa, cuanto más firme esté la voluntad en el bien.
Por eso dice el Apóstol (1 Co 15, 58): Sed firmes y constantes. Según Aristóteles la virtud requiere un obrar constante y estable; y los jurisconsultos definen la justicia: "Una perpetua y constante voluntad". Por el contrario, tanto más detestable es el pecado cuanto más obstinada en el mal esté la voluntad humana: de ahí que se ponga a la obstinación, entre los pecados contra el Espíritu Santo.
Pues bien, es evidente que la voluntad adquiere para realizar algo por medio del juramento; por eso decía el Salmista (118, 106): Juré y sostengo observar los decretos de tu justicia. También por el voto que es una promesa. Y quien promete hacer algo, reafirma su propósito de realizarlo.
Concluimos: un acto de virtud es más laudable y meritorio si es realizado por una voluntad afianzada por el voto.
Esto también se prueba por el modo de obrar de los hombres. En efecto, siendo tan voluble la voluntad humana, no damos crédito a las palabras de los hombres que nos quieren hacer algo, si no las confirman -según la costumbre establecida- con su promesa; aun más: si no corrobora su promesa con algunas prendas proporcionadas. Ahora bien, cada uno se debe más a sí mismo que al prójimo, especialmente en lo que se refiere a la salud espiritual, como se lee en el Eclesiástico (30, 24): Apiádate de tu alma y agrada a Dios. Pero a causa de lo mudable que es su voluntad, puede el hombre dejar de cumplir lo que se había propuesto, por ceder a la utilidad temporal de otro. Por eso, si es útil dar las suficientes seguridades al prójimo, confirmando la promesa con juramento, prendas y otras garantías; mucho más laudable será asegurarse a sí mismo, procurando confirmar con voto, juramento, o de cualquier otra manera, la buena resolución tomada. Por eso dice San Agustín en su carta a Paulina y Armentario: "Puesto que has hecho el voto, estás obligado a cumplirlo: no te es lícito hacer otra cosa". Y más adelante: "Sin embargo no te arrepientas de haberlo hecho, sino más bien alégrate de no poder hacer aquello que, de serte permitido, sería en daño tuyo".
Un segundo punto a considerar es que el acto de una virtud de orden inferior llega a ser más digna de estima y mérito cuando se ordena a una virtud superior: un acto de abstinencia, por ejemplo, cuando se ordena a la caridad; y con más razón aun cuando se ordena a la latría, que es más excelente que la abstinencia. Ahora bien, el voto es un acto de latría, puesto que por él prometemos a Dios aquello que se relaciona con el culto divino, como se lee en Isaías (19, 21): En aquel día el Señor será conocido de Egipto y honraránle con hostias y ofrendas, y harán votos al Señor y los cumplirán. El ayuno será pues, más laudable y meritorio si se hace en virtud de un voto. Por eso se aconseja, o se manda en el Salmo (75, 12): Ofreced y cumplid votos al Señor Dios vuestro. Si el voto no hiciera mejor a la obra buena, este consejo u orden sería inútil.
b) Es lícito y laudable hacer voto de entrar en religión si por el momento no se lo puede hacer.
Sentado esto, se presenta la tercera cuestión: A ver si es lícito obligarse con voto a entrar en religión, o si, por el contrario, es un error.
Si es cosa virtuosa abrazar el estado religioso; y si, por otra parte, el realizar actos de virtud obligados por un voto, es de mayor mérito: dignos de elogios serán también aquellos que no pudiendo por el momento entrar en religión, se obligan con voto a entrar luego. A no ser que se afirme, siguiendo a Vigilancio, que la vida seglar y la vida religiosa son lo mismo; o con menos juicio aún, se caiga en el error de sostener que el estado de aquellas órdenes aprobadas por la Iglesia no es el estado propicio para la salvación; en lo cual superan la herejía de Vigilancio, no sólo por inutilizar los consejos de Cristo, sino por descartarlos completamente; por ir contra las leyes de la Iglesia, que es ya caer en el cisma.
Y bien, si son dignos de alabanza y movidos por el espíritu de Dios aquellos que se obligan con voto a entrar en religión, con igual razón son también dignos de alabanza quienes los induzcan a abrazar ese estado. De este modo cooperan con el Espíritu Santo, ya que con su ministerio exterior los exhortan a llevar a cabo aquello que el Espíritu Santo les inspira interiormente. Somos ayudadores de Dios (1 Co 3, 9) trabajando desde afuera.
Visto lo pernicioso que es afirmar lo contrario con respecto a lo que sobrepasan los años de la pubertad, pasemos a considerar si los niños o niñas que no han pasado estos años pueden obligarse con voto a entrar en religión.
Hay que distinguir aquí dos clases de votos: simple y solemne. El voto simple consiste en la sola promesa. El voto solemne añade a la promesa una manifestación externa, a saber: cuando el hombre se ofrece actualmente a Dios, ya recibiendo una orden sagrada, ya profesando en una determinada orden religiosa en manos del prelado, circunstancias que solemnizan el voto; ya, en fin, recibiendo el hábito de los profesos, lo que equivale a una profesión.
Ambos votos producen con relación al matrimonio efectos diversos. Hecho el voto solemne no se puede contraer matrimonio y se anula el ya contraído. El voto simple en cambio, aunque impida contraer matrimonio, no anula el ya contraído.
Con respecto a la vida religiosa tienen también cada uno de estos votos un efecto contrario y diverso. En efecto, el voto solemne, que se hace por una profesión expresa o presunta, constituye al monje o al fraile en una orden cualquiera. El voto simple en cambio no constituye al monje, porque sigue siendo dueño de sus cosas, y aun puede ser marido si contrae matrimonio. Ahora bien, el voto simple consiste en la promesa hecha a Dios, que procede de una deliberación interior; por consiguiente el voto simple tiene una eficacia otorgada por el derecho divino, y que ningún derecho humano puede anular.
Sin embargo esta eficacia del voto simple se puede anular de dos maneras. Una, por falta de deliberación, que es lo que da consistencia a la promesa: por eso no obligan los votos de los furiosos y otros dementes (extrav. de regul. et transeuntibus ad religionem., cap. Sicut tenor), como tampoco los de aquellos niños incapaces de dolo que no han llegado al debido uso de la razón -en unos más tardos que en otros-, según las disposiciones naturales: que para esto no se puede fijar una edad determinada.
La otra manera de anular esta eficacia se da cuando el que hace el voto no es libre. Si un siervo, por ejemplo, hiciera voto de entrar en religión, este voto tendría eficacia en cuanto al siervo si tiene uso de razón en el caso de que el dueño lo consienta. Pero si el dueño se opone, el siervo puede revocarlo sin falta alguna según lo autoriza un decreto (Dis. XLIV, cap. Si servus): "Si un siervo llegara a ordenarse sin que lo sepa su amo, puede éste en el término de un año probar que el siervo es posesión suya y recobrar sus derechos sobre él". Y como el niño y la niña antes de los años de la pubertad están por derecho natural sometidos a la potestad del padre, puede éste aceptar o anular, si así lo quisiere, los votos que éstos hicieren: y esto por derecho divino. En efecto, se lee en Números (30, 4): Si una mujer que todavía está en casa de su padre, siendo de menor edad, hace algún voto y se obliga con juramento; si su padre sabe el voto que hizo y el juramento con que ligó su conciencia, y calla, queda obligada con el voto; y cuanto prometió y juró, tanto podrá por obra. Pero si el padre, luego que lo entendió contradijo, serán inválidos así los votos como los juramentos, ni quedará obligada a la promesa, porque se opuso su padre. Síguese de allí que la niña, y por consiguiente también el niño, que no han llegado aún a la pubertad, pueden, en cuanto sean capaces, obligarse con voto, a no ser que la falta de uso de razón se lo anule, según hemos dicho ya. Pero como están sujetos a la potestad de otros, puede su padre anular el voto, lo que se prueba también por lo que se añade con respecto a la mujer adulta (Nm 30, 7), cuyo marido puede invalidar el voto que ésta hubiere hecho. Y aunque el derecho positivo no pueda determinar en qué momento comienza el hombre a tener uso de razón para poder desde ese momento consagrarse a Dios, puede sin embargo establecer un determinado tiempo durante el cual debe una persona estar sujeta o ligada a otra. En la mujer este tiempo se fija hasta los doce años cumplidos, y en el varón hasta los catorce cumplidos, porque ésta es la edad que la costumbre ha fijado para la pubertad.
En resumen: en cuanto al voto simple como el que se obliga uno a entrar en religión, puede uno obligarse con él en cuanto esté en su poder, antes de cumplir los años de la pubertad, siempre que sea en esa edad capaz de dolo, y tenga además el suficiente uso de razón como para darse cuenta de lo que hace. Con todo puede el padre o el tutor que está en lugar del padre, anular este voto.
En cuanto al voto solemne que se realiza por la profesión tácita o expresa, y requiere ciertas solemnidades exteriores conforme a las reglamentaciones eclesiásticas -y lo mismo dígase de la solemnidad del orden sagrado- se exige, según lo prescriben las leyes de la Iglesia, que se hayan cumplido los años de la pubertad, a saber: en el varón los catorce años y en la mujer los doce. La profesión hecha antes de esa edad, sea o no el sujeto capaz de dolo, no constituye monje al que profesó ni tampoco en fraile en ninguna orden. Esta es la doctrina común de la Iglesia, no obstante lo que -según se dice- enseñe en contrario Inocencio III.
CAPÍTULO XIII: RESPUESTA A LAS OBJECIONES DEL CAPÍTULO XI
Con estas nociones será tarea fácil refutar las objeciones.
1) Las palabras de Próspero: "Debemos ayunar no como si estuviésemos sujetos a una necesidad de ayunar" se refieren a una necesidad de coacción, contraria al acto voluntario. Por eso añade: "Porque entonces no lo haríamos por devoción, sino contra nuestro agrado y voluntad". No habla pues la necesidad que impone el voto, la cual no hace sino aumentar la devoción, que se llama así de devoveo: consagrarse con voto.
2) El que lo necesario sea menos meritorio ha de entenderse de aquella necesidad impuesta contra la propia voluntad. Pero cuando uno se impone a sí mismo la necesidad de hacer el bien, obra con mucho más mérito, puesto que en cierta manera se hace esclavo de la justicia, como lo advierte San Pablo escribiendo a los romanos (6, 19). Por eso dice San Agustín en su carta a Paulina y Armentario: "?Feliz necesidad la que nos obliga a lo más perfecto!".
3) La cita acerca de los judíos que deben ser convertidos sin violentarlos, evidentemente no viene al caso. El consolidar la voluntad en el bien no equivale a quitar la libertad, si no ni Dios ni los bienaventurados tendrían una voluntad libre. A la libertad se opone la necesidad de coacción causada por la violencia o el miedo. A esto se refiere el canon acerca de los judíos cuando manda expresamente: "Manda el Santo Sínodo que no se fuerce a nadie para que crea". Ahora bien, por el voto o el juramento no se violenta al hombre, sino que por medio de ellos la voluntad se consolida en el bien. Ellos no convierten al hombre en un forzado, sino que hacen a su voluntad más decidida, empezando ya en cierta manera a obrar en cuanto se obliga a ello. Según eso, ninguna persona que está en sus cabales va a decir que es ilícito inducir a los judíos a que libremente se obliguen con voto o juramento a recibir el bautismo.
4) La objeción de que algunos de los que se obligan con voto o juramento a entrar en religión se vuelven atrás, se abandonan a la desesperación, se entregan a toda clase de pecados, haciéndose así dignos del infierno dos veces más que aquellos que lo indujeron a hacer ese voto, se refuta con aquellas palabras de San Pablo (Rm 3, 3): La infidelidad de aquellos que no han creído ¿frustrará por ventura la fidelidad de Dios? Esto nos advierte que no es razón suficiente para prejuzgar mal de aquellos que perseveran en el bien, el hecho de que algunos abusen de ese bien. Una glosa comenta el pasaje citado diciendo que por el hecho de haber rechazado la fe algunos judíos, no se debe prejuzgar a los demás como indignos de alcanzar lo que Dios prometió a los que fueran fieles. Del mismo modo, el que algunos hayan hecho voto o juramento de entrar en religión y se arrepienten luego y se hagan peores, no es razón para pensar mal de los que perseveran en su buen propósito. Ni tampoco los que los mueven a entrar en religión tienen la intención de hacerlos con ello dignos del infierno, sino hijos del reino, siendo por otro lado más numerosos los que progresan cumpliendo el voto, que aquellos que fracasan por quebrantarlo. A no ser -Dios no lo permita- que con sus malos ejemplos los inciten al pecado, como comentan San Jerónimo y San Juan Crisóstomo.
Al parecer se podría citar en apoyo de esta razón lo que San Pablo escribe a Timoteo (1, 5, 11): Viudas jóvenes no las admitas. E indica en seguida el motivo: Teniendo su sentencia de condenación, por cuanto violaron la primera fe por la cual habían prometido a Dios guardar continencia. Pero, como dice San Jerónimo en su carta a Ageruquia sobre la monogamia, a causa de aquellas que han fornicado injuriando a Cristo, su Esposo, quiere el Apóstol un segundo matrimonio prefiriendo la bigamia a la fornicación; y esto por condescendencia, no por mandato, puesto que mucho más tolerable es ser bígama que una libertina; tener un segundo marido que tener muchos maridos en el adulterio. No quiere pues el Apóstol prohibir absolutamente a las viudas jóvenes que hagan voto de continencia, puesto que escribiendo a los corintios dice (1, 7, 8): Bueno les es si permanecen así en la viudez. Lo que prohíbe es que sean recibidas para el servicio de la Iglesia aquellas que viven en la licencia. Por eso dice: Viudas jóvenes no las admitas, pues cuando se han regalado a costa de Cristo, quieren casarse.
5) La objeción de que algunos, después de haber hecho voto de entrar en religión, se han quedado en el mundo y fueron después buenos obispos, va manifiestamente contra la verdad, como se ve por un decreto de Inocencio que trata del voto y de la dispensa del voto y dice: "Nos enteraste por tu carta que habías hecho solemnemente en la Iglesia de Grenoble el voto de recibir el hábito religioso, y que habías prometido en manos de su prelado cumplir el voto antes de los dos meses después que volvieras de la Sede Apostólica. Pues bien, ya ha pasado ese plazo y no has cumplido lo prometido. A pesar de eso y de haber quebrantado el voto has sido designado para gobernar la diócesis de Ginebra". Y más adelante: "Por tanto -recibida tu explicación-, te aconsejamos que renuncies el gobierno de dicha Iglesia y cumplas los votos hechos al Altísimo". De ahí se deduce claramente que no pueden en conciencia ser elegidos obispos o arcedianos los que hicieron voto de entrar en religión. Y si aceptaran no serían buenos obispos ni buenos arcedianos por cuanto quebrantaron su voto.
6) Decían: no hay que atraer a nadie al culto de Dios con la esperanza de los beneficios temporales. Esta objeción se refuta con el mismo capítulo que citan. Después de dicha cita se lee: "A no ser que algunos se encarguen de alimentar en común a los pobres, a ninguno de los cuales, sea cual fuere su profesión se le negará el sustento". Lo cual demuestra que no hay razón alguna para censurar a aquellos que procuran fondos a los escolares pobres y los alimentan durante su estudio para que sean después religiosos más capaces. Ni aun sería ilícito ganarse la confianza de algunos concediéndoles beneficios temporales con el fin de elevarlos a mayor perfección. Sería ilícito en el caso de que intervenga algún pacto o convenio. Por eso se añade en el mismo capítulo: "Con tal que no haya de por medio ningún pacto y que cese todo convenio". De otra manera, si no estuviera permitido atraer a uno a los bienes espirituales por medio de los temporales, sería igualmente ilícito distribuir ciertos estipendios, como se hace en algunas Iglesias, a los que asisten al oficio divino.
7) La objeción de que va contra la fidelidad inducir a los jóvenes a tomar sobre sí cargas pesadas como ayunos, vigilias y otras semejantes, contiene un error manifiesto. En efecto, cuando alguien es recibido o se obliga a entrar en religión, se le entera desde el comienzo de todas aquellas cargas que pueden serle pesadas.
Tampoco se falta contra la fidelidad si al atraer a alguno a una orden cuyas austeridades sean manifiestas, se le prometen los consuelos espirituales al ejemplo del Señor, que decía (Mt 11, 29): Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis reposo para vuestras almas. Las austeridades corporales están significadas en estas frases por la palabra yugo y los consuelos espirituales en el descanso prometido. A propósito de esto dice San Agustín (Libro de las Palabras del Señor): "Los que con rostro sereno cargaron con el yugo del Señor afrontan tan grandes pruebas que parecen más bien haber sido llamados del reposo al trabajo que no del trabajo al reposo. Pero ciertamente está con ellos el Espíritu Santo quien derramando sobre ellos las delicias divinas con la esperanza de la futura felicidad, les suaviza todas las austeridades presentes y les alivia todas sus dificultades y trabajos. Demuestran pues, entender muy poco de delicias espirituales los que toman por unos ilusos a quienes se imponen por amor de Cristo toda clase de trabajos corporales".
8) El decreto del Papa Inocencio no viene al caso, puesto que se refiere al voto solemne emitido por la profesión, no al voto simple, por medio del cual uno se obliga por devoción a la vida religiosa.
9) El que puedan los padres anular el voto de sus hijos no llegados a la pubertad no prueba nada. No es necesariamente ilícito todo aquello que puede ser revocado. De otra manera habría que decir que pecan los menores de veinticinco años cuando obran en contra de sus intereses, puesto que más tarde tendrán todos sus derechos. Por lo tanto no pecan los niños que hacen voto de entrar en religión, o aun que reciben el hábito religioso antes de la pubertad sin el consentimiento de los padres, aunque pueden éstos desautorizarlos. Si esto fuera pecado, lo prohibirían aquellos cánones que dan a los padres la facultad de anular los votos.
10) Las citas del comentario a los decretos y de las sumas de los juristas no tienen nada que ver con el asunto, porque tratan del voto solemne que constituye en monje o profeso en una orden religiosa. Sobre este punto hubo muchas discusiones entre los doctores en derecho canónico. Amén de que es ridículo y fuera de lugar que los profesores de doctrina sagrada citen como autoridad las pequeñas glosas de los juristas, y las discutan.
11) No viene al caso. Los cánones no prohíben a los niños jurar, sino que se les obligue a jurar.
12) Es falso lo que dicen. Los niños se han ligado por la profesión de fe cristiana que eligieron sacramentalmente en el bautismo. Por consiguiente pueden ligarse y elegir de nuevo el estado de perfección. Pero hay otra razón para tacharlo de falso: en el mismo sacramento del bautismo los niños abrazan la religión cristiana y por una nueva elección se re-ligan a Dios, de quien fueron separados por el pecado de los primeros padres.
Finalmente, esa sacrílega conclusión que tacha de necios a los niños, no puede ser soportada por oídos piadosos. ¿Quién puede tachar de necio al niño Benito, que dejando la casa y hacienda paterna y deseando servir únicamente a Dios, marchó al desierto para abrazar un estado de santidad? ¿Quién si no un hereje, se mofará de San Juan Bautista, de quién se lee (Lc 1, 80): El niño crecía y se fortalecía en espíritu; habitó en los desiertos hasta el tiempo en que debía darse a conocer a Israel?
Con tales insultos descubren a las claras su naturaleza animal, llamando estupidez lo que viene del espíritu de Dios, del cual dice San Ambrosio en su comentario a San Lucas que "no es limitado por la edad; no se extingue con la muerte, ni es excluido del seno materno". Y San Gregorio en la Homilía de Pentecostés: "El cual llena a un niño que toca la cítara, y hace de él un Salmista; llena a un pastor de ganado que arranca sicomoros y lo hace en profeta; llena a un niño abstinente y lo hace juez de viejos; llena a un pescador y lo hace un predicador; llena a un perseguidor y lo hace doctor de las naciones; llena a un publicano y lo hace evangelista".
Citaré en contra de ellos las palabras del Apóstol (1 Co 3, 18): Si alguno se tiene por sabio según el mundo, hágase necio a fin de ser sabio. Necio según la sabiduría del mundo, que no es sino necedad delante de Dios y no según la sabiduría de Dios, que amonesta a los pequeñuelos diciéndoles: ¿Hasta cuándo niños habéis de amar las niñerías?. . . Convertíos a mis reprensiones: mirad que os comunicaré mi espíritu (Prv 1, 22).
CAPÍTULO XIV: OBJECIONES
"En cuanto a la perfección de la caridad es más perfecto poseer propiedades en común -como en los antiguos monasterios y abadías- que carecer de ellas viviendo de limosna".
Consideremos, en fin, el empeño con que procuran apartar a los hombres de la vida religiosa, rebajando su perfección, sobre todo la de aquellos que no poseen nada en común.
1) Dice San Próspero en su libro sobre la vida contemplativa (XII, q. 1): "Conviene que la Iglesia posea propiedades, y que cada uno renuncie a los bienes propios por amor de la perfección. Los bienes de la Iglesia son comunes, no propios; de ahí que quien desecha sus posesiones y las abandona o las vende al ser puesto al frente de una Iglesia se constituye en el administrador de todos los bienes que posee esa Iglesia. En fin, San Paulino -vosotros lo sabéis mejor que yo-, vendió sus vastas posesiones y repartió el producto entre los pobres. Pero cuando fue nombrado obispo, no dejó de lado los bienes de su Iglesia, sino que los administró con notable fidelidad. Este hecho nos enseña que se debe sí, despreciar los bienes propios para alcanzar la perfección; pero también que se puede disponer de aquellos bienes pertenecientes a la Iglesia (y que son por lo tanto comunes) sin obstáculo alguno para la perfección". De ahí se deduce que el no poseer bienes en común va contra la perfección.
2) Citemos el ejemplo de otros Santos. En efecto, se lee de San Gregorio que construyó con su patrimonio un monasterio dentro de los muros de Roma y seis en Sicilia. También de San Benito, admirable formador de monjes, recibió vastas posesiones para su monasterio. Estos esclarecidos varones, imitadores de la perfección evangélica, no hubiesen hecho eso si las posesiones en común fueran obstáculo para la perfección apostólica y evangélica. Consecuencia: no pueden tender a una mayor perfección los que carecen de bienes en común.
3) Los Apóstoles, a quienes el Señor había mandado que no poseyeran nada ni llevaran provisiones para el camino, algo poseían en tiempos de necesidad. En efecto, sobre aquel pasaje de San Lucas (12, 36): Pero ahora el que tiene bolsillo llévelo y también alforja, dice la glosa: "Ante el inminente peligro de la vida, y como toda aquella gente perseguía a la vez al pastor y al rebaño les dio una norma de acuerdo con los tiempos, permitiéndoles llevar lo necesario para la vida". Ahora bien, los Apóstoles no eran menos perfectos en tiempos de persecución. Por consiguiente, el poseer bienes en común no disminuye la perfección.
4) Cristo ha instituido el orden de los discípulos, a los que han sucedido los obispos y los clérigos, los cuales poseen bienes. En cambio las órdenes religiosas que viven en la pobreza sin poseer nada, fueron instituidas por otros y más tarde. Ahora bien, es más perfecto lo que fue instituido por Cristo. Por consiguiente, debe ser más perfecto tener posesiones en común que vivir sin ellas.
5) No se puede creer que un estado de perfección instituido por Cristo, hubiese permanecido como dormido desde los tiempos de los Apóstoles hasta nuestros días, en que algunas órdenes comenzaron a vivir sin posesiones en común. De ahí se concluye que el carecer de posesiones comunes no puede entrar en el plan de la perfección evangélica.
6) Si hubo algunos que en tiempos posteriores a los Apóstoles carecieron de posesiones en común, vivían sin embargo de sus trabajos manuales, como hacían los Santos Padres en Egipto. Por consiguiente, aquellos que carecen de posesiones en común y tampoco viven del trabajo de sus manos, parecen distar mucho de la perfección evangélica.
7) Se ha impuesto la renuncia a las riquezas precisamente para dejar de lado toda preocupación por las cosas temporales, según aquello de San Lucas (12, 22): No andéis inquietos en orden a vuestra vida sobre lo que comeréis, ni en orden a vuestro cuerpo sobre qué vestiréis. Asimismo en 1 Co (7, 32): Deseo que viváis sin inquietudes. Ahora bien, aquellos que no poseen nada en común tendrán muchas más preocupaciones en buscarse el sustento, que aquellos que ya lo tienen previsto suficientemente en los fondos comunes. Por consiguiente, el carecer de bienes en común disminuye la perfección evangélica.
8) Esta suerte de religiosos están precisados a entrometerse en las ocupaciones de una cantidad de gente que les proporciona el sustento. Con esto se les multiplican las preocupaciones temporales, contrarias a la perfección evangélica. Esto nos hace creer que el estar privado de posesiones en común va en detrimento de la perfección evangélica.
9) En último caso, es imposible no poseer nada ni en común ni en particular. En efecto, todos tienen que comer, beber, vestirse, lo que no pueden hacer sin poseer nada.
Estos son los argumentos con que pretenden negar la perfección de los que no tienen nada en común.
CAPÍTULO XV: LA POBREZA Y LA PERFECCIÓN DE LA CARIDAD
Es mas perfecto en orden a la caridad carecer aún de propiedades comunes, por cuanto significa una mayor libertad para consagrarse al servicio de Dios y del prójimo. Así lo confirma el ejemplo de Cristo, de los Apóstoles y de los Santos.
a) El ejemplo de Cristo.
Nótese bien ante todo, que todos estos impugnadores de la pobreza van muy en contra, no sólo de la doctrina, sino también de la vida de Cristo, quien constantemente enseñaba de palabra y confirmaba con su ejemplo la práctica de la pobreza. De El dice el Apóstol que siendo rico se hizo pobre por nosotros (2 Co 8, 9). "Abrazó la pobreza -dice la glosa- y no perdió sus riquezas; rico por dentro y pobre por fuera, guardó ocultas sus riquezas y se mostró como hombre en la pobreza". Muy grande es, pues, la dignidad de aquellos que siguen a Cristo en su pobreza. Por eso concluye la glosa: "Nadie que sea pobre en su celda y rico en su conciencia debe avergonzarse de sí mismo. Recorriendo la vida de Cristo desde su comienzo sobre la tierra, vemos que se eligió una madre muy pobrecita; y al elegir un padre más pobre aún, careció de todo dinero. El pesebre te enseña todo esto, como se lee en una instrucción sinodal del Concilio de Éfeso". Y más adelante: "Mira la paupérrima habitación de Aquel que enriquece los Cielos; mira el pesebre del que se sienta sobre los querubines; ve envuelto en pañales Aquel que ciñó con arenas el mar; ve aquí abajo sus pobrezas y contempla allá arriba sus riquezas".
No por sí mismo, afirma San Pablo (2 Co 8, 9), sino por nosotros se hizo pobre. Ahora bien, si el privarse de toda posesión terrena, y aun más el carecer de casa propia, no tuviese ninguna utilidad en orden a la perfección de la vida cristiana; ¿por qué no se eligió, pudiéndolo hacer, una madre que poseyese grandes riquezas, y no nació en una casa de su propiedad?; Avergüéncense, pues, los detractores de aquella pobreza cuya gloria resplandece en la cuna misma de Cristo. Y para que no vayan a creer que en la edad madura abandonó aquella pobreza con que vivió en la infancia, leamos lo que dice de sí mismo: El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8, 20), como si dijera, según dice San Jerónimo: "¿Por qué quieres seguirme por amor a las riquezas y ganancias de este siglo, si soy tan pobre que no tengo ni un lugarcito donde hospedarme, y la casa en que vivo no es mía?" Asimismo dice San Juan Crisóstomo comentando ese pasaje: "Mira cómo el Señor practica de obras lo que enseñó con palabras. No tenía ni mesa, ni candelabro, ni casa ni nada semejante". Y una pobreza que el Señor aconsejó de palabra y manifestó en sus obras, pertenece a la perfección. Por consiguiente, está dentro de la perfección cristiana el carecer completamente de toda clase de bienes.
Hurgando más, volvemos a encontrar nuevos testimonios de la pobreza de Cristo. Cuando se le exigió el tributo le dijo a Pedro: Ve al mar, tira el anzuelo y coge el primer pez que saliere, y abriéndole la boca hallarás una pieza de cuatro dracmas; tómala y dásela por Mí y por ti. Y San Jerónimo comenta: "El solo conocimiento de este hecho da motivo de edificación a los discípulos, al descubrir en Cristo una pobreza tal que no tenía siquiera con qué pagar el tributo por El y por su Apóstol. Y si alguno arguyera: ¿Acaso Judas no llevaba la bolsa del dinero?, le responderemos: El Señor juzgaba ilícito gastar en provecho propio los haberes de los pobres, dejándonos así un ejemplo". Pues bien, es evidente y ningún cristiano puede ponerlo en duda, que Cristo procedió en todo lo que hacía con la suma perfección. Por consiguiente, al decir: Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dáselo los pobres; ven después y sígueme (Mt 19, 21), nos enseñaba la perfección de la pobreza. En ello está la más alta perfección, según dice San Jerónimo: "La suma perfección consiste, pues, en que a ejemplo de Cristo se desprendan los hombres de todos sus bienes, reservando algo para los pobres, principalmente para aquellos cuyo cuidado más les incumbe, al ejemplo del Señor que alimentaba primero a sus discípulos, hechos pobres por amor suyo, de aquello que le daban".
Entre todo lo que Cristo padeció en su vida mortal, lo que aparece más digno de imitación para los cristianos es el ejemplo de su Cruz venerable: decía el Señor: Si alguno quiere venir detrás de Mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame (Mt 16, 24). Por eso decía San Pablo, como otro crucificado con Cristo, gloriándose únicamente en la Cruz de Cristo: Traigo impresas en mi cuerpo las señales del Señor (Ga 6, 17), por seguir diligentemente el ejemplo de la Cruz.
Entre otros distintivos de la Cruz, se nos presenta la total pobreza con que aparece Cristo; privado de todo lo exterior, hasta de sus vestidos, como se lee en el Salmo (21, 19) refiriéndose a su persona: Se repartieron mis vestidos y echaron suerte sobre mi túnica. Y el medio para seguir esa desnudez de la Cruz es la pobreza voluntaria, principalmente el carecer de toda renta. Por eso dice San Jerónimo al presbítero Paulino: "Oído el consejo del Salvador: Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; ven después y sígueme, convierte en obra estas palabras, y siguiendo desnudo la Cruz desnuda, subirás con más ligereza y libertad la escala de Jacob". Y luego: "Ninguna grandeza hay en simular o mostrar ayunos con un rostro tristón y lívido, nadar en beneficios de renta y andar luciendo un vil manteo". Evidentemente son enemigos de la Cruz de Cristo todos esos adversarios de la pobreza cuyo gusto está puesto en lo terreno, y que piensan que la perfección necesita de los bienes temporales de tal manera que sin ellos se amengua la perfección.
b) La doctrina de Cristo.
Comprobadas estas verdades en todo el decurso de la vida de Cristo, tanto en su nacimiento como en su vida madura hasta su muerte en la Cruz, pasemos a su doctrina.
Al instruir a sus discípulos y a las turbas juntamente, comienza por la pobreza: Bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5, 3). "Aquellos -comenta San Jerónimo- que son pobres voluntariamente, por virtud del Espíritu Santo". Y San Ambrosio, comentando el lugar (paralelo) de San Lucas: "Los dos evangelistas han puesto la pobreza en la primera bienaventuranza. Realmente es la primera en jerarquía, y como una madre y generadora de las virtudes, pues el que desprecia los bienes del siglo merece los eternos; y no puede merecer el reino celestial el que está dominado por los deseos mundanos". San Basilio explica en qué consiste la pobreza de espíritu: "Bienaventurado el pobre por ser discípulo de Cristo que por nosotros abrazó la pobreza; puesto que cuanto hizo el Señor en orden a la felicidad, se presenta como un ejemplo para sus discípulos". Y nunca hemos leído que el Señor tuviera posesión alguna. Por consiguiente no va en desmedro, sino más bien en aumento de la felicidad, la pobreza de aquellos que voluntariamente han renunciado a sus bienes por amor de Cristo.
Una vez elegidos los doce Apóstoles, cuando los envía a predicar y les concede poder para hacer milagros, entre otros consejos útiles para su vida les inculca en primer lugar, la doctrina de la pobreza: No llevéis oro ni plata ni dinero alguno en vuestros cintos, ni alforja para el viaje (Mt 10, 9). Eusebio de Cesarea comenta: "Les prohibía poseer oro o plata o dinero, sabiendo de antemano lo que había de suceder. Preveía en efecto, que aquellos que fueran sanados, o librados de enfermedades incurables por medio de los discípulos, instarían a éstos a recibir en pago todos sus bienes... Juzgó, pues, conveniente que aquellos que estaban animados por la esperanza del reino de Dios, despreciaran lo terreno; de modo que habiendo recibido las riquezas celestiales, no tomaran como cosa digna de sí ni el oro, ni la plata, ni las posesiones, ni tantas otras cosas que estiman los mortales. Y mientras los hacía soldados del reino de Dios les inculcaba la práctica de la pobreza, pues quien está consagrado al servicio de Dios, se desentiende de las preocupaciones de este mundo, a fin de agradar a Dios". Comentando el mismo lugar dice San Jerónimo: "El que había quitado del todo (en la cita anterior) las riquezas, del mismo modo quita hasta lo necesario para la vida a fin de que los Apóstoles, propagadores de la verdadera religión, a quienes había enseñado que la Providencia de Dios gobierna todas las cosas, demostraran que para nada les inquietaba el mañana". Sobre el mismo pasaje dice San Juan Crisóstomo: "Por ese precepto el Señor en primer lugar libra a sus discípulos de toda esclavitud; en segundo lugar los independiza de toda preocupación, de modo que puedan dedicar a la palabra de Dios todo el tiempo libre; por último, les enseña su virtud. Los preceptos evangélicos nos describen así al que evangeliza el reino de Dios: uno que no busca la ayuda del siglo y que, dedicado totalmente a trabajar por su fe, está convencido de que cuanto menos se preocupe por estos auxilios, tanto más abundará en ellos", como dice San Ambrosio comentando el pasaje paralelo de San Lucas.
Ahora bien, es indudable que si los Apóstoles hubiesen aceptado posesiones se hubiesen hecho mucho más sospechosos de predicar en provecho propio que si poseyesen oro o plata. Andarían además con grandes preocupaciones por el cultivo de sus campos, puesto que muchos más serían los gastos y cuidados en las posesiones de campos y viñas, que si poseyesen bienes muebles. De todo esto se deduce que los Apóstoles tenían prohibido poseer campos, viñedos u otra clase de bienes inmuebles. ¿Y quién puede decir sin herejía que aquella primera instrucción que Cristo dio a sus discípulos rebajaba la perfección evangélica? Yerran, pues, en doctrina de fe al decir que son menos perfectos los que carecen de posesiones en común.
c) El ejemplo y doctrina de los Apóstoles.
Pasemos a considerar ahora cómo observaron los Apóstoles estos preceptos, ya que, como dice San Agustín en su obra Contra la Mentira, las Sagradas Escrituras contienen no sólo los preceptos divinos, sino también relatan la vida y los hechos de los justos, para que de este modo, si hubiese alguna duda acerca de la interpretación de uno de estos preceptos, el modo de obrar de los justos nos saque de ella. Y bien; que los Apóstoles no poseían ningún bien temporal, ni llevaban provisiones para el viaje antes de la Pasión, consta claramente en aquel pasaje de San Lucas (22, 35) en el que el Señor dice a sus discípulos: En aquel tiempo en que os envié sin bolsillo, sin alforja y sin zapatos ¿por ventura, os faltó alguna cosa? Nada, respondieron ellos. Pero después añade: Mas ahora, prosiguió Jesús, el que tiene bolsillo llévelo, y también alforja. De ahí podría deducir alguno que anulaba totalmente los preceptos dados anteriormente. Pero esta anulación debe entenderse con respecto a las personas de los Apóstoles, sólo para el tiempo de inminente persecución. Así lo explica San Beda: "No les da a sus discípulos la misma norma de vida para tiempos de persecución que para tiempos de paz. Cuando envió a sus discípulos a predicar, les prohibió llevar provisiones para el viaje, queriendo con ello que quienes predican el Evangelio vivan del Evangelio. Pero cuando amenazaba peligro de muerte, cuando toda una nación se conjuraba contra el Pastor y su rebaño, les prescribe una norma de vida acomodada a los tiempos, permitiéndoles llevar lo necesario para la vida hasta que, aplacado el furor de los perseguidores, se vuelva a predicar en paz el Evangelio. Esto nos da ejemplo de que cuando urge una causa justa, podemos sin pecado de nuestra parte, templar un poco el rigor de nuestras resoluciones". De ahí que para cumplir a perfección la doctrina del Evangelio, es necesario privarse de toda propiedad terrena.
También consta claramente qué conducta observaron y enseñaron a observar los Apóstoles después de la Pasión, en aquel pasaje de los Hechos (4, 32): Toda la multitud de los fieles tenía un mismo corazón y una misma alma; ni había entre ellos quien considerase como suyo lo que poseía, sino que tenían las cosas en común. Alguno pensará por ello que tenían propiedades: viñedos, campos, por ejemplo. El texto siguiente (vers. 34) excluye esta suposición: Los que tenían posesiones o casas, las vendían, traían el precio de ellas y las ponían a los pies de los Apóstoles.
Como se ve, la observancia de la vida evangélica consiste en poseer en común lo necesario para la vida, renunciando los propietarios completamente a sus posesiones. Que sea esto necesario para una mayor perfección, se prueba por aquello que dice San Agustín en su libro De la Doctrina Cristiana: "Aquellos judíos que creyeron y constituyeron la primera Iglesia de Jerusalén, nos muestran a las claras cuán útil es estar sometidos a un pedagogo, esto es, a la ley. Tan dóciles fueron al Espíritu Santo, que vendían todos sus bienes y ponían su producto a los pies de los Apóstoles para que los distribuyeran entre los pobres. Nunca -añade poco después- se ha escrito de ninguna religión pagana que hiciera lo mismo, pues no se encontró gente tan bien dispuesta entre aquellos que adoraban como dioses a estatuas hecha por ellos mismos".
d) La primitiva observancia y las posteriores necesidades de la Iglesia.
Aquí sale al paso una nueva objeción: el Papa Melquíades propone, al parecer, una razón muy diversa para explicar este hecho (12, q. 1). Dice en efecto: "Los Apóstoles habían previsto que la Iglesia se establecería en países paganos. Por eso en Judea no aceptaron propiedades, sino tan sólo dinero para socorrer a los necesitados. Pero habiendo crecido la Iglesia a pesar de las tempestades y adversidades del mundo, llegó al punto de que no sólo los gentiles, sino también los príncipes romanos que dominaban el mundo entero se acercaban a la fe de Cristo y pedían el bautismo. El primero de ellos fue Constantino, varón religiosísimo; quien permitió no sólo hacerse cristiano, sino también construir Iglesias, y ordenó que se le concediesen posesiones". Y el Papa Urbano (en el capítulo siguiente): "Los sumos pontífices, los levitas y demás fieles, vieron que resultaba mayor utilidad de confiar a los obispos que presidían las Iglesias aquellas heredades y campos que se vendían. En efecto, con las rentas producidas se podrían atender a obras más numerosas e importantes en favor de los fieles, que las que permitieran atender el precio de la venta. Y esto tanto para los tiempos presentes como para los venideros. A raíz de esto comenzaron a poner en manos de las Iglesias aquellos campos y bienes que antes solían vender, y a vivir de sus rentas".
De estas dos citas parece desprenderse que mejor que tener bienes muebles para atender a la subsistencia, es tener posesiones en común; y además, que en la primitiva Iglesia se vendían las propiedades, no precisamente porque esto fuera mejor, sino porque los Apóstoles veían que la Iglesia no había de durar mucho en Judea, parte por la infidelidad de los judíos, parte por la ruina que los amenazaba.
Quien considere rectamente estas citas verá que no contrarían en nada a lo que venimos diciendo. En efecto, la Iglesia en sus primeros tiempos tuvo en todos sus miembros aquella perfección que más tarde sólo se hallaría en unos pocos, porque la gracia, lo mismo que la naturaleza, debió comenzar por los perfectos. Por eso los Apóstoles, teniendo en cuenta este estado de los fieles, establecieron un estado de vida favorable a la perfección. A este hecho se refiere San Jerónimo en su libro sobre los Hombres ilustres: "Nos consta que la primitiva Iglesia de los cristianos era tal cual se proponen y quieren ser los monjes de nuestro tiempo: nadie tiene nada como propio; no hay ricos ni pobres: reparten su patrimonio entre los pobres y ellos se dan a la oración, al rezo de los salmos, al estudio y a la continencia". Semejante género de vida tan apto para la perfección era el que practicaban aquellos primeros creyentes, no sólo en Judea en tiempo de los Apóstoles, sino también en Egipto en tiempo del Evangelista San Marcos, según consta por San Jerónimo en la citada obra y por el libro segundo de la Historia Eclesiástica. Con el correr de los tiempos habían de entrar en la Iglesia muchos que se apartarían de esa perfección, lo cual no sucedería antes de la ruina de los judíos, sino cuando la Iglesia se multiplicara entre los paganos. Una vez acontecido esto, los prelados de las Iglesias juzgaron conveniente conferir a las mismas campos y propiedades, no a causa de los más perfectos, sino a causa de los más débiles que no llegarían a la perfección de los primeros cristianos. Sin embargo, hubo más tarde algunos imitadores de esa primitiva perfección que, viviendo en comunidad, carecían de esa clase de propiedades, como lo hicieron muchas comunidades de monjes en Egipto.
San Gregorio narra en el libro tercero de sus Diálogos el caso de un monje llamado Isaac que llegó a Italia proveniente de Siria, donde practicó aquella forma de perfección que había aprendido en Oriente. Con frecuencia sus discípulos le insinuaban humildemente que aceptara para el uso del monasterio las posesiones que le ofrecían; pero él, solícito guardián de su pobreza, permanecía firme en su propósito, contestándoles: "El monje que busca dominios en la tierra no es monje". Con estas palabras no se refería a la adquisición de propiedades particulares; no le ofrecían posesiones para él, sino para las necesidades del monasterio. Tampoco quería decir con ello que los monjes que tienen propiedades en común están completamente alejados de la perfección. Solamente advertía el peligro de quebrantar la pobreza, peligro que amenazaba a muchos monjes que tienen propiedades en común.
Por eso dice San Jerónimo (en el epitafio de Nepociano al obispo Eliodoro): "Sean más ricos siendo monjes que siendo seglares; posean bajo Cristo pobre aquellas riquezas que no tuvieron bajo el diablo rico; y lamente la Iglesia a aquellos ricos a quienes antes el mundo tenía por mendigos". San Gregorio decía expresivamente del monje Isaac: "Temía perder la seguridad de su pobreza con tanto el miedo como los ricos avaros suelen custodiar sus riquezas". Y Nuestro Señor lo glorificó para manifestar su santidad, según añade San Gregorio: "Y así se hizo célebre por el espíritu de profecía y los grandes milagros que obró en aquella vasta región". Es evidente pues que la máxima perfección consiste en renunciar a todos los bienes, ya propios, ya comunes.
e) El por qué de la pobreza evangélica.
Se puede aún demostrar con toda evidencia esta verdad si se examina la razón de ser de los consejos que se relacionan con la perfección evangélica. En efecto, el fin para que fueron instituidos es hacer que los hombres, desembarazados de toda preocupación mundana, se consagren a Dios con más libertad. A esto se refiere el Apóstol cuando al aconsejar la guarda de la virginidad dice: Quien no tiene mujer, anda solícito de las cosas del Señor, en lo que ha de hacer para agradar a Dios. Al contrario, el que tiene mujer anda afanado en las cosas del mundo, en cómo ha de agradar a su mujer, y se halla dividido (1 Co 7, 32). De ahí que una cosa tanto más ayuda a la perfección de los consejos cuanto más capaz es de apartar al hombre de las preocupaciones mundanas. Ahora bien, es evidente que el cuidado de las riquezas y posesiones impide al alma ocuparse en las cosas de Dios, según aquello de San Mateo: El sembrado entre espinas es el que oye la palabra de Dios: mas los cuidados y el embeleso de las riquezas la sofocan y queda infructuosa (13, 22). Comenta San Jerónimo: "Engañadoras son las riquezas: realizan una cosa y prometen otra. Incierta es su posesión: después de llevarlos de un lado a otro y con paso inseguro, abandonan a los que las poseen y halagan a los que no las poseen". Lo mismo se deduce claramente del pasaje de San Lucas (14, 18) en que uno de los invitados a la cena se excusa diciendo: He comprado una granja y necesito salir a verla. San Gregorio se pregunta: "¿Qué se entiende por esa granja sino los bienes terrenos? Por eso aquel que salió a ver la granja es el que tiene su pensamiento fijo sólo en las cosas exteriores". Sobre aquellas últimas palabras de la parábola: Tráeme acá a los pobres y lisiados, dice San Ambrosio: "Muy pocas veces peca el que no tiene ningún atractivo de pecado, y con más rapidez se convierte a Dios quien no tiene en el mundo motivo alguno de deleite".
El estar privado de posesiones y de cualquier clase de riqueza, por consiguiente, es evidentemente una nota necesaria de la perfección evangélica. Dice San Agustín en su Tratado de Las Palabras del Señor: "Se llama pequeños de Cristo a aquellos que abandonando todas sus cosas le siguieron y repartieron entre los pobres todos sus bienes, para que así pudieran servir a Dios libres de los vínculos del mundo, y levantar en alto sus hombros como si tuvieran alas, descargados del peso de las ocupaciones mundanas. Estos son los pequeños, porque son humildes. Tómales el peso a estos pequeños y verás cuán grande es". Ningún hombre sensato dirá que el cuidado de las posesiones en común no entra en el género de las ocupaciones mundanas. Por consiguiente, es necesario, para aumentar el peso de la perfección, el que los hombres sirvan a Dios libres de vínculos de esta clase.
Conclusión evidente: es una doctrina huera, o mejor perjudicial, y opuesta a la doctrina cristiana, decir que el estar privado de posesiones comunes por amor de Cristo no conduce a la perfección.
Sobre ellos dice la glosa a propósito del versículo del Salmo 6: Retírenese al momento cubiertos de ignominia: "No se trata del caso presente, sino de aquellos perversos que se mofan de los que se apartaron de su compañía, y con sus burlas hacen que los débiles se avergüencen del nombre de Cristo". A ellos también se aplican aquellas palabras del Salmo (13, 6): Vosotros ridiculizáis la determinación del desvalido que pone en el Señor su esperanza. "Es decir -comenta la glosa- de un pobre cualquiera, que es miembro de Cristo. Y lo hicisteis porque pone en el Señor su esperanza. Así, donde había mayor motivo de respeto, más se burlaban".
¿Qué otra cosa hacen todos estos adversarios nuestros, sino burlarse de aquellos que cumplen perfectamente con el consejo de pobreza, y burlarse porque ponen en el Señor su esperanza, y no en los bienes terrenos?.
CAPÍTULO XVI: RESPUESTA A LAS OBJECIONES DEL CAPÍTULO XIV
Con las precedentes consideraciones podemos refutar fácilmente las objeciones.
1) Que sea necesario tener propiedades en común es evidente en el caso de aquellos que no son capaces de alcanzar la alta perfección de los primeros cristianos, porque naturalmente no se puede dejar de lado a los menos perfectos. Pero aquellos que practicaban tan elevada perfección no poseían bien alguno a ejemplo del Señor, a quien servían los ángeles, y que si tenía dineros era para las necesidades ajenas; y la razón era que la Iglesia las poseería también con el mismo fin, como advierte San Agustín comentando a San Juan. Por eso si existe una comunidad en la que todos tienden a la mayor perfección, les es necesario renunciar a las propiedades en común.
2) El que San Benito haya recibido en su vida vastas posesiones, a lo sumo puede demostrar que no se excluye totalmente de la perfección monástica poseer bienes en común. Pero no se puede deducir de allí que no sea más perfecto carecer de esos bienes.
Más aún, el mismo San Benito dice en su regla que había templado un poco el rigor de la vida monástica tal cual la practicaban otros anteriores, condescendiendo con la flaqueza de los monjes de su tiempo. Lo mismo dígase de San Gregorio y de los monasterios por él erigidos según la regla de San Benito.
3) Esta objeción de que el Señor permitió a los Apóstoles llevar en tiempo de persecución alforja y bolsillo, en realidad arguye contra ellos mismos. Si templaba el rigor de la primitiva disciplina por causa de la persecución, quiere decir que este rigor exigía precisamente no tener alforja ni bolsillo. Además, no se lee que en esos tiempos de persecución adquiriesen posesiones comunes. Luego es evidente que la objeción no viene al caso.
4) Afirmar que el Señor no instituyó una orden desprovista de bienes, sino el orden de los prelados que tienen propiedades, es, por una parte, una mentira manifiesta. En efecto, si amonestó a sus discípulos que no posean oro ni plata, que sus corazones no se abrumen con las preocupaciones de este mundo; si prometió premios no solamente en el siglo futuro, sino también en el presente a los que dejaran campos y casas en su nombre, de modo que al ejemplo de los Apóstoles no tengan nada en este mundo y lo posean todo, es evidente que aquellos que siguen estas normas, siguen lo que Cristo ha establecido. Y aquellos que siguen a los Santos fundadores de órdenes, no es a ellos precisamente a quienes siguen, sino a Cristo, cuyas enseñanzas proponen; puesto que los Santos, al ejemplo del Apóstol, no se predican a sí mismos, sino a Jesucristo, cuyas enseñanzas dan a conocer.
Por otra parte se engañan, o quieren engañar, por un sofisma de accidente. Realmente Cristo instituyó el orden de los Obispos y Clérigos que tienen propiedades en comunidad o en particular. Pero no es esto último lo que instituyó Cristo, sino que estableció su orden en una perfecta pobreza; y el que la Iglesia aceptara por dispensa posesiones en común, sucedió más tarde y por las razones predichas.
5) Es cierto que la perfección cristiana no permaneció dormida desde el tiempo de los Apóstoles hasta nuestros días. No durmió, sino que fue practicada por muchos en Egipto y en otras partes del mundo.
¿Se le puede por ventura fijar a Dios una medida para que atraiga a todos los hombres de todos los tiempos y lugares de idéntica manera? Al contrario, todo lo dispone suavemente conforme al orden de su sabiduría, de modo que provee a la salvación de los hombres con recursos de acuerdo a cada tiempo. ¿A qué viene, entonces, preguntar si estuvo dormida la doctrina cristiana desde la época de los maestros y doctores como San Atanasio, San Basilio, San Ambrosio, San Agustín y otros contemporáneos hasta nuestro tiempo, en que los hombres practican más la doctrina cristiana?. Entonces, según su estupendo argumento, ¿tendremos que rechazar como ilegítimo todo lo bueno que se haya descuidado durante cierto tiempo: sufrir el martirio, hacer milagros serían actividades ilícitas, porque desde tiempos atrás no se hace todo eso?
6) Argumentar con el hecho de que quienes carecían de propiedades en común vivían del trabajo de sus manos, es una tremenda calumnia no sólo para los religiosos, sino también para muchos otros. Y esto aunque citen el caso de San Pablo, que predicaba el Evangelio y vivía de su trabajo manual. ¿Pecan entonces los Obispos, los arcedianos y tantos otros que por obligación predican el Evangelio, porque no viven de su trabajo?. Y si no les convence el hecho de que San Pablo no lo hacía por obligación, sino por supererogación ¿por qué quieren imponer a los religiosos lo que los Santos Padres hicieron sin obligación ninguna? Nadie hay que pueda cumplir todas las cosas supererogatorias, siendo así que uno descuella en una, otro en otra.
Si a pesar de esto insisten en que quienes nada poseen en común deben vivir del trabajo manual, no por devoción, sino obligatoriamente, pienso que esto debe ser por otra obligación: la de evitar el ocio. Ahora bien, no sólo se evita el ocio con trabajos manuales, sino también y mucho mejor, por el estudio de la Sagrada Escritura, trabajo que, como dice San Agustín, ocupa completamente el ocio. A este propósito dice la glosa comentando aquello del Salmo (68, 4): Desfallecieron mis ojos: "No está ocioso el que se dedica sólo a la palabra de Dios; ni vale más el que se ocupa en obras exteriores que quien se dedica al estudio de la Divinidad; la Sabiduría es ya por sí misma una obra muy grande".
Se evita también el ocio por el trabajo de la predicación, con que se combate a los enemigos de la fe, según aquello del Apóstol (2 Tm 2, 3): Trabaja como buen soldado de Jesucristo "predicando el Evangelio -dice la glosa- contra los enemigos de la fe". Y yo pienso también que este trabajo es necesario a aquellos que no tienen otra cosa con qué vivir lícitamente. En efecto, es lícito a los que predican el Evangelio, aunque sean monjes, vivir del Evangelio y del ministerio del altar, como dice San Agustín en su libro Del Trabajo de los Monjes. Si otra cosa se dijera ¿podrían lícitamente los monjes tener en común otras posesiones que no fueran las ganadas por su trabajo manual? ¿No es ridículo entonces decir por un lado que pueden los monjes recibir como limosna vastas propiedades, y por otro que no pueden aceptar la limosna de los fieles en lo que respecta al frugal sustento de cada día?. Por consiguiente, ninguna obligación tienen de emplearse en trabajos manuales aquellos que no tienen posesiones en común. De esto hemos tratado ya largamente en otro lugar.
7) Esta objeción es más digna de risa que de respuesta. ¿Quién no ve que ocasiona muchísimo más preocupaciones el ir buscando posesiones lo que la gente apenas logra que recibir de la piedad de los fieles y provisto por la clemencia divina, el necesario sustento?
8) Los religiosos tienen necesidad, sí, de ocuparse en los asuntos de aquellos que les proporcionan el sustento: en la salvación de sus almas o en consolarlos en sus tribulaciones; ocupación de caridad, y por lo tanto, muy de acuerdo con el estado religioso, pues, como dice Santiago (1, 27): La religión pura y sin mancha delante de Dios Padre es ésta; visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones.
9) Esta objeción es completamente frívola, pues las cosas que usa el religioso para su sustento, no le pertenecen con propiedad de dominio, sino que le son concedidas para sus necesidades por aquellos que tienen dominio sobre ellas, sean quienes fueren.
Esto es lo que por el momento nos pareció oportuno escribir contra la errónea y perjudicial doctrina de aquellos que apartan a los hombres del ingreso a la religión. Y si alguno quiere contradecirlo, no vaya con charlatanerías delante de chicos: escriba y publique, para que quienes tengan inteligencia puedan discernir lo que haya de cierto, y salir con la verdad al encuentro del error.
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