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El libro del Apocalipsis tiene unas características únicas dentro del conjunto del Nuevo Testamento. Su relación con el tema de nuestro estudio es relativamente indirecta, puesto que se referiría fundamentalmente a las tensiones que experimentaron ciertos sectores judeo-cristianos al entrar en contacto con el mundo gentil de Asia Menor.

La fecha de su redacción es objeto de controversia hoy en día, pues si bien existe un número considerable de autores que la sitúa a finales del siglo I, relacionándola con una supuesta persecución de Domiciano contra los cristianos, no es menos cierto que existe una tendencia creciente a datarla a finales de los sesenta, conectándola con la persecución de Nerón. La primera tesis se ha sustentado fundamentalmente en el hecho de que Ireneo, escribiendo hacia el 180 d.C. en relación con la Bestia de Ap 13,18, la identificó con Domiciano (Adv. Haer. V,30,3). El pasaje es mencionado por Eusebio en dos ocasiones (HE III, 18,2 s. y V,8,6), si bien no parece desprenderse ineludiblemente que éste situarala redacción del Apocalipsis en la época de Domiciano, aunque fija durante ese reinado el destierro de Juan a Patmos, identificando a éste con el apóstol, al igual que Victorino (In Apoc. X,11). Todo esto implicaría que Juan, el autor del Apocalipsis, y Juan, el del Cuarto Evangelio, son la misma persona; que ambos coinciden con el apóstol Juan; y que el Apocalipsis fue "visto" durante el reinado de Domiciano. Ya hemos examinado la discusión actual en relación con las dos primeras suposiciones. En cuanto a la tercera, tendremos ocasión de ver que no resulta tan obvia.

 

Clemente de Alejandría (Quis div. salv.? XLII, 1-15) ciertamente nos habla de que Juan, el autor del Apocalipsis, fue liberado de Patmos a la muerte del "tirano", pero en ningún momento se identifica a qué personaje se refiere con ese calificativo. Algo similar sucede con Orígenes (In Matth. XX,22), que nos habla de la condena de Juan a Patmos pero que no la sitúa bajo ningún monarca concreto. Por el contrario, Tertuliano -al igual que Hipólito (De Chr. et Antichr. XXXVI)- señala que Juan estaba en Roma cuando fue desterrado y de ello parece desprenderse que el hecho tuvo lugar bajo el principado de Nerón (Paersec. XXXVI,3). Al menos, así lo interpretó Jerónimo (De vir. ill. IX).

 

Epifanio (Adv. haer. XLI,12 y 33) sitúa el destierro de Juan en el reinado de Claudio César, si bien -cabe al menos la posibilidad- seguramente confundió a Nerón con Claudio como consecuencia de que el primero también tenía ese nombre. En cuanto a la versión siríaca del Apocalipsis y a la Historia de Juan, el hijo de Zebedeo en siríaco, señalan que fue Nerón el que ordenó el destierro de Juan. Aparentemente, pues, las noticias patrísticas acerca del periodo de datación de la obra están divididas en cuanto a relacionarlo con el de Nerón o el de Domiciano.

 

Hay que señalar, en primer lugar y pese a los parecidos evidentes que este escrito presenta en su transfondo histórico y teológico con 1 Pe (supuestamente datable antes de la persecución neroniana), que en el Apocalipsis nos hallamos ante una situación posterior. Babilonia (quizás Roma) ya está borracha con la sangre de los santos (Ap 16,6) y, lógicamente, la actitud hacia el Imperio es negativa, puesto que se ha producido la persecució neroniana del 65 d.C. En repetidas ocasiones se hace referencia a la necesidad de un juicio divino contra la "Bestia" (Ap 6,9 s.; 16,6; 17,6; 18,20.24; 19,2; 20,4) y en ello se trasluce la sensación de que el autor había vivido una situación de persecución en la que el poder imperial había derramado la sangre de sus correligionarios sin ningún tipo de contemplaciones. Este cuadro bien puede encajar con la persecución neroniana y con la tradición de la muerte de algunos apóstoles como Pedro y Pablo, mientras que no se corresponde con lo que sabemos de Domiciano.

 

De hecho, el análisis de las fuentes antiguas resulta descorazonador a la hora de encontrar evidencias de una persecución imperial contra los cristianos durante el reinado de Domiciano. Suetonio, que residió en Roma durante la mayor parte de este reinado, no menciona nada al respecto, y Plinio, que a la circustancia anterior une la de haber formado parte del senado, señalaría después su ignorancia acerca de los cristianos y de cómo tratarlos de acuerdo con el derecho del Imperio (Ep. X,96). Tertuliano -en un testimonio reflejado por Eusebio (HE IV,20,7)- parece admitir que se tomaron algunas medidas aisladas contra algunos cristianos, pero las mismas se limitaron al destierro y concluyeron en breve tiempo con el perdón de los condenados (Apol. V). Eusebio (HE III,17-20) hace referencia a una persecución contra los cristianos en la época de Domiciano pero es incapaz de mencionar el nombre de un solo de los mártires e incluso la referencia a Domitila y Flavio Clemente está plagada de errores (señala que este último fue desterrado en lugar de ejecutado como dice Suetonio [Domiciano XVI] y afirma que Domitila era sobrina de Flavio Clemente, cuando de hecho era la esposa de Clemente y sobrina de Domiciano). Por otro lado, parece que el caso de Domitila estuvo posiblemente más relacionado con razones políticas que religiosas y además Eusebio partía de Melitón de Sardes, que, muy posiblemente, inventó la existencia de una persecución bajo Domiciano con la finalidad de mostrar que sólo los "malos emperadores" habían perseguido a los cristianos. Añadamos a lo anterior que la calificación de Domiciano como el emperador bajo el cual tuvo lugar "la más cruel persecución en todo el mundo" no se produjo hasta el siglo V con Osorio (Hist. adv. pag. VII, 10,1). Este conjunto de aspectos, que hemos reseñado someramente, hace que, a nuestro juicio, resulte muy difícil de aceptar la idea de situar una persecución -y, más, generalizada- contra los cristianos en la época de Domiciano. Por lo tanto, difícilmente podría situarse en su reinado el ambiente del que surgió el Apocalipsis.

 

Por el contrario, el contexto que deja traslucir el libro sí parece que encajaría en el clima de la persecución neroniana. Para empezar, la persecución se limita a la ciudad de Roma (Ap 13,14-17) y no se extiende a las provincias (Ap 1-2), circustancias ambas que armonizan con lo que sabemos de este evento. El mismo libro (13,8) indica además cuál es el nombre de la Bestia mediante un ingenioso recurso a la gematría. El mismo aparece como 666, es decir, la suma de las letras en hebreo (o arameo) para Nerón César. Tal identificación ha sido confirmada por los hallazgos de Qumram y tiene paralelos en Suetonio (Nerón XXXIX) -quien nos dice que se practicaba un curioso juego gemátrico con Nerón cuyo nombre en griego sumaba 1005, es decir, lo mismo que "mató a su madre", una referencia al crimen del emperador- y en Filostrato (Vi. Apol. IV,38) donde a Nerón se le denomina la "bestia". {Nota del autor: La lectura alternativa 616- que ya mencionó Ireneo en Adv. haer. V,28,2- encaja con la forma latina Nero Caesar y con la griega Kyrios Kaisar.}

 

Por otro lado, la descripción de la Bestia encaja con la figura de Nerón en otros aspectos. En primer lugar, está la referencia a la herida de espada de la Bestia posiblemente relacionada con el suicidio del emperador. Tenemos además las noticias relativas a la estatua o imagen de la misma (Ap 13,4.12-15; 14,9-11;15,2; 16,2; 1920;20,4) que, fácilmente, podría identificarse con el episodio acerca de Nerón descrito por Tácito en Ann. XIII, 8 (Una confimación de las pretensiones de culto por parte de Nerón, en Dión Casio, Hist. LXII, V,II.).

Ap 17,9-11 contribuye a confirmar este punto de vista. Según este pasaje, Roma ha tenido ya cinco reyes, otro está reinando, y otro tiene que venir por un periodo muy breve. una vez más, los datos encajan con el período al que hacemos referencia. Los reyes ya pasados serían: 1) Augusto, 2) Tiberio, 3) Calígula, 4) Claudio y 5) Nerón. Galba correspondería al sexto (reinó de junio del 68 a enero del 69) y Otón al séptimo, que había de durar poco (de hecho, de enero a abril del 69).

 

En relación con el contexto judío de la obra, resulta asimismo evidente que no se ha producido una ruptura absoluta entre cristianismo y judaísmo (aunque ya se producen indicios de la misma, v.g.: Ap 2,9 y 3,9) y que la esperanza de la Parusía es patente (Ap 2,25). Sin duda, ha comenzado la guerra judía, pero el templo no ha caído aún del todo en manos de los romanos (Ap 11,1 ss.) ni tampoco la ciudad en la que se crucificó a Jesús, el Señor (11,8 y 18,10). Los miembros del pueblo de Dios (¡al que se identifica con Israel y no con una nueva entidad espiritual!) han experimentado persecución persecución en Jerusalén (Ap 11,7 s.) y han huido de la ciudad en un intento de ponerse a salvo (Ap 12,1 s. Algo que recuerda las advertencias de Jesús en los denominados apocalipsis sinópticos y que excluye, siquiera indirectamente, que los judeo-cristianos se identificaran con los zelotes que la defendían). Con todo, desde el punto de vista del autor, la suerte del Templo y a está echada. Había sido medido -un símbolo veterotestamentario para indicar lo irreversible del juicio divino (2 Re 21,13; Is 34,11; Lam 2,8; Am 7,7-9 y especialmente Ez 40-45, v.g.: 44,23 y 43,7-10)- y sería arrasado.

 

Este conjunto de evidencias, principalmente el hecho de que las fuentes más primitivas no identificaran al emperador que desterró a Juan con Domiciano o incluso lo hiciera con Nerón, llevó a diversos autores a situar la redacción del Apocalipsis entre la muerte de Nerón en el 68 y la caída de Jerusalén en el 70. Ésa fue la postura de T. Zahn (1909), A.S Peake (1919), E. B.Allo (1933),J.B.Loghtfoot (1867-1872,1889), B.F.Westcott (1882), e incluso Fr. Engels. Tal punto de vista se vio sometido a un cambio de posición redical en nuestro siglo por parte de algunos teólogos, aunque no sucedió lo mismo en el terreno de la ciencia histórica. Recientemente, aunque con ciertas matizaciones, Rowland sitúa el Apocalipsis en la época de Nerón. Aunque no se puede adoptar una respuesta dogmática sobre esta cuestión, creemos que efectivamente el punto de vista expresado por estos autores es el más razonable. Los datos anteriores obligarían a fijar la fecha de redacción de la obra a finales del año 68. Desde esa perspectiva, sería incluso posible identificar las diversas cabezas de la "bestia". Galba -como indicaría 17,10- estaría en el trono, Nerón habría muerto a espada havía poco, y podría creerse no sólo que Babilonia (Roma) se vería entregada a la anarquía interna sino de además la misma Jerusalén -donde habían sido asesinados Jesús y algunos de sus seguidores- acabaría pereciendo frente a las hordas, siendo su templo arrasado. Con ello, se cumpliría así el juicio de Dios contra los perseguidores judíos de los discípulos de Jesús. {nota del autor: Existe otra alternativa a la fecha mencionada que desplazaría unos años la misma. Consistiría ésta en pensar que el saqueo de Roma encaja mejor con la descripción de Babilonia caída que el incendio del 64 y que la cercanía de las legiones romanas al área del templo es la acaecida en los primeros meses del 70 y no durante el 68}

 

Henderson sostuvo ya en su día una interpretación muy parecida, pero, además, procedió a incluir otros aspectos identificativos que no resultan tan evidentes. Así, 9, 14-16 y 16,12 serían, presumiblemente, referencias a la creencia de que Nerón sería apoyado en su regreso a Roma por el rey de los partos; 11,2 y 20,9 reflejarían la situación de la guerra contra Roma en Judea, un conflicto aún inconcluso mientras se escribía el Apocalipsis; 17,16 s. vendría relacionado con la crisis del Imperio a finales del 68 d.C.; y 18,17 ss. sería una descripción del incendio de Roma que había tenido lugar cuatro años antes {Nota del autor: Se ha insistido en este mismo aspecto indicando que 18,17b-19 contiene incluso recuerdos de un testigo ocular. J. Stevenson señaló en su día a J.T. Robinson que la descripción tenía elementos de la visión del incendio de Roma contemplado desde Ostia.}. De nuevo, estos argumentos abogarían por una datación en los sesenta para el libro.

La conciliación de esto con las fuentes que relacionan el encarcelamiento de Juan con el gobierno de Domiciano resulta, por otra parte, sencilla. A mitad del año 70 d.C. Vespasiano se hallaba en Alejandría, mientras su hijo mayor, Tito, sitiaba Jerusalén. Su hijo menor, Domiciano, fue nombrado César y utilizó la residencia imperial (Tácito, Hist. IV,2 y Suetonio, Domiciano I); se le invistió del imperium consulare y se escribó su nombre en el encabezamiento de edictos y despachos (Tácito, Hist. IV, 3 y Dión Casio, Hist. LXV,2,1 ss) En ese periodo -tal y como indica Tertuliano- un profeta judeo-cristiano llamado Juan habría sido condenado por Domiciano al destierro en Patmos. En junio, Domiciano abandonó Roma y en el 71 Vespasiano tomó como colega a Nerva y, quizá, en este periodo de tiempo Juan fue liberado. De ser cierta esta hipótesis, Juan habría sido condenado por Domiciano y liberado por Nerva (como afirma la tradición), pero en el 70-71 y no durante el periodo de reinado de aquél. Para entonces, su obra ya estaría escrita desde hace tiempo e incluso se ha formulado la hipótesis de que en parte lo hubiera escrito antes del destierro y de que mensajes similares a los contenidos en la misma fueran la causa de su condena. Esta solución que proponemos es, a nuestro juicio, la única que permite hacer justicia a los diferentes datos que nos proporcionan tanto la evidencia interna como externa del libro en torno a su fecha de redacción. La misma se habría producido entre el 68 y el 70 d.C., si bien antes de la caída de Jerusalén.

 

Pasemos ahora a la cuestión del autor del libro. Que éste presenta puntos de contacto con el del Cuarto Evangelio resulta difícil de negar. En ambos casos, el Hijo es llamado el Verbo; se le identifica con el Cordero de Dios; y se habla de su victoria ligada a la de los que le siguen (un factor en común con las cartas: Jn 16,33 y 1 Jn 5,4). En el Apocalipsis se presenta como un profeta de nombre Juan (1,4 y 9; 22,8), preso en Patmos por una circustancia relacionada con el hecho de ser cristiano. Añadamos a esto que Juan, el profeta, parece gozar de un cierto predicamento entre las iglesias de Asia Manor que, históricamente, se relacionan con un ministerio de Juan en la Diáspora. Este conjunto de circustancias conecta estrechamente a ambos autores, pero, pese a todo lo anterior, la diferencia de estilo literario entre ambas obras dificulta la identificación sin más del autor del Cuarto Evangelio con el del Apocalipsis. Se ha alegado que tales diferencias se deben al género literario o a la imposibilidad de pulir el estilo de la obra en Patmos, pero tales opciones distan de ser plenamente convincentes. Resulta, no obstante, difícil negar que ambos autores presentan señales de pertenecer a una "escuela teológica" (por denominarla de alguna manera) que estaba dotada de una cierta especifidad. Como ya vimos al tratar el Cuarto Evangelio, la misma era judeo-cristiana y palestina. Desde luego, el autor del Apocalipsis era asimismo un judeo-cristiano palestino muy bien informado de los avatares bélicos posteriores al 66 d.C. y anteriores al 68 d.C. Como judeo-cristiano palestino, precisamente, chocaba con el cristianismo gentil de algunas iglesias de Asia Menor (1,14; 2,20 s.) y cabe la posibilidad de que pudiera ser identificado con Juan, el anciano que había sido discípulo de Juan el apóstol, al que se refieren algunos Padres. Con todo, tal supuesto no pasa de ser una hipótesis razonable..

 

¿Esperaba este Juan un enfrentamiento escatológico inmediato entre Cristo y un anti-Cristo, que sería Nerón? Así lo ha pensado algún autor como Robinson, pero, desde nuestro punto de vista, tal visión dista mucho de resultar evidente. Ciertamente, Juan profetizó una serie de juicios contra diversas naciones (Roma e Israel especialmente) y, a la vez, proyectó a sus lectores hacia la esperanza escatológica ligada a la Parusía, pero no parece que tal proceso pueda seguirse de manera inmediatamente lineal. De hecho, más bien se tiene la impresión de que en el Apocalipsis, como dice Rowland, se entrelazan al menos dos hilos conductores, uno presente, y otro futuro. El presente (descripciones relativamente fáciles de reconocer acerca de Roma e Israel) nos permite encuadrar la obra en un contexto histórico exacto y descubrir el juicio que del mismo tenían los primeros cristianos. El futuro sirve al autor del escrito para mostrar a sus lectores cómo la historia actual tendrá similitudes con la del futuro, pero, entonces, ligada a la victoria final del Mesías. Empero, no nos hallamos ante una visión cíclica de la Historia.

 

El continuo avance hacia el futuro a partir de las condiciones presentes ha permitido a ciertos autores elaborar interpretaciones coherentes y sólidas del libro sin referirlas necesariamente a personajes históricos concretos y limitándose a ver en sus descripciones paradigmas de todas las épocas. En otros casos, se ha tendido a contemplar la obra como una serie de repeticiones continuadas en torno al mismo marco de hechos, algo que la estructura septenaria del libro favorece de manera especial. Posiblemente, esta especial estructura explique que ya en el año 180 Ireneo no supiera el significado del 666 y que la Oda 22 de las Odas de Salomón hubiera ya identificado al mostruo de siete cabezas con el mismo Satanás. Esta última posibilidad no es tan rara si tenemos en cuenta que las operaciones con 666 pueden reducirse a 8 (7+1), lo que, para algunos, constituía un símbolo del diablo. Por si fuera poco, no olvidemos que el número 666 aparece en algunos manuscritos como 616 (¿Kyrios Kaisar? ¿Nerón César?), lo que hace más difícil su interpretación en términos de historia específica y facilita su exégesis simbólica. La Bestia vendría a ser una imagen del poder civil absoluto que persigue a los seguidores de Jesús, una conducta que Nerón tipificó magníficamente, como lo hará, en el periodo previo a la Parusía el mismo Anticristo. En cualquiera de los casos, el final de los enemigos de Dios simepre será la ruina terrenal y eterna.

 

Si aceptamos tal perspectiva, el Apocalipsis nos aparece como una lectura del presente (los capítulos 1-3 son buena muestra de ello) -un presente que podía volverse tremendamente cruel para los juedo-cristianos como lo había demostrado la persecución de Nerón- pero que permitía interpretar el futuro. Sucediera lo que sucediese en el mismo, la última palabra estaría en manos de Dios y de su Mesías.

La visión de Juan en relación con el futuro cercano se mostró sorprendentemente lúcida y exacta. Jerusalén fue arrasada y también pasó lo mismo con el Templo. En cuanto a Roma, bebió la amargura del desorden sobrevenido tras el principado de Nerón. Con referencia al futuro, el mensaje de que algún día, tras una persecución generalizada de los discípulos de Jesús peor que la neroniana y llevada a cabo por alguien del que Nerón era un tipo, tendría lugar la Parusía y con ella la conclusión adecuada de la historia, no ha dejado de resultar estimulante, generación tras generación, para cristianos en conflictos con el poder civil.

 

Presumiblemente, el autor de Apocalipsis, tras recuperar su libertad, marchó a Asia Menor donde se estableció y ocupó un papel de importancia en las iglesias de la zona, pero esa andadura es algo que ya sobrepasa nuestro ámbito de estudio. No obstante, debemos dedicar algún espacio a señalar el valor que esta fuente tiene para nosotros. Para empezar, resulta indiscutible su origen judeo-cristiano, ligado a una preocupaciñon muy calra por las comunidades palestinas y el destino de Israel. Los destinatarios de la obra son, principalmente, iglesias de Asia Menor (cap. 1-3), pero el origen de la misma es judeo-cristiano y palestino, a juzgar no sólo por el conocimiento de ese transfondo sino también por el tipo de griego utilizado.

El Apocalipsis nos permite así acceder, siquiera indirectamente, no sólo a datos históricos concretos sino también a una visión ideológica específica cuyo origen era palestino, y que, como hemos señalado, presenta puntos de contacto específicos con el Cuarto Evangelio, sintiéndose además confrontada con algunas manifestaciones del cristianismo gentil. Como tendremos ocasión de ver, cuestiones como el tratamiento posterior de los decretos del concilio de Jerusalén, el destino de los judeo-cristianos de Palestina o su especial cristología aparecen en esta fuente arrojando no poca luz acerca de su significado y trascendencia.

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