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Tomado de
José M. Bover
Teología de San Pablo
BAC, Madrid, 1967, pp. 461-469.

Hemos llegado al final de la película de los acontecimientos que conmovieron a la ciudad de Lourdes en 1858. Hemos seguido a la pequeña Bernadette desde la cuna hasta el momento en que, desde la orilla del Gave, veía por última vez a Aquélla que por fin había dicho su nombre. "La historia de las apariciones" ha terminado. Bernadette se reintegró de por vida a la senda común.

Al término de esta narración que ha querido sin comentarios, el autor desearía ponerle punto final, retirarse de puntillas y dejar al lector a solas con el Acontecimiento. Quien haya sabido leer en transparencia ya no necesitará un pedagogo; y no se parlotea delante de un icono.

Pero esta deseada transparencia no puede ser más que un sueño de autor. Y más de un lector habrá tropezado al contrario con este relato realista, tan distinto de los que habrá leído hasta el momento. Seamos entonces explícitos. Retrocedamos un poco e intentemos captar el sentido de las Apariciones de Lourdes: el orden que se manifiesta y el mensaje expresado a través de ellas.

1. El problema consiste en desprender objetivamente este mensaje. Tarea difícil que exige un método y unas normas rigurosas, susceptibles de poner coto a la subjetividad. Dispenso al lector de unos preámbulos y precauciones que encontrará en Lourdes, Histoire authentique, volumen 6, pp. 253-259.

 

1. Orden de las apariciones

El acontecimiento de Lourdes ofrece un orden y UE armonía que se imponen más a medida que penetramos en él.

Ordenación estática

No insistiremos en la ordenación estática de las dieciocho apariciones, en las que se pueden destacar unos armoniosos paralelismos: dos series de tres apariciones imprevistas enmarcan las doce apariciones de la quincena, en cuyo centro se sitúa un acontecimiento mayor como es el descubrimiento de la fuente. Estos paralelismos se materializan en forma de gráfico, pero no insistiremos en ello, ya que no es más que un marco sobre el cual estaríamos insistiendo artificiosamente.

 

Ordenación dinámica

La progresión del acontecimiento es más importante, ya que revela con mayor claridad las intenciones. A través de esa especie de incoherencia en la que se desenvolvía Bernadette, inmersa en las dificultades, y sin saber adonde se dirigía, una mano firme guiaba los acontecimientos.

Durante la primera fase, el cielo actúa con las resistencias que la tierra suele oponer a los acontecimientos insólitos. En efecto, en Lourdes todos las personas responsables de Bernadette, desde los parientes hasta el párroco, pasando por las hermanas del hospicio, cuya oposición fue especialmente ruda, intentaron poner fin a la aventura. Era lo prudente y razonable. La visitante celestial no actuaba con precipitación. No había obligaciones ni prodigios: ella puso el tiempo de su parte, la fructificación cotidiana de los acontecimientos, el sufrimiento y la paciencia de Bernadette.

La dama espaciaba las primeras apariciones. Primero la del 11 de febrero y luego la del 14 provocaron la prohibición de ir a la gruta (la segunda, de forma más enérgica). En cada ocasión, el obstáculo fue superado por el conjunto de las reacciones generales: la intervención de las "niñas" el 14 de febrero, luego la de las "personas mayores" el 18.

 

Aquel día, la Inmaculada habló por primera vez invitando a Bernadette a acudir al lugar "durante quince días". El contexto se sustenta en la vana esperanza de que esas visitas tendrán lugar en secreto. Era una discreción humanamente imposible y que no entraba en los designios de arriba.

El 21 de febrero, la afluencia de público empezó a inquietar a la policía. Bernadette sufrió su primer interrogatorio. El comisario le prohibió acudir a la gruta. Pero la situación ya no era la de los primeros momentos. La vidente ha prometido ir "durante quince días". La acción celestial era lo bastante comprometida como para que el cielo afirmase sus derechos.

El 22 de febrero, Bernadette, que desde la infancia había dado numerosas muestras de su obediencia, se ve arrastrada por una "fuerza irresistible" hasta la cita acordada, donde, sin embargo, no tiene lugar la aparición. Esta aparente contradicción tenía un sentido: así se ve cómo ésta resuelve armoniosamente una situación inextricable. En ese primer martes de la quincena, la violencia interior inflingida a la dócil Bernadette, que su pena y su desazón demuestran, hace comprender a los padres que no tienen derecho a mantener la prohibición. El camino hacia la gruta queda abierto de nuevo. La solución pasaba por el sufrimiento y el conflicto de la vidente.

 

Desde entonces, la afluencia y el entusiasmo suben en picado. Pero, a causa de esto, asoma otro peligro, esta vez desde el interior, el desarrollo espiritual de la peregrinación: el fervor llega a la efervescencia y el sentimiento suplanta a la fe. Al "milagro" de la gruta se le piden pruebas y demostraciones sensibles que no puede satisfacer. Se da una tendencia a decantarse por lo excepcional. La epidemia de los visionarios se encuentra en germen. El 23 de febrero se vislumbran los signos que lo anticipan. Ese día, Estrade, convertido y transtomado, comparó el éxtasis de Bernadette a las poses teatrales de Rachel, a la que la niña superaría. Era un camino peligroso, ya que no era por ahí por donde el cielo pretendía obrar sus maravillas. Si alguna muestra de belleza sensible había servido para abrir el apetito espiritual de las masas, ella no podía satisfacerla con autenticidad. Lo que podía hacer realmente era desviarlo. Más tarde, el mismo Estrade se deslizará por la pendiente de las admiraciones equívocas hasta llegar a extasiarse ante la visionaria Joséphine.

El 25 de febrero, desde lo alto se da un cambio de orientación. El estilo de las apariciones cambia para hacerse más austero. El éxtasis se vuelve más apagado. Bernadette realiza ejercicios repulsivos, como besar la tierra, cavar en el suelo embarrado y comer hierba. El entusiasmo se viene abajo. Estrade murmura: "No entiendo nada."

 

Ese mismo día la prueba se hace más pesada para Bernadette, ya que padece el más largo de los interrogatorios que se le hacen. Se le vuelve a prohibir acudir a la gruta. A la mañana siguiente, 26 de febrero, la aparición vuelve a fallar. Se retoma a la situación del día 22. Era una prueba útil más, ya que si el sentimiento de los espectadores sé vio decepcionado, la razón salió ganando, es decir, si Bernadette no ve según su voluntad es porque no está actuando, concluyeron algunos testigos.

Los espíritus, conducidos de nuevo a la austeridad de la fe mediante la ducha fría del 25 de febrero, esperaban prodigios para el 4 de marzo, el último día de la quincena. La fiebre sube, la imaginación colectiva se pone a trabajar. La decepción será muy dura. ¡Feliz desilusión! La excitación colectiva puede crear la ilusión con tanta veracidad que la efervescencia de ese día provocó, con el retomo de la aparición, el espejismo de un milagro: la falsa curación de la ciega de Baréges. Si en tales condiciones se hubiera producido un verdadero milagro o una verdadera revelación, ¡lo inermes que estaríamos para apreciar su autenticidad!

Tres semanas más tarde, cuando ya se habían disipado las ilusiones surgidas con la excitación del 4 de marzo, la mensajera anónima revela su nombre a Bernadette, pero aquí también, a contracorriente de la expectación general. Hemos visto ya hasta qué punto la fórmula «Yo soy la Inmaculada Concepción» confundió o desanimó a los más creyentes. Esta conclusión no obtuvo momentáneamente gran eco. Bernadette, reprendida por Peyramale, y sin explicación hasta la noche, padeció aquel día una última prueba. Fue necesario el paso de los años para que los espíritus se acostumbrasen a esa paradójica expresión: Yo soy la Inmaculada Concepción.

 

Finalmente, después del 7 de abril, en el momento en el que la efervescencia provocó la epidemia de visionarios, en una atmósfera favorable al prodigio, el carisma se acalla en Bernadette, ya que la visión no era un don natural de su persona, sino una gracia momentánea. Ella sólo tendrá una aparición, discreta como deseaba y cuando la epidemia había acabado, el día 16 de julio. Un doble símbolo ilumina el significado de este silencioso adiós:

Por una parte, la fiesta del monte Carmelo. Antes de dejar a Bernadette, la Virgen insinúa que a partir de entonces su presencia y su protección, simbolizadas por el escapulario, permanecerán, pero mantenidas en la oscuridad de la fe. Por otra parte, la distancia: entre la vidente y la Virgen, que, en otras ocasiones «se aproximaba» casi hasta tocarla, se encuentran esta vez las aguas del Gave y las barreras levantadas por los hombres:

¿Qué significan las olas? escribió san Gregorio, sino el mundo de aquí abajo... el flujo de la vida corruptible, ¿y qué representa la orilla, sino la integridad del eterno reposo?

El 16 de julio, Bernadette tuvo ante sí un icono de las vicisitudes que la separaban de la felicidad del «otro mundo»: la empalizada levantada por el comisario representaba las contradicciones de los hombres, y el río Gave las amargas aguas del sufrimiento y de agonía.

Así, las apariciones acabaron tal como habían empezado: en la primera como en la última, el agua se interpone entre la vidente y la Virgen —un agua infranqueable... que, sin embargo, será franqueada mejor < lo que Bernadette se atrevió a esperar. El 16 de julio esta distancia simbólica desapareció un instante, con prueba de esperanza: Yo no veía ni las tablas ni el Gave. Me parecía esta en la gruta a la misma distancia que en las otras ocasiones. Yo sólo veía a la Santa Virgen.

Es la última vez. Después de este episodio oscuro inadvertido, que casi estuvo a punto de caer para siempre en el olvido, Bernadette se reincorporó a la vida cotidiana. Ella se borró, mientras que la gruta, la fuente y los milagros pasaron a primer plano. Era preciso que Lourdes creciese y que ella menguase. Posteriormente las oposiciones, las necesidades del testimonio la vuelven a sacar a la, luz pública, pero por poco tiempo. El 4 de julio de 1866, la muchacha abandonó Lourdes «para esconderse», y desde entonces, el Espíritu Santo fue su guía por caminos ajenos a toda forma de prestigio y de boato extremo. Su santidad permanecerá misteriosamente velada para su entorno.

 

Ordenación del mensaje

Otro aspecto dinámico de las conductas de arriba: la progresión del mensaje. Primero, la plegaria y la contemplación silenciosa (11-14 de febrero); luego, las palabras pronunciadas en varias etapas: la convocación, que actúa como un discreto prefacio (18 de febrero), seguida de una nueva fase de silencio contemplativo (19-23 de febrero). Inmediatamente después, la aparición va desarrollando progresivamente las consignas espirituales de plegaria, la invitación a la penitencia y el mensaje «a los sacer dotes» para la institución de la peregrinación (2 de marzo). Finalmente, el 25 de marzo, la misteriosa «Ahueró» revela su identidad. El acontecimiento se termina igual que como empezó, silenciosamente, en la oración y en la contemplación. Así es la armonía de los grandes rasgos. Falta profundizar en el contenido objetivo del mensaje.

 

2. Objetivo del mensaje

El mensaje de Lourdes se puede resumir en cuatro puntos, propuestos como actos más que mediante discursos, y más que mediante discursos, según el estilo de la Biblia y en concreto el de los profetas: cuatro puntos que se apoyan en cuatro palabras muy sencillas, y que ordenan la vida de peregrinación.

A. pobreza

El primer punto estaba implícito. Se manifestó con una especie de pudor, pero con una coherencia impresionante, mediante una serie de actos significativos. Principalmente reside en la elección de la mensajera, una elección a contracorriente de las consideraciones humanas, que extrañó y, hay que resaltarlo, chocó a la opinión general.

 

El testimonio de Bernadette

Bernadette Soubirous era sin duda una de las últimas personas a las que la razón humana habría acudido para que transmitiese un mensaje celestial. Todo aquello que se valora en el mundo (aunque se trate del mundo eclesiástico) estaba ausente en su persona. Era pobre en todo: dinero, salud, instrucción. Incluso su formación religiosa dejaba que desear: a los catorce años, «lo ignora todo sobre el misterio de la Trinidad», y no había recibido su primera comunión. La miseria la había apartado del catecismo y sumergido, en cambio, en una ignorancia que la hacía pasar por necia. Sabemos en qué medida la pobreza había hecho caer el desprecio sobre los Soubirous, hasta el punto de que la policía los tenía por sospechosos, tan grande era su desamparo.

No fue por casualidad por lo que la Virgen escogió a esos seres sospechosos, a esos miserables. Uno de los principales ejes del fenómeno de Lourdes se basa en esta frase clave del Evangelio: «Bienaventurados los pobres» (Mt. 5,3). La Virgen descubre la beatitud de estos últimos ante los ojos de los detractores de los Soubirous y de todos aquellos que, con más radicalismo, ignoran a «esa gente sin interés». La multitud acude a reverenciar a esa chiquilla rechazada. Le envidia su felicidad y desea alguna migaja de la misma. Luego se extrañará del estado de indigencia en el que la sociedad terrenal ha dejado sumida a la elegida del cielo. Bernadette no les permitirá que reparen por la vía fácil ese escándalo que ni siquiera cabía en sus mentes, porque sólo habría solucionado un caso individual, el suyo, dejando los demás en la misma situación, y sólo para satisfacer la buena conciencia general. Así, ella rechaza «el deshonesto dinero» (Le. 16,9). Y como las condiciones de trabajo de aquellos tiempos no permitían a los pobres cargados de familia el «remontarse», mientras Bernadette estuvo con ellos, los Soubirous siguieron ofreciendo el insoportable espectáculo de una miseria aceptada con dignidad.

 

Quienes volvían a sus hogares con el dinero que Bernadette había rechazado, devuelto o tirado, experimentaban en el acto el choque del mensaje evangélico acerca de la riqueza y la pobreza: ese mensaje que llamaba a cada uno a que tomara, según su condición, una forma personal en plena vida. El significado general se percibió y formuló de inmediato. Antoinette Tardhivail escribió el 29 de marzo de 1858:

Sus padres son muy pobres y sin embargo, no aceptan nada... Son pobres, tan pobres como lo era Nuestro Señor en la tierra, y es en esta criatura en quien María ha puesto los ojos con preferencia sobre tantas jóvenes ricas que, en este momento, envidian la suerte de ésa a la que habrían mirado con desprecio, y ahora se consideran afortunadas por poder abrazarla o tocarle la mano. Cuatro años más tarde, el magisterio del obispo extraería la misma conclusión, citando a san Pablo:

¿Cuál es el instrumento que... el Todopoderoso... utilizará para comunicarnos sus intenciones de misericordia? Una vez más será lo que el mundo tiene por más débil (1 Cor. 1,27): una niña de catorce años... nacida... de una familia pobre.

 

La Virgen fue comprendida de inmediato y sin equívocos.

Pobreza, debilidad y humildad, todos estos rasgos evocados por monseñor Laurence componen la noción bíblica de pobreza. Esta pobreza espiritual, esta hambre y sed de Dios implican algunas raíces de indigencia material. Ésta no ha tardado en apagarse entre los ahitos de este mundo, entre los que se dejan encerrar en la dorada prisión de su felicidad egoísta, de su seguridad material. Tratándose de un mensaje en varios actos, sería inútil indicar más detalladamente los indicios de esta intención del cielo.

 

«Los pobres acogen la buena nueva»

En la vida local de Lourdes, los pobres fueron los primeros en mostrar interés por el acontecimiento. Solamente las niñas de la «clase indigente» participaron en las primeras apariciones de los días 11 y 14 de febrero. Hasta el domingo 21 de febrero, sólo la clase popular estuvo presente en la gruta y seguiría siendo predominante a lo largo de todas las apariciones, hecho que acarrería el descrédito, cuando no el rechazo, de quienes habrían aceptado únicamente a Bernadette:

«Estoy escandalizada de ver a las mujeres que la acompañan», decía Dominiquette Cazenave, y otras como ella. De hecho, a partir de un cierto nivel de miseria, la apariencia de moralidad, cuando no la misma moralidad, se convierte en un lujo casi inaccesible. El escándalo de Dominiquette englobaba, en primer lugar, a las dos tías maternas de Bernadette, cuyo matrimonio a destiempo había hecho correr las habladurías. También los fariseos se escandalizaban del entorno de Cristo, quien respondió con un matiz paradójico: «...Las mujeres de mala vida os precederán en el reino de Dios» (Mt. 21, 31), afirmación que se cumplió al pie de la letra en Massabielle.

Los pobres fueron los primeros en captar el verdadero significado del mensaje, los primeros en ser generosos. Una vieja indigente fue la primera en depositar en la bandeja de la gruta, en abril de 1858, una moneda de cinco francos (y rechazó la calderilla que le ofreció un vecino gritando: «Es toda entera para la Virgen». Fue un paralítico cargado de hijos, un tal Jacquet llegado desde Tarbes en carretilla, el primero en echar la primera moneda de oro. Jacomet dejó constancia de ello: Las ofrendas más importantes nos llegan de esta categoría de visitantes que se encuentran entre los más desafortunados, y a veces entre los más pobres.

 

Sin duda, el flujo de riqueza que más tarde manaría sobre Lourdes oscureció por un tiempo la transparente señal de los primeros días, algo que se empieza a redescubrir dificultosamente hoy día. Pero Bernadette, por su parte, vivió esta dimensión del mensaje con una brillantez sin fisuras. Se negaba rigurosamente a recibir dinero en cualquier caso e impuso esta ley a los suyos con una constancia increíble. Y tanta sutileza puso en rehuir a los donantes como otros a los estafadores. En su desinterés había algo de carismático. «Me quema», decía cuando a escondidas se le introducía dinero en los bolsillos. Sin saberlo, hablaba como el apóstol Santiago: «Ahora, ricos, llorad sobre vuestras riquezas... Es un fuego que habéis atesorado» (Sant. 5, 1-3). ¡

!Qué poco nos parece a nosotros que el dinero pueda ser como un fuego!... Sobre este punto, la exigencia evangélica se cumple en la persona de Bernadette a rajatabla. Sus compañeras advertían que se complacía con la compañía de los pobres, prefiriéndola a la de los ricos. Cuando en julio de 1860 entró como interna en el hospicio, las monjas, deseosas de hacer bien las cosas, la colocaron en la «primera clase», frecuentada por las señoritas de la clase acomodada. Bernadette rechazó esa ventaja y suplicó ser adjudicada a la clase de las indigentes. Tal posibilidad no existía para las pensionistas, ya que esa clase, ajena a la organización de la casa, no contaba con internas. De este modo, al menos obtuvo la «segunda clase», con el menor nivel de comodidad que ello representaba.

La muchacha amaba hasta tal punto la pobreza, que no sólo la deseaba para sí sino también para los suyos. Y esta reacción es digna de destacar. A menudo, quienes oficialmente hacen gala de su pobreza desean para sus allegados, confusa o claramente, la riqueza a la que ellos mismos se han sustraído, más material que espiritualmente. El deseo de Bernadette para los suyos, su constante preocupación cuando la dedicación al comercio puso fin a la precariedad de la familia, se resume en estas palabras: «Con tal de que no se enriquezcan... Adviértanles que no se enriquezcan.»

 

La pobreza es la práctica personal de esta virtud, y todavía más, el amor a los pobres, el punto que resulta la parte más abrupta ¿ignorada del mensaje. A lo largo de los siglos, éste sigue siendo uno de los puntos más firmes y desconocidos del mensaje evangélico, uno de los que darán lugar a las mayores y más inconscientes aberraciones. El desprecio y la ignorancia de la existencia de los pobres continúan siendo frecuentes entre los cristianos. Los pobres, con sus desgracias, sus peticiones y la mala conciencia que crea su presencia no son queridos, no se les soporta. Tan pronto se reúnen unos cuantos en algún lugar caen sobre ellos acusaciones de perezosos, bebedores o ladrones. Estas acusaciones son ciertas en algunos casos, no más numerosos que en otros grupos, pero cuando se habla de pobres, se tiende a generalizar, a estigmatizar a la ca tegoría por entero. Cuántos pretextos y buenas razones encontramos para no cumplir con nuestros deberes hacia ellos (como en otro tiempo aquellos que agobiaban a los Soubirous) sin percatamos de que nos exponemos al juicio de Dios. Cuántas sorpresas nos esperan al otro lado cuando se oiga la palabra final:

«Marchaos lejos de mí, malditos, al fuego eterno. Pues yo tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; carecía de refugio y no me acogisteis, iba desnudo y no me vestísteis...» Entonces, nosotros responderemos: «Señor, ¿cuándo te hemos visto con hambre y con sed, o desnudo, o enfermo, o en prisión, y no te hemos socorrido?» Pero nuestra insistencia se verá rechazada por anticipado, y el Señor ya nos previno con su respuesta:

«En verdad os digo, cada vez que no habéis ayudado a uno de esos pobres, es a mí a quien habéis dejado de ayudar» (Mt. 25, 31-45).

No es posible que Jesucristo lo haya dejado más claro. Pero ya que, a despecho de esta insistencia, ha permanecido incomprendido tanto tiempo, era preciso que la Virgen condujera el mundo que se estaba enriqueciendo a egas palabras fundamentales, era necesario que a través de los Soubirous, los pobres que Ella había escogido, nos llevase a experimentar en directo la culpabilidad de nuestro menosprecio, de nuestra negligencia, las ilusiones de nuestra buena conciencia a ese respecto. Pues todas aquellas ofensas de las que la familia Soubirous fue objeto en su momento, las sufren de nuestra parte los pobres de hoy día, con más frecuencia de la que creemos. Mediante las apariciones de Lourdes, Nuestra Señora quiso restaurar en nosotros el amor hacia los pobres y por la pobreza, un amor original y liberador.

 

B. oración

Entre la pequeña Bernadette, escogida por su pobreza, y Aquélla de la que el Señor había observado la pobreza (Lc 1,48), se establece al principio un contacto ' silencioso, un contacto por la oración: éste es el segundo punto del mensaje. También aquí, los actos se adelantan a las palabras, precediéndolas.

Desde el inicio de la primera aparición, Bernadette extrajo su rosario instintivamente e intentó persignarse. Ese gesto ya tenía sentido para ella. Y nos hace comprender mejor por qué fue ella, la pastora insignificante, la escogida. No fue solamente por no ser nada a los ojos del mundo. Fue también por la riqueza de la que estaba dotada a los ojos de Dios, basada en el espíritu. Su oración, de pocas palabras sin duda, pero sentida, le había permitido asumir, con Dios, la miseria y el sufrimiento, la soledad y las vejaciones de Bartrés: Yo pensaba que Dios lo quería. Cuando se piensa que Dios lo permite, uno no se lamenta. Esta única confidencia llegada hasta nosotros acerca de la profundidad de las raíces espirituales más profundas de Bernadette dice mucho al respecto.

Sí, si el cielo escoge lo que no tiene valor en este mundo, no es por el gusto gratuito de burlarse del mundo; y no es la nada lo que Él escoge, sino lo que existe de verdad. Los Soubirous, con su infortunio material, su generosidad sin segundas, la autenticidad de su trabajo manual y la sencillez de su corazón, ya existían para Dios antes del 11 de febrero de 1858, más que las familias importantes de Lourdes. Bernadette ya contaba más a los ojos de Dios que De la Fitte y sus títulos, su fortuna, su influencia y su rango de oficial general, más que la señora Pailhasson con su lujo y su belleza...

Las apariciones empiezan con la oración, con la única que Bernadette conocía entonces: el rosario. Hasta el momento lo había practicado con seriedad, pero de forma elemental (todavía ignora los misterios del Rosario en los que dicha recitación halla su completo significado). Esta plegaria se iluminará y hará más profunda en el transcurso de las apariciones. Se enriquecerá con la contemplación, real aunque anónima, de Aquélla a la que se dirigen las palabras: Yo te saludo, María. Es una especie de osmosis. Bernadette imita la señal de la Cruz de Nuestra Señora, su recogimiento, su alegría ante el «Padre que» está «en los cielos».

Su plegaria halla sus raíces en todo momento en el silencio: el silencio del primer y del último día, las pausas en el curso de la recitación del rosario, un recogimiento que Bernadette mantiene tanto como puede cada vez al regreso de cada aparición, ya que esta oración es básicamente contemplativa.

 

La peregrinación

La gracia irradia al exterior. La oración de Bernadette es contagiosa. Los testigos, al principio en pequeño número y luego en multitudes, redescubren un acto que debería ser la incesante respiración del alma, en el aliento de su Creador y Salvador. Oran en la gruta como nunca antes lo habían hecho.

El tiempo, del que eran avaros cuando se trataba de asuntos espirituales, ahora lo prodigan. El deseo de asistir a las apariciones y ocupar un buen lugar les lleva a acudir cada vez más temprano, incluso antes de la medianoche. Venciendo el peso del sueño, improvisan lo que toda comunidad cristiana viva ha reinventado periódicamente desde sus orígenes, la plegaria nocturna en la que se despierta la espera escatológica, consustancial al misterio del Cristo: «Velad y orad.»

 

Reinventarán algo más: la peregrinación. La oración empieza en los caminos que, desde bien lejos, hollan las multitudes en ruta? hacia Lourdes con rosarios, cánticos y letanías. Esta oración en marcha empieza con un acto pleno de sentido: abandonar el propio hogar y partir con todo el alma hacia un lugar santo para encontrarse con Dios. Yavé empezó por ahí con Abraham: Abandona tu país, tu familia, y la casa de tu padre hacia el país que yo te indicaré (Gen. 12, 1-2).

En Lourdes, ese mismo movimiento de cuerpo y alma sacude día a día a toda la región, y pronto lo haría con toda Francia, luego el mundo, por todas las vías de comunicación: por tierra, ferrocarril, mar y aire. En ese gesto de compromiso, el hombre recupera la condición viajera que le es propia.

La peregrinación es un camino hacia un objetivo que simboliza y actualiza el fin sobrenatural. La partida implica una victoria sobre la inercia habitual. Abandonar la propia casa significa romper con las costumbres mediocres y prosaicas, es entrar en el sendero de las exigencias olvidadas, de los sacrificios por realizar. La marcha hacia el lugar santo reanima el sentido escatológico y la esperanza, consustanciales al espíritu de oración.

Cuando en mitad de la quincena la Virgen formula el segundo punto de su mensaje, lo hace con pocas palabras. Ya antes había sido comprendida más allá de las palabras. No será hasta el 24 de febrero cuando romperá el silencio que había guardado desde el principio de la quincena, para pronunciar esta sencilla frase: «Rogad a Dios por los pecadores.»

 

La «capilla»

Desde aquel momento, el movimiento de oración no cesa de fluir, ampliándose, hallando su integración y su realización y estatuto dentro de la Iglesia. La misma Virgen orientará esta última etapa, el 2 de marzo: «Vaya, a decir a los sacerdotes que se acuda a este lugar en procesión y que se levante una capilla. » Con insistencia, repite en las siguientes apariciones el segundo punto de este requerimiento:

«Vaya a decir a los sacerdotes que hagan construir aquí una capilla. » «A los sacerdotes», «atz prétros», esa palabra insólita en el dialecto de Lourdes sorprendió en boca de Bernadette. Y sin embargo, es cierto que la Virgen no dijo «al señor cura», como preconizaron algunos por simple afán de verosimilitud. La elección de la palabra no carece de importancia. Se refiere al sacerdocio en su conjunto jerárquico. (Se sabe que en tiempos de los padres de la Iglesia, la palabra «cura» sin ninguna precisión se refería al obispo, y no a los «sacerdotes de segundo rango», como se decía entonces.)

Desde este primer contacto, el párroco de Lourdes lo comprendió: el requerimiento de Bernadette iba más allá del sacerdote de Lourdes y concernía también al obispo. El 2 de marzo señala, pues, una etapa eclesiástica en el mensaje, pues la Virgen encarga la fundación y la dirección de la peregrinación a la jerarquía eclesiástica, sin que la oración improvisada corriera el riesgo de corromperse, como sucedió durante un cierto período de tiempo con el episodio de los visionarios.

Ella les confía «a los sacerdotes» la organización de las procesiones, ya esbozadas en todos los caminos que conducían a las apariciones, y que tomarán forma permanente con la procesión eucarística de la tarde y la procesión mariana de la noche.

 

La Eucaristía

La Virgen pidió que se construyera en Lourdes un lugar de culto en el que la oración pudiera hallar su inserción eclesiástica, su dimensión litúrgica y su forma plenaria: la Eucaristía. En efecto, la oración de los hombres se hace orgánica con el sacrificio de Cristo, porque el Salvador toma la delantera en el Acto mismo de la Pasión y de la Resurrección redentoras.

Aquí se realizaba otra aspiración, que brotó del impulso de los hombres hacia Massabielle. Desde la época de las apariciones, las multitudes llegaban respondiendo a la llamada de Nuestra Señora. Estas masas de cristianos buscaban confusamente su alimento. La fuente (simple sacramental) no bastaba. Era necesario el Pan de la Vida. Los visitantes también buscaban su unidad. Faltaba la Eucaristía, el sacramento del cuerpo místico y del crecimiento orgánico de la Iglesia, sacramento de la caridad. Esta necesidad también fue comprendida de forma espontánea. La misa y el Cuerpo de Cristo se convirtieron en el objetivo mismo de la peregrinación a Lourdes. Bernadette fue tan ejemplar sobre este segundo punto del mensaje como sobre el primero. No es necesario demostrarlo.

 

C. penitencia

El tercer punto está relacionado con el segundo. También posee raíces profundas en la infancia dolorosa y generosa de Bernadette y se inscribe en un marco litúrgico. La quincena de las apariciones coincide con el inicio de la cuaresma. La mañana siguiente al miércoles de ceniza (18 de febrero de 1858) la Virgen declaró: «No le prometo hacerla feliz en este mundo, pero sí en el otro», una presentación discreta.

La fase penitencial propiamente dicha se manifestó bruscamente, en medio de la quincena, el miércoles de los Cuatro Tiempos. Los ejercicios de penitencia irrumpieron sin preámbulo en el feliz entramado de las apariciones. Los espectadores se sintieron desconcertados y consternados. Ya conocemos el significado de esta lección, que ponía freno al entusiasmo de las masas, en el umbral de un sendero peligroso.

 

Conversión y penitencia

Falta por entender el significado de unas palabras, de unos gestos austeros, que todavía hoy día nos desconciertan. «Besad el suelo como penitencia por los pecadores... por la conversión de los pecadores...», dijo la Virgen el 24 de febrero. Y esta frase se repitió los días siguientes. Aparecen dos términos en esta sentencia: conversión y penitencia, dos palabras rigurosamente idénticas en el vocabulario bíblico.

¿Qué es la penitencia en las Escrituras? Según la designación más usual es el acto mediante el cual el hombre se aparta del pecado para dirigirse hacia Dios, significado expresado simultáneamente por el hebreo shuv y el griego epistréphein, como el latín convertere.

La palabra francesa conversión también está cargada con la fuerza de esa imagen que ha hecho que el lenguaje del esquí la haya escogido para designar una voltereta ejecutada sobre el terreno. Todas estas palabras significan, pues, la penitencia a partir de la imagen simbólica del giro completo.

Otra serie de palabras sirve para designar de forma más interiorizada, en el ámbito psicológico, el movimiento del corazón condicionado por esa vuelta de campana. Es una transformación del espíritu (en griego metanoia,metanoein), un lamento, un arrepentimiento (en hebreo: naham; en latín: poenitere, poenitentia), de donde viene nuestra palabra penitencia.

 

Ha sido esta última raíz, con un matiz más negativo, la que ha triunfado en el lenguaje de hoy, no sin antes materializarse y degradarse, como tantas palabras del lenguaje cristiano, rebajadas por la mediocridad de quienes las usan (pensemos en la caridad, que para muchos ha pasado a significar la limosna presentada bajo las formas caricaturescas que inmortaliza la estatua de la avenida Boucicaut de París). Un primer desplazamiento ha hecho olvidar que el lamento por el pecado es lo contrario del acto positivo mediante el cual el ser humano se dirige hacia Dios. Un segundo desplazamiento ha hecho olvidar incluso el lamento por el pecado, quedando sólo los ejercicios de penitencia, en lo que éstos tienen de más negativo y de extremo, es decir, de artificial. En cierto modo, la penitencia se considera como una autodestrucción lenta, un rechazo estéril de la alegría de vivir, o también (y ésta será la última forma de degradación, de falsificación) una ostentación hipócrita: «Laurent, apriéteme la túnica con el cilicio...»El hecho de que la Virgen haya revalorizado la palabra penitencia asociándola a su sinónimo bíblico más importante, el de conversión, no carece de trascendencia.

Conversión es el término que expresa de forma más específica el significado de la peregrinación. Más que una tierra de milagros, Lourdes es una tierra de conversiones. Si las sanaciones corporales son la excepción, la sanación del alma está abierta a todos, a cada uno según su categoría, ya que la vida cristiana está hecha de sucesivas y progresivas conversiones, a partir de la primera que normalmente coincide con el bautismo. Son más secretas que los milagros y permanecen refractarias a las estadísticas, pero son con toda seguridad más numerosas. (Peyramale se vio impresionado por las mismas durante la quincena misma de las apariciones.) Asimismo, las conversiones son también fundamentales en los designios de Dios. En efecto, en Massabielle, como en el Evangelio, el milagro que salva a los cuerpos es un signo destinado a manifestar de forma concreta el poder divino, capaz de salvar al hombre por entero, por la vía del espíritu. Volveremos sobre el tema.

 

Ejercicios de penitencia

Pero, ¿por qué la penitencia, un acto eminentemente espiritual, tomó en la gruta de Massabielle, la mañana del 25 de febrero, una forma tan extraña y tan agresiva? Fue por una razón que nosotros ya conocemos: Lourdes se sitúa en la corriente profética y, en esta corriente, es de ley que el mensaje se ofrezca con gestos simbólicos, con signos abruptos, destinados a causar efecto. Así, el propio Jesucristo, el «profeta» por excelencia (Dt. 18,18; cfr. Mt. 21, 11, 16; Le. 7, 16; Jn. 6, 14; 9, 17), pronunció palabras y realizó actos desconcertantes que chocaron profundamente a sus interlocutores, y que, sin embargo, contenían la semilla de una reflexión de largo alcance. Así, ocurre cuando tuvo lugar aquella especie de fuga a la edad de doce años (Lc. 2, 41-50), cuando expulsó a los vendedores y pareció que invitaba a la destrucción del «templo», que «reconstruirá en tres días» (Jn. 2, 19), cuando aceptó el homenaje aparentemente equívoco de Magdalena, la prostituta, y comentó con unas palabras que debían escandalizar a los fariseos: «Ella será perdonada en gran medida porque ha amado mucho» (Lc. 7, 47), cuando Él declara al más versátil de sus apóstoles: «Tú eres Pedro, y sobre esta Piedra levantaré mi Iglesia», y cuando le dirige poco después esta brusca increpación: «Retírate, Satanás, pues tú me escandalizas» (Mt. 16, 18 y 23; Me. 9, 34), y finalmente, cuando muere en la Cruz, un gesto profetice supremo y soberano, insoportablemente riguroso.

 

Formalmente, el difícil acto de la penitencia (lamento por el pecado y conversión hacia Dios) necesita una preparación mediante ejercicios externos cuya función es múltiple: vencer la inercia del pecado y comprometer al cuerpo, parte sustancial del ser humano, en el acto de la conversión. En resumen, en todas partes, el hombre, que no es un ángel, sólo accede a las realidades espirituales mediante signos sensibles y corporales. En la Biblia, al igual que en la Iglesia actual, la penitencia como signo (ejercicios de penitencia) es la vía normal que conduce a la penitencia como realidad (conversión del corazón).

En estos ejercicios sensibles, la tierra siempre ha sido el símbolo privilegiado: «Hacer penitencia por el polvo y la ceniza», se lee en Jb. 42, 6. Todavía en la actualidad, la penitencia cuaresmal empieza con la imposición de cenizas: «Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás.» La tierra, elemento inferior, elemento duro, pesado, «sucio», y sin embargo nutricio, la base de las raíces, nos conduce al reconocimiento de nuestra humilde condición, de nuestra pesadez espiritual, al barro con el que hemos sido modelados. El gesto de Bernadette besando la tierra húmeda y horadándola, no sin disgusto, se inscribe dentro de una tradición plena de sentido que devuelve al hombre a sus raíces.

Estos ejercicios repulsivos no tardan en dar frutos. A partir del gesto penitencial de Bernadette, la fuente de agua viva brota en el fondo de la gruta, como símbolo inagotable de las gracias concedidas a Lourdes. Brota poco a poco, trabajosamente, arrastra el fango que todavía mancillaba su primer surgimiento. Pasa de turbia a clara. Así, la austera penitencia abre la vía a la gracia de Dios en el corazón mancillado de los pecadores.

 

Sí, estos ejercicios absurdos están llenos de sentido...

Sin embargo, sólo son un aspecto y una fase de la penitencia y están destinados a vencer en su propio terreno, mediante gestos concretos y materiales, la inercia del pecado, que nos domina; son solamente el anuncio de la penitencia interior y real que nos vuelve a poner frente a Dios. Ya lo hemos dicho con anterioridad, ni Bernadette ni los peregrinos de la gruta se entretuvieron en la realización de esos ejercicios. Bernadette sólo comió hierba una vez. Sólo caminó de rodillas, besando el suelo, durante cinco días. La transmisión del signo a la realidad se realizó espontáneamente, con rapidez y armonía.

Esta espiritualización no dejó de manifestarse a lo largo de la vida de Bernadette. En 1859 solicitó permiso para ayunar en cuaresma y no lo obtuvo. Su estado de salud no le permitió nunca la práctica de manifestaciones extremas de austeridad, que le serán racionadas o prohibidas remitiéndose a la obediencia debida. Ella había sido llamada a una penitencia más interiorizada: la aceptación del yugo escogido por el Señor, un yugo que le resultó pesado a la medida de su misión en la obra de la Redención. Así, entre ellas se contaban las pruebas morales que se vislumbran más de lo que pueden detallarse; también están las pruebas de salud que los informes médicos nos han permitido conocer y que son atroces e ininterrumpidas. Bernadette siguió siendo sencillamente humana en todo este proceso, no hubo estoicismo ni declaraciones inflamadas sobre la felicidad de sufrir y los encantos de la cruz; hubo incluso quejas, a veces expresadas en tono humilde, a la manera de los salmos de Job en las profecías del Antiguo Testamento, pero con un abandono de amor, sin asomo de arrepentimiento, a Dios y al prójimo.

 

Tras las huellas de Bernadette

¿En qué se ha transformado la penitencia en la peregrinación a Lourdes? En principio se trata del mismo acto de peregrinación, el acto mediante el cual el hombre abandona su hogar y se encamina hacia el lugar de la gracia en el que las manifestaciones extremas de penitencia siempre han mantenido su lugar en vigencia (subida del camino de la cruz, oraciones con los brazos en cruz, etc.).

 

Milagros y enfermos

Pero aquí, el elemento chocante es la afluencia de enfermos. Esas pobres criaturas de Yavé, pobres en salud, un bien fundamental para el ser humano, tenían un lugar en Lourdes y en seguida supieron hacerse con él. Mediada la quincena, ya acudieron a la fuente y los milagros dieron a este movimiento un alcance que no ha cesado de aumentar hasta nuestros días.

Milagros y enfermos, la Virgen no pronunció esas palabras y, sin embargo, forman parte del mensaje profético; al igual que su pobreza, tienen su lugar en el mismo. El lugar de los milagros es incluso tan chocante que algunos han sentido la tentación de ver en ello el punto clave. En el lenguaje coloquial, «Lourdes» se ha convertido en sinónimo de «milagros». Hace tiempo éstos ocuparon el primer plano, algo excesivo, pero que no desequilibró la vida de peregrinación. En la época de Zola y Huysmans, había un ambiente fervoroso, una polarización que a veces era exclusiva. Era un tiempo en el que se ponía a la multitud a orar para lograr «el milagro» a toda costa, si es que no se había producido en el curso de la peregrinación, la época en la que el padre Picard sumergió un muerto en la piscina, mientras dirigía las súplicas de los congregados pidiendo la resurrección del mismo.

 

El énfasis en la fe en el milagro llegaba hasta tal extremo que lo esencial de la fe quedaba relegado: la «milagrositis», si se puede denominar así esta desviación, distraía y obstaculizaba el impulso fundamental hacia la oración. Esta crisis ya está superada hoy día. El milagro ha reencontrado su lugar verdadero como don gratuito, que se toma tal como lo ofrece Dios, con un fervor despojado de inútiles excrecencias. Ha vuelto a encontrar su función discreta y reconfortante, de la que deberíamos guardarnos mucho de despreciar, ya que también es un don de Dios.

Esta función se ilumina a la luz del Evangelio según san Juan, cuyas últimas palabras recogen una frase de Jesús: «Felices aquellos que creen sin haber visto» (Jn. 20, 28). Para Cristo, los milagros no son lo más importante, hay incluso un apetito de prodigios que Él mismo desalentó (Mt. 12, 38-39; cfr. Lc. 11, 29 y Jn. 6, 30). No son cosas normales que se puedan ir exigiendo, ni tampoco fines en sí mismos.

Sin duda, la sanación del sufrimiento corporal no es puramente un medio, sino que es un bien concreto, y en cierta medida un fin, aunque según el designio evangélico se presenta sobre todo como un medio. Con el fin de que conozcáis que el Hijo del hombre tiene el poder de borrar los pecados... declaró Jesús antes de decirle al paralítico: «Levántate y anda» (Mc. 2, 9-11).

 

A través de esas curaciones visibles, que realizaba a favor de unas cuantas personas, Cristo pretendía comunicar que Él había llegado para traer a todos la liberación del pecado, la salvación eterna. El milagro era la señal y la prenda de que «los plazos» habían terminado. Así, en Lourdes el milagro representa la señal de un don más íntimo otorgado con mayor generosidad. Recuerda que el poder de Dios sigue vivo para salvar al ser humano por entero. Es el testimonio corporal y concreto de la gracia que se ofrece a todos.

Ésta es la razón de que Lourdes nunca decepcione, aunque el milagro siga siendo una excepción. Los enfermos que no reciben ese regalo excepcional reciben, en número, uno mas elevado. Para ellos permanece entreabierto el secreto más escondido de la Redención, y cuyas sombras sólo veremos disiparse en el más allá de las vicisitudes de este mundo, aquel que recuerda que Dios salvó al mundo mediante el sufrimiento. Con Él retrocede la fuente de los dolores nacidos del pecado, repercutiendo sobre el pecado, origen de todos los males, para engullirlo. De este modo, mediante el amor, la esterilidad del dolor humano se convierte en salvación. Éste es el profundo secreto que se revela a tantos enfermos, siguiendo a Bernadette, y que cambiará sus vidas, ya que desde ese momento, comprometen todo lo que les aplasta en la Redención y prosiguen en sus carnes «lo que falta en los sufrimientos de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col. 1, 24).

 

Con los enfermos, al igual que con Bernadette, lo que la penitencia tiene de más austero reencuentra su pleno significado, un significado muy sencillo, pero cuya experiencia se sitúa más allá de las decepcionantes fórmulas de siempre, un inefable descubrimiento. Asimismo, «la carne y la sangre» no pueden revelarlo sino sólo «el Padre que está en los cielos» (Mt. 16, 17).

Resulta chocante advertir hasta qué punto ese significado profundo de Lourdes ha ido progresando en los últimos años. Gracias a una atenta pastoral, centrada en el Evangelio, los peregrinos comprenden cada vez mejor el alcance del misterio de la Penitencia, reducido con demasiada frecuencia a unos apartes mezquinos y ridículos. Descubren todo lo que se halla ligado a éste vitalmente. La penitencia reencuentra en Lourdes sus dimensiones de conversión, que se realiza en el mismo acto de peregrinación. Éste es el efecto específico y se alimenta de los tres signos establecidos desde los orígenes:

 

En primer lugar, la fuente mana de las entrañas de la tierra. Este inextinguible sacramental significa el afecto de Nuestra Señora hacia sus criaturas, así como la gracia del Señor, una gracia que alimenta la conversión del corazón.

En segundo lugar, el testimonio de los enfermos, llegados a partir de esta llamada. En los peregrinos de buena voluntad, su simple presencia plantea una cuestión inevitable que se resume en ésta: «¿Por qué ellos sí y yo no...? Yo también tal vez un día... y para acabar inevitablemente, la muerte. ¿Cómo puede entonces la vida de los enfermos cobrar un significado? Lo que ellos han comprendido, ¿acaso no es lo esencial? ¿Y qué hago yo aquí, paseando una salud inútil al margen de la Redención?»

En tercer lugar, tos milagros concedidos desde lo alto y de los que son objeto algunos enfermos. Éstos son simultáneamente un recordatorio del Evangelio y un signo escatológico que manifiestan que el poder del Salvador no permanece dormido durante el tiempo que separa ambos advenimientos.

 

El impacto histórico

Pobreza, plegaria y penitencia (en el sentido pleno de conversión) son las tres palabras clave con las que se concluye el lado práctico del mensaje de Lourdes. Éste nos devuelve a los preámbulos del Evangelio, a la predicación de Juan Bautista, al bautismo de la penitencia, al sermón en la montaña que empieza con estas palabras: «Bienaventurados los pobres», y propone el nuevo estatuto de la oración y de la conversión. Se trata de un retorno a las fuentes en sus orígenes.

Esta invitación llegaba a tiempo a mediados del siglo xix, ya que aquella época representaba el fin de un mundo envejecido con anhelo de renovación y el punto de partida de un mundo nuevo cuyo desarrollo se sitúa al margen y a menudo enfrentado al Evangelio.

La mitad del siglo xix significa, efectivamente, el triunfo del reino del dinero sobre el reino medieval del honor y las tradiciones. «Enriqueceos», es la consigna del señor Guizos a los franceses de esa época. El dinero se convierte en la ley tentacular de la actividad humana, la medida de la jerarquía social, de la influencia —a veces incluso de la capacidad electoral— y finalmente de la reputación y de la moralidad burguesas. Es en este momento clave cuando la Iglesia empieza a perder a las masas pobres que, hasta ese momento, le habían pertenecido, una lenta hemorragia más grave que un cisma, ya que los pobres son, paradójicamente, como dijo el diácono san Laurent, «los tesoros de la Iglesia». Dicho con más profundidad, en esa época un nuevo mundo de los pobres nació fuera de la Iglesia y que le será ajeno. Y éste es el momento escogido por Nuestra Señora para recordar el sentido evangélico de la pobreza.

La mitad del siglo xix representa el alborear del progreso técnico y de sus conquistas: el vapor, domesticado por fin, revoluciona la industria; la electricidad empieza a transformar la vida. La era de la eficacia material queda abierta, pero los valores espirituales se eclipsan. Éste es el momento escogido por Nuestra Señora para recordar el valor y la eficacia espiritual de la oración. Finalmente, esta era de progreso empezó a abrir a los privilegiados del mundo las posibilidades de disfrute material de un desarrollo que había de ser embriagador. Era el momento de recordar el sentido evangélico de la penitencia.

 

D. «yo SOY LA inmaculada concepción»

Queda la última frase, la que concluye y personaliza el mensaje. Tres rasgos, intencionados evidentemente, le proporcionan un relieve sorprendente. Ha sido espaciado a lo largo de los quince días y entregado de manera inesperada, cuando ya no se esperaba, una circunstancia que pone de manifiesto su gratuidad. Fue proclamado el día 25 de marzo, un día litúrgicamente asociado al misterio. Finalmente, fue formulado de una manera que era a la vez desconcertante y muy impresionante, donde se afirmaba la autoridad sobrenatural de la mensajera. ¿De qué manera esta última frase culmina el mensaje?

 

La identidad de la mensajera

Ya desde el principio. Ella puso de manifiesto el significado y el alcance de su mensaje. Aquella que escogió a una niña pobre llamada Bernadette, era La que asimismo había sido elegida por su «pobreza», en el sentido pleno del término y que la gracia entiende como la cualidad asumida de los humildes en Dios: «Él ha contemplado la pobreza de su servidora» (Lc. 1, 48). «Él ha derribado a los poderosos de su trono y ha colocado a los pobres en su lugar» (1, 52).

Aquella que llegó para recordar la urgencia de la oración, es Aquella en quien concluye la oración del Antiguo Testamento y empieza, de manera ejemplar, la del Nuevo: «He aquí la esclava del Señor» (Lc. 1, 38). «Mi alma exalta al Señor» (1, 46). Y lo que continúa.

 

Aquella que llegó para recordar la penitencia, en la plenitud de su dimensión como conversión del corazón, así como de austeridad, es Aquella cuyo corazón se volvió por entero hacia Dios, sin asomo de desfallecimiento, desde el primer momento. También es Aquella que, exenta de todo pecado personal, aceptó cargar con el fardo de nuestra penitencia, desde el pesebre de Belén hasta la pobre vivienda de Nazaret, y sobre todo en el Gólgota, donde su vivencia fue experimentar el peor de los dolores que se pueda arrancar del corazón de una madre, un dolor en plena Redención.

Pobreza, plegaria y penitencia, sí, el nombre de la mensajera otorga a estas palabras un significado concreto y un rostro ejemplar.También aquí, una vez más, la realidad se adelantó a las palabras. Bernadette primero aprendió a conocer a la Virgen contemplándola, contemplando a aquella niña sin asomo de vanidad en su luz, reflejando su sonrisa —como el niño que de ese modo aprende a conocer a su madre antes de conocer el nombre—, imitando sus plegarias, obedeciendo sus órdenes. Toda esta pedagogía es lo contrario del proceso logomáquico que atiborra la mente con palabras exangües.

Bernadette recibió todo esto de una presencia luminosa, humilde, orante ¡y tan triste cuando hablaba de los pecadores!

 

«La Inmaculada Concepción»

Pero, ¿por qué Aquélla que llegó de esta manera para auxilio de los pecadores se presentó concretamente como la Inmaculada Concepción7¿No es una especie de contradicción? Presentarse a los pecadores como la Virgen sin pecado, ¿no es marcar las distancias respecto a aquellos? ¿Valía la pena bajar a su nivel para luego aparecer como una princesa distante, ajena a su miseria?

Esta paradoja nos lleva al fondo del mensaje de Lourdes: el significado del pecado y de la conversión. Es preciso disipar un error que nos lo oculta. Nosotros, pecadores, tenemos tendencia a creer que hay que ser un pecador para «comprender» a los pecadores.

 

Pues no, no se comprende al pecador mediante el pecado, ya que el pecado no es una técnica positiva, sino que esencialmente es privación, ausencia, vacío; es pecado en la medida exacta en que trunca la bondad del acto realizado. No es por tanto un elemento de comprensión, sino un factor de oscurecimiento.

Más grave todavía, es un factor de oposición, ya que crea división y conflicto en el interior del alma, tanto como en la sociedad. Un pecador no es un amigo para otro pecador. Según los casos, puede ser un adversario (dos enojos o dos deseos que se enfrentan), o bien la imagen objetiva de lo peor de uno mismo y que se desearía anular. Encontrar nuestros defectos en otra persona es algo que instintivamente nos produce horror. ¿«El infierno son los otros»? Sí, los otros pecadores. Así podemos entender mejor por qué el Verbo encarnado, aunque lo tomó todo del hombre, incluso la muerte, mantuvo la excepción en el pecado.

 

Por la misma razón, no existe verdadero amor al pecador sin odiar al mismo tiempo su pecado. Nosotros pecadores oscilamos peligrosamente entre la dureza y la complicidad respecto a los demás. O bien condenamos a los que hacen el mal con un desprecio farisaico, o bien, si nos inclinamos a comprenderles, perdemos el sentido del mal: no sólo disculpamos al pecador sino también a su pecado. Lo toleramos, lo aprobamos y, por poco, estamos dispuestos a considerar que era «el pecado más bonito del mundo». ¡Cuántos cristianos mantienen entre sus amigos el rencor, el odio, la maledicencia y todo lo demás! No, no es así como se ama a los pecadores. Amarlos de esta forma es actuar como esa extraña esposa a la que los diarios le dedicaron hace unos años el honor de sus titulares: sentía un amor posesivo hacia su marido, al que mantenía con pequeñas dosis de arsénico en un estado intermedio entre la vida y la muerte para luego curarlo con extremada devoción. El amor entendido de esta forma es peor que el odio. Así es el falso amor que nos hace cómplices del pecado. Quien verdaderamente ama a un enfermo odia su enfermedad y busca por todos los medios su curación. Quien verdaderamente ama a un pecador odia del mismo modo su pecado y no se detiene hasta que lo libra de él.

 

No, no se comprende al pecador con el pecado, sino con el amor y la misericordia. Aquí estalla la dimensión positiva de la Inmaculada Concepción.La Virgen es Aquélla a la que ningún pecado ha recortado la capacidad de amar. También es la más dotada de misericordia, ya que se puede ser misericordioso en la medida en la que uno se sabe objeto de misericordia. Por eso, en Ella se encuentra la más elevada conciencia de la más elevada misericordia de Dios: la más elevada misericordia porque Dios la ha purificado preservándola del pecado, colmándola desde el principio con una cantidad de gracias; la más elevada conciencia de esta misericordia, ya que su pureza la capacitaba más que a ningún otro ser para expresar ese raro y difícil sentimiento de entre todos: la gratitud.

 

De esta forma en Ella se realiza idealmente ese soberano amor por los pecadores que esencialmente ¿m plica un odio soberano a su pecado. Ésta es la razón de su tristeza inolvidable cuando hablaba de los pecadores. Éste es el sentido de la llamada que dirige a los pecadores para que se comprometan a fondo en la Redención. El dogma de la Inmaculada Concepción, definido abstractamente por Pío IX en 1854, aquí toma valor de exigencia, un rostro del que Bernanos supo expresar mejor que nadie el misterio y la mirada: Esa mirada no es de indulgencia... sino de tierna compasión, de dolorosa sorpresa, de no se sabe qué sentimiento todavía inconcebible que la hace más joven que el pecado, más joven que la raza de la que Ella ha surgido, y antes que madre por la gracia, es madre de las gradas, la hija menor del género humano.

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